Imagen cogida de la red
SEMÁFORO
Hoy, a manera de contrapunto, y
como seguimos con este diálogo poético debo alzarme desde la noche al día,
alargando algunas palabras de la memoria, sacando del cántaro el agua o las
aguas, el peltre de las luciérnagas. Quizá sólo llegue a la puerta: la poesía
como tal es inasible, no es la palabra, no es la "inspiración", no es
el mundo ni las distancias. Ante lo procaz de la realidad donde quedan las
sombras, el ojo de agua del horizonte, el barro que anda entre nosotros.
Supongo que la poesía será mucho más que eso, mucho más que el gentío en los
mercados, mucho más que el delirio de las aguas llovidas, mucho más más que los
dueños de este mundo. Y, sin embargo, la palabra es nuestra. Desde el
antepasado murmullo de la conciencia, desde la intemperie laboriosa de las
ventanas, lo efímero, se torna una perennidad. Yo apenas con estos enredos del
alfabeto, la mortaja es la historia silenciosa del cuerpo, los días colmados,
todo el andar congregado sobre el tapete donde se trazan o han trazado las
rutas. Para otros juegos, claro, el braceo insobornable de los centímetros, las
múltiples bocas del polvo, todos los dientes del subsuelo. En este reino de
transiciones y sospechadas, son a menudo necesarios los esparadrapos, el grano
de mostaza o el camello en el juego felino de lo efímero. Cómo el yo poético, Chagall, poseso,
se posesiona —valga en cierto modo la redundancia—de la realidad. De esa
realidad que la ingerimos como purgante y la queremos vender en la hora nona de
lo incierto. Entiendo el amor, entiendo
los orgasmos al filo de la madrugada, de rodillas, sobre los libros de la
calle, lo entiendo. Pero no es menos cierto que nos punzan los bañistas
desnudos de las migajas, o la memoria cuando aún no se ha domesticado. De las
ojeras y lo oscuro cuelgan de pronto los caminos y hay que andarlos, como esa
dulce y pésima intimidad con las garrapatas. El poema después de todo se
transforma, de lo contrario nada sucede. El poema debe ser siempre el rostro,
no la fachada. A veces se sacrifica la luz por los espejismos, el terciopelo
por la rugosidad de las semanas, la costumbre por ese nadar diferente todos los
días en el agua del estanque. Uno odia con la misma
intensidad del amor, porque es el amor invertido, al igual que el pedernal de
las luciérnagas, al de los rieles, los durmientes, los trenes : vivir con toda
la alegría que eso significa, no es otra cosa que fenecer en la eternidad de
cada instante. Y esto como ves, nunca acaba, porque uno está reescribiendo
continuamente los sueños. Nunca
supuse andar entre breñales y ello, ya en sí mismo es una metáfora, dado que el
concepto es plural. La poesía me condena a decir de esta manera mis cosas, es decir, las cosas sobre el mundo,
las palabras que respiramos en un clima a menudo hostil. La poesía es
disidencia y siempre debe serlo; el poeta debe ser un disidente de su entorno,
pero también de su propia creación: hay que agotar la luz del día en la
aventura, morder el pecho del silencio, renovar el aliento de los andenes y
caminos, nacer de nuevo cada día en la lluvia para lavar las palabras, recordar
que la esperanza es hombre o mujer según sea el caso y que en los párpados,
caminan los manubrios del azúcar. No son narraciones infantiles, pero si sucede
que en el mundo hay muchos infantes jugando a lo siniestro: juegan a quitarle
la vida al prójimo, juegan al terror, juegan a la muerte, y no a aprovechar los
dones y benignidades de la tierra. Quien ha estado en medio de la ráfaga y
desgarradas las vestiduras, sabe a lo que me refiero. Pero el poema va más
allá: es un caballo que galopa sobre los aromas de la tierra; en sus crines se
arropa la intemperie, los días indomables. No solo nos muerde la vida, lo
humano, sino también los objetos, las escaleras y sus ojos, los ojos y sus
mortajas, las mortajas y su invasión de poros yertos. En la antesala del
ombligo, respira con todo y sus calles la gota del manantial supremo. El
descenso ya no sería del todo caída libre, sino parsimonioso. Los recuerdos
después de todo, no dejan de tener ojeras y desteñimientos propios del ojo que
ve. Algo de esto ya lo advertía don Antonio Machado, Lorca, Quevedo. Hablamos de firmamento como esa luz del
firmamento, pero en realidad, allí, hay crepúsculos, zonas subterráneas donde
el quejido encuentra su hoguera o rescoldo. Después de todo, la piel también es
memoria; memoria el cuerpo devorado; memoria el horcón que sostiene las sienes;
memoria el ojo amarillo de la herrumbre. Esto es así cuando pernoctamos en el
zumo de las glorietas del tiempo. Un día de estos quizá renuncie a mi condición de eremita
postmoderno y me embarque en ese viaje, generoso y atinado que me sugiere el
olvido. ¿De qué fuegos o incendios nos habla el sueño? ¿De qué fuego
huimos? ¿Hacia qué inocencia vamos exhaustos? Yo apenas esbozo un mar de
salmuera, un mirar en paisajes de granito. Quizá un ciego, un poeta, tenga las
respuestas a la clarividencia; tal vez los vacíos, los tiempos inconclusos.
