ESPACIO DEL DESAMPARADO
Todo está claro: hemos naufragado en el
ala y la claridad,
sin antes haber llegado a nuestro destino.
Todo lo niega nuestro tiempo.
Se apolillan nuestros bostezos entre vigilias impostoras,
la piel con sus recuerdos inútiles, —usted
golpeando la tasa de café
con el filo de un silabario de monólogos,
o mordiendo
la orilla de la cuchara del galope del destiempo como un rumor
sobre las piedras donde se erigen semanas.
En los jardines de la utopía, el silencio absurdo de los nombres,
los canillitas de abecedario trágico en
los semáforos, metiendo
las uñas en el asfalto, hasta el grito
sutil de los titulares
de primera plana como una flor que nos
tortura las pupilas.
Vivimos aquí violentamente deseando cruzar nuestras heridas.
(Todo está dicho, sin afeites; los pájaros
se pudren
en la voz que no los nombra, en el ruido
difuso de los ojos.
A diario, solamente los colmillos y las
rodillas, el catálogo
un poco oscuro de los sueños. Ciego,
adentro, lo acumulado.
Todo se nos viene en lentas marejadas: la avidez y su feroz adulterio,
el vencimiento de la realidad que nos impide respirar.
La abnegación es otro ardid para vivir la
soledad.
Hay una forma desnuda en este calmo
espacio de agolpamientos.
Toda nuestra memoria ha sido desintegrada; nos bañamos
en la ligereza de los desequilibrios de la
ráfaga.)
Aunque nos aislemos con nuestro propio dolor, nos llega
del polvo y las colillas, el quinqué
huraño, lejanísimo en la niebla.
—Aunque pensemos en las confituras del anfiteatro,
el grito desciende sobre la arcilla y
calla al fragor
de esta gran noche que en adelante no
dejará de ser memoria.
Alrededor de este espacio, de cielo
sinuoso, nada más que la turbiedad
sombría del extravío. Supongo que también
se gana en lo desandado.
Del libro: «Mi memoria se ha cansado de llover y
esperarte», 2022
©André Cruchaga