Por la noche y
frente al espejo el búho, Lautréamont encajado,
su carne de espectro
desesperado, al parecer impasible
con su mollera de
rehén del tiempo.
—cuando se limpia las
manos, la estatua de ruda en el poniente
postrero, desnuda por
completo el murmullo
de los pensamientos,
el fuego de las
piedras, la teología de la fe del psicoanálisis
y la madera de la
cual uno está hecho.
Para eso fue la
transparencia en los dedos de la brújula:
desnudar el plomo del
territorio con emuladores decadentes,
desvelar las raíces
que se tornan en piel y en semblante.
Ahí se ve la soledad
como las piedras frente al agua,
al frío roce de la
sangre y los huesos.
Al ver los ojos las
puertas del pecho se abren de sepulcros,
redondas desde el
horizonte interior, gruesas chatarreras
de vidrios —cuerpo
con relojes desnudos, sombreros perdidos
bajo los árboles del
tránsito de la arcilla.
La noche nos da frío
y vuelve nebulosos, los carbones:
de muletas canónigas,
espectros de jaulas ebrias de gafas,
forma vaporosa del
cuerpo hundido que ocupan.
En el picaporte del
búho Ezra Pound cruza el So-Shu
de pájaro incierto,
cruza el yo tumescente de Charles Olson;
«a través de las
aguas estancadas y de los húmedos juncos
de la charca donde,
envuelto en niebla, azulea y ruge
el crimen» …, la
tristeza que nunca huye de la zarza.
Los espejos están ahí
transparentes y desnudos, desnudos.
Pero también nosotros
somos ese mismo vidrio convertido
en página detrás de
los sueños mudos de un pantano.
A veces da terror,
pero es el reflejo mismo —y no el destrozo
estéril de balcones
acurrucados en los calcetines—
de cuanto brilla en
el semblante roído de las reliquias
que testimonian el
espejo de los muertos convertido en raíz.
No hay espejo que se
niegue a ser agua cristalina,
ni cara diferente a
ser su habitada carne.
Al fin es la casa
tendida en los poros.
Todo es real o irreal
según las sombras dibujando el horizonte.
Nada es otra cosa a
la vista de tendederos inalámbricos,
desde dentro el fósil
preservado del horóscopo.
Cuerpo y alma en su
tacto, fantasmas negros:
—nada cambian sino
todos los días del calendario,
el trajín temporal de
las vigas anudadas al crujido del tiempo,
la queja o el
silencio de las ruinas.
Cuando miran, cuando
se ven desde su aliento líquido,
el árbol gime,
indeciso. Gimen los fósiles apolillados.
Nadie sabe en la
semejanza de río,
qué aguas cruzan la
conciencia estremecida del espejo,
qué palabras esconden
las venas del ataúd del búho,
qué hilos del corazón
desembocan y urden nudos
para hacer del miedo
otra vestidura de huesos tenebrosos,
otro rostro sin
vacíos encarnados.
Nadie acepta el
latido de su palidez de extrañas lentejuelas
—esa que la tierra
incendia solitaria a través de bramidos
de pescado, esa que
siendo puerta o ventana
traduce los silencios
en recuerdos.
Los espejos están
ahí, en todas partes, dan vértigo, heridas,
pero nosotros somos
también esos espejos de cementerios;
no hay disfraz que
valga para engendrar ángeles
ni ser caricia ni
simple sueño en embarcaderos analfabetas.
En cada imagen emerge
la fronda del recuerdo,
lentos inviernos,
hélices del verano con su hojarasca de relojes,
—celajes de un mar
hundido
en la concavidad de
los anteojos que cuelgan de las orejas
del aire, versátiles
como un estafador de litografías.
Nada es diferente al
ojo del abismo.
—Abismo de la noche o
del día. Cientos de payasos agolpados.
Luz o sombra se
delatan en el labio:
—espejos de una misma
herida galopante.
Sólo hay una salida
para no permanecer bajo la niebla.
Y esa salida única es
no mirar ni que nos mire el ancla
desbocada de los
cipreses
—esa porfía, digo, de
deshacer los sueños en los ríos,
y hundirse en un
verdor de sombras aparentes.
En cada estadio de
las tormentas, en cada horizonte del ansia,
en cada camisa
extendida en los brazos,
hay infinitos
vitrales, quizás cielo de arrugas,
soles de secretos
fuegos, blancos dilatados,
o negros de ceguera.
Por eso, entre
espejos, cada uno es el suyo,
cada uno al mirarlo o
mirarse, barcos chamuscados,
está rompiendo su
propio interior:
el espejo que es
desde el subsuelo del paisaje.
Del
libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011
©André
Cruchaga
Imagen
Fotografía de André Cruchaga