Imagen cogida de la red
SOMBRA DEL VUELO
Ha entrado la noche,
la noche de los días con sus
noches, las tierras frías y los bosques muertos.
Ha entrado la noche de la carne y
de los sentidos,
la noche de las tierras caídas y
los cielos muertos.
Jacobo Fijman
¿Cómo recuperar la mañana, en vez
de tantos días en cuclillas o arrodillados? ¿Cómo encontrar la calle de la
lejanía sin que los cuerpos fenezcan en el páramo de la historia, en esta
suerte de rutinas oscuras? ¿Cuándo será temprana la hora y no tardía? Supongo, mientras
tanto, que hay necesidad de ir limpiando la carcoma, el grano de mostaza, el
susurro de luz cárdena del hijo pródigo, mientras crecen los montepíos y la
carcajada de golosinas y el diente feroz. No se puede con una ansiedad
vitalicia ni es fácil jugar al sosiego. Oficialmente se ha decretado la
alegría, pero ésta se agacha en los horcones de la historia, jamás he creído en
semejantes historias cuando me las dicen de soslayo. Sólo sé que la orfandad
aúlla y pulsa entre osamentas y vomita perros que atraviesan el aliento; en
cada esquina como el crimen se perpetúa la hediondez, los disfraces y las casas
de citas y los puteríos. Es oscuro el camino de las aceras entre ininteligibles
aguas de orina y bocas difíciles de ver y madres rascándose los encajes y luego
voces de desconfianza y un crimen y otro crimen como quien mata moscas de la
orilla del retrete. Siempre es extenuante estirar el pescuezo o las canillas,
el costal de huesos que uno anda con su queja, esas horas huesudas sin ninguna
atalaya. A veces me distraigo con algún zompopo que atraviesa mis zapatos, que
hace trucos para sobrevivir como cualquier humano antes de desaparecer. Ya he
visto el zumbido de los gusanos sobre el miedo embrocado de la esperanza, ya he
cargado con pálidas noches de exclamaciones: nada es irreal, salvo la
escritura, salvo los gargajos a media calle y su ultimátum, salvo aquellos
señores que nunca hurgan en sus propios bolsillos, salvo la dentadura que nunca
se queja de las heridas. No hay nada real en los alaridos infortunados de la
noche, ni en la ventana que se abre para ver el antaño, o el presente, o el
futuro. Un día seguramente remozaremos la historia de los malandrines,
evitaremos la confusión de los mingitorios, y nos concentraremos en los
soplidos del viento. En realidad, he perdido la cuenta de cuántas veces corrí
detrás de la luna, de cuándo empezaron los titiriteros y sus macabras
eyaculaciones, sus peluquines de dudosa procedencia, sus sacos y corbatas, sus
cofres con clave. En fin, espero no arruinar mis dientes al querer ponerle
lavativa a la elocuencia, es decir, hablar mejor, leer mejor, escribir mejor.
Todo lo demás carece de sentido, es ilógico. Uno se puede morder los dedos al
momento de hacer el bendito, o coger una hernia de tanto cargar a este país con
su fatiga. Uno puede ser uno y no ser uno, a la vez. Es cuestión de apuntar
bien con el dedo índice y quitarle el moho a lo auténtico. “Son ciertos todos
los golpes, las calles colgando de las muletas de los ciegos”. Sí, jamás lo he
dudado. A falta de luz, abro la puerta; después, le arranco al grito sus
desfallecimientos, esas pesadillas que uno no se atreve a decir nunca, por
miedo al pecado. No sé. La única verdad supongo que está en la gaveta de mis
ojos, en los pelos del barranco, o en el sombrero de nube sobre mis sienes.
Después, quizá, habremos de decir cómo éramos, ese pante de luz frente a mis
narices…