¿Hasta dónde se extasía el vértigo de los jardines, el desvelo del árbol de la
intemperie, la mota o el hollín del entresueño. Hay lugares como la brasa o el
surco, lo sé. Lo sé ahora en medio de una lengua de cipreses. ¿Estamos frente a un tiempo de huesos
danzantes? ¿Estamos frente a olvidos necesarios? ¿Es diurna o nocturna la
sombra de la heroicidad? Me temo que estamos, entre vientos hoscos y
desequilibrios más allá del sonido monocorde del mercado, de los relojes y sus
aposentos a menudo funestos. ¿Se puede contar la oscuridad con las manos sucias,
o la luz, sin que nadie se conmueva? ¿Quién es dueño en realidad de su tiempo,
en momentos donde el crepúsculo se hace viejo y la alegría ha sido sometida
hasta tocar los calcañales? Un día quizá levaremos anclas, o en todo caso,
otros molinos de viento. Es que a menudo, vivimos con intensidad esas
sombras del tiempo y la historia. Y más allá de si son arte, o hacemos arte con
ellas, tienden a socavar nuestra propia estabilidad, tienen su propio modus
operandi, son bestezuelas que descienden hasta los bajorrelieves del aliento.
Es complicado tal cual lo dice el poema: sombra y hogaza, alma sedienta y
sombra de pañuelos en los ojos. A veces nos nace a cantaradas la tristeza, las
aguas de las sombras en las paredes. No sé si culpar al tiempo de tantos
destinos convertidos en ceniza. No sé si es deber del tiempo sepultar pájaros. De pronto a mí tampoco me
sientan bien los otoños, como metáfora, símil, etc. como mero paisaje, me
resulta fantástico. Yo siempre, sabes, estoy escribiendo enclavado en ese viaje
póstumo, en las lejanías del devenir: me conmueve el tren de la oscuridad, los minutos
inmensos colgados de la cruz cósmica de lo genesíaco. He viajado largas estaciones
de párpados. Estoy en presencia del ansia, de la torpe soga de otoño que cae al
suelo; palpita agosto en la redondez de mi esperanza, silba el árbol ante el
granito. Uno
siempre se está largando de aquí hacia ámbitos insospechados; los días tal cual
son el cuaderno que alguien inventó en medio del brasero. Ante las tantas
preguntas, para ninguna tengo respuestas, enloquecemos de nostalgia y tinta, de
semanas cercenadas y periódicos que vaticinan tantos pájaros en la ebullición
de los sueños. Sembramos caminos en la patria, pero también en el común
vertedero de sombreros; ¿saldremos ilesos? Caminos, los hay, aunque también
marchitos por las bisuterías. La
poesía nos despierta con sus azúcares y agritudes. Cuesta escribir ahondando en
los gritos, sesteando en las turbiedades de la geografía, o en el asiento gris
del grito de las estaciones. Supongo que los pájaros de un día, ahora son
cipreses, arenilla en el ojo del viento. El tiempo existe en ese gran bosque de
sombras, denso, extraño, como la sed letal de los moscardones, como el dedal
del luto en la avidez que nos niega. ¿Cuánta agua salobre hay en los ojos? ¿Cuánto
estío en la bestia de la memoria? De cierto, de cierto, llega un momento en que
uno no sabe si al menos es memoria. Un tema sobre la mesa de mis reflexiones
cotidianas; y vaya que no siempre me estoy refiriendo a la muerte física, que
es la menos importante, sino a esas muertes sucesivas del alma, al fruto caído,
a ese mundo esencial de luces y sombras, al surco del infinito que se lo traga
el crepúsculo. ¿Cuántas campanas, íntegras, se han disecado en el aliento? Una
vela y una lucha tan antigua como la humanidad y nunca tenemos respuestas
absolutas. Nunca dejamos de danzar, mutilados no obstante, en alguna de las
tantas germinaciones de nuestras vidas; ahora, entre promisorias vigilias, me
doy cuenta que camino en la sospecha de mi cadáver. Esas soledades, lentas,
grises en el alma, son otra forma de morir. Perdón por mis digresiones
mortecinas que puedan no gustar. Alguien me escribe, sea una reflexión o
digresión en torno a las distancias, a los afectos, a la escritura y a la vida.
¿Metamorfosis? Tal vez. Metáfora, sí. Siempre pienso en los cambios de
estación, en la lectura de las perplejidades, en la ambigüedad de los no,
siendo sí. La escritura es una especie de insinuación y sinuosidad; titubean
las sombras cuando desaparece la sombra de uno sobre la mesa de los recuerdos. ¿Es
la memoria, acaso, el tormento en el poema? Quizá. ¿Excusa? uno llega a cierto
punto de animosidad; es cuando empieza el largo camino hacia dentro de uno y
del poema, hacia el otro espejo del guiño de la herida: alguien me escribe
siempre desde la otredad. Me seducen las larvas, igual que el féretro fenecido
del alfabeto y la vívida desnudez de los ciegos...
Barataria, 2015