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TRASIEGO
El día está lleno de
sortilegios.
Ítalo Lópes Vallecillos
Me aferro, cada
vez, al trasiego que la memoria hace de las azoteas, acaso porque vengo de
refundar la luz en el alambique del bosque, junto a la respiración
sacudida por el desvarío, el día que nos pone en diferentes caminos
para atravesar los límites de la garganta. —A veces trasegamos nuestras propias
acechanzas; escapamos de la nostalgia antes de pervertirnos e incendiamos el
sobresalto junto a las sombras que nos disparan los sentidos, el ojo encadenado
a la gota de salmuera, el pleno párpado derramado en las palabras. Ante la
hondonada que nos produce el vacío, nos convertimos en simularos del tiempo,
engañoso afán, —lo reconozco— del arroyo en la breña de la garganta; no siempre
es suficiente la luz para invalidar sombras, ni ganar batallas en la oscuridad,
ni pegarse golpecitos en el pecho para abolir o asumir la desfachatez del
pecado, ni cambiar de calle con el mismo pañuelo y los mismos zapatos: hay algo
más esperanzador que salir de las propias turbulencias, de los estragos del
moho en el pan, de la pugna entre el bien y el mal, de los rescoldos del
maleficio si nos faltan llaves. Vivimos días de estériles maderas; a menudo la
impotencia nos vuelve proscritos en nuestro patio; el tiempo simplemente nos
reduce a crédulas cenizas, a roncos martirios de ropa sucia, a la turbulencia
alimentada en el harapo. Cada vez tenemos a las funerarias como estandarte, es
nuestro número de identidad propagado; sobre el muro cándido de los
alquimistas, —hoy en día, nos llenamos de ese aguacero de las alegorías, de
tantas y tantas alucinaciones, que le restamos importancia a las palabras y
elevamos a púlpito la indigencia, —hacemos de la espuma, una gesta heroica, y
santuario el crepón de la queja. Ante la hora muerta, sólo deben existir los
pretéritos sin más derivaciones; la ambigüedad siempre es un arma de doble filo
para quienes creen en las suplantaciones del zodíaco, para quienes activan la
saliva de los oráculos, sin tomar en cuenta los residuos del desvelo. Me
resisto a la incineración de mis propias ausencias: trasiego, por si acaso, la
duda en almácigo, los juguetes y el olvido en caracoles, el sueño, en trabajo
constante irremediable; al final del día, sin sobresaltos, acudo al espejo: el
ojo busca el asombro, no la bruma del paraguas en la herida. Procuro salvar la
ternura que todavía queda al final de la jornada, así queda escrito en el envés
de mi cuaderno de apuntes: del estiércol se encarga la noche, supongo…
Del libro “MOTEL”, 2012 (Inédito)
© André Cruchaga
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