Páginas

lunes, 28 de octubre de 2024

SOMBRAS INVERTEBRADAS

 

Imagen tomada de Pinterest

SOMBRAS INVERTEBRADAS

 

 

En el ojo de la sombra las tantas aguas invertebradas de los sueños.

⎼⎼Siempre me decís que el tiempo es un juego inasible en las manos.

Y que, en el garabateo del lenguaje, hay un chorro creciente

de sombras, bocas apretadas de espinas,

lavatorios de abundantes ojos, hojas con pedacitos de gusanos,

desbandadas de esquinas como el pulso desbordado de la locura.

Todas las sombras, moribundas, atraviesan inexplicablemente

mi pecho y anuncian su envés de horas.

(No hay una forma exacta para quitarle las estridencias al pecho);

siempre sorprende el paisaje del éter gutural de la catástrofe,

y los cachivaches para la prosperidad de los montepíos

y esa costumbre venenosa de los dientes sobre el desvelo dromedario

y ese duro fruto de la tristeza en tiempos de hambre.

⎼⎼Siempre me decís que la lluvia sobre la tierra es desigual.

Tanto como la herida secular de la flor de las once.

Tanto como el raro paisaje de miel en unos pezones núbiles,

tímidos, verdes.

(Yo te pienso en medio de todos los chiriviscos:

la rosa de la memoria golpea las paredes del aliento hasta deshacer

la hinchazón del cuerpo).

Las sombras, a menudo, las ando como racimos sobre mis hombros.

Por cierto, en el troncón de la mañana,

respiran las calles de polvo y todos los espacios callosos del miedo;

de la gota de humedad, la pelambre tetelque de los pétalos,

la nube dentro del guacal secreto de los ojos, los viejos chunches

del aire en los altares.

Juro que la sombra de claridad trastorna todos los renglones

de fiebre material e inconsciente del enredo.

 

 

Del libro: «Paraíso de la demencia», Barataria, 2016

©André Cruchaga

Imagen tomada de Pinterest


domingo, 6 de octubre de 2024

FRENTE AL ESPEJO, EL BÚHO DE LAUTRÉMONT

André Cruchaga

FRENTE AL ESPEJO, EL BÚHO DE LAUTRÉMONT

 

Por la noche y frente al espejo el búho, Lautréamont encajado,

su carne de espectro desesperado, al parecer impasible

con su mollera de rehén del tiempo.

—cuando se limpia las manos, la estatua de ruda en el poniente

postrero, desnuda por completo el murmullo

de los pensamientos,

el fuego de las piedras, la teología de la fe del psicoanálisis

y la madera de la cual uno está hecho.

Para eso fue la transparencia en los dedos de la brújula:

desnudar el plomo del territorio con emuladores decadentes,

desvelar las raíces que se tornan en piel y en semblante.

Ahí se ve la soledad como las piedras frente al agua,

al frío roce de la sangre y los huesos.

Al ver los ojos las puertas del pecho se abren de sepulcros,

redondas desde el horizonte interior, gruesas chatarreras

de vidrios —cuerpo con relojes desnudos, sombreros perdidos

bajo los árboles del tránsito de la arcilla.

 

La noche nos da frío y vuelve nebulosos, los carbones:

de muletas canónigas, espectros de jaulas ebrias de gafas,

forma vaporosa del cuerpo hundido que ocupan.

En el picaporte del búho Ezra Pound cruza el So-Shu

de pájaro incierto, cruza el yo tumescente de Charles Olson;

«a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos

de la charca donde, envuelto en niebla, azulea y ruge

el crimen» …, la tristeza que nunca huye de la zarza.

Los espejos están ahí transparentes y desnudos, desnudos.

Pero también nosotros somos ese mismo vidrio convertido

en página detrás de los sueños mudos de un pantano.

A veces da terror, pero es el reflejo mismo —y no el destrozo

estéril de balcones acurrucados en los calcetines— 

de cuanto brilla en el semblante roído de las reliquias

que testimonian el espejo de los muertos convertido en raíz.

No hay espejo que se niegue a ser agua cristalina,

ni cara diferente a ser su habitada carne. 

Al fin es la casa tendida en los poros.

Todo es real o irreal según las sombras dibujando el horizonte.

Nada es otra cosa a la vista de tendederos inalámbricos,

desde dentro el fósil preservado del horóscopo.

Cuerpo y alma en su tacto, fantasmas negros:

—nada cambian sino todos los días del calendario,

el trajín temporal de las vigas anudadas al crujido del tiempo,

la queja o el silencio de las ruinas.

 

Cuando miran, cuando se ven desde su aliento líquido,

el árbol gime, indeciso. Gimen los fósiles apolillados.

Nadie sabe en la semejanza de río,

qué aguas cruzan la conciencia estremecida del espejo,

qué palabras esconden las venas del ataúd del búho,

qué hilos del corazón desembocan y urden nudos

para hacer del miedo otra vestidura de huesos tenebrosos,

otro rostro sin vacíos encarnados.

Nadie acepta el latido de su palidez de extrañas lentejuelas

—esa que la tierra incendia solitaria a través de bramidos

de pescado, esa que siendo puerta o ventana

traduce los silencios en recuerdos.

 

Los espejos están ahí, en todas partes, dan vértigo, heridas,

pero nosotros somos también esos espejos de cementerios;

no hay disfraz que valga para engendrar ángeles

ni ser caricia ni simple sueño en embarcaderos analfabetas.

En cada imagen emerge la fronda del recuerdo,

lentos inviernos, hélices del verano con su hojarasca de relojes,

—celajes de un mar hundido

en la concavidad de los anteojos que cuelgan de las orejas

del aire, versátiles como un estafador de litografías.

Nada es diferente al ojo del abismo.

—Abismo de la noche o del día. Cientos de payasos agolpados.

Luz o sombra se delatan en el labio:

—espejos de una misma herida galopante.

Sólo hay una salida para no permanecer bajo la niebla.

Y esa salida única es no mirar ni que nos mire el ancla

desbocada de los cipreses

—esa porfía, digo, de deshacer los sueños en los ríos,

y hundirse en un verdor de sombras aparentes.

 

En cada estadio de las tormentas, en cada horizonte del ansia,

en cada camisa extendida en los brazos,

hay infinitos vitrales, quizás cielo de arrugas,

soles de secretos fuegos, blancos dilatados,

o negros de ceguera.

Por eso, entre espejos, cada uno es el suyo,

cada uno al mirarlo o mirarse, barcos chamuscados,

está rompiendo su propio interior:

 

el espejo que es desde el subsuelo del paisaje.

 

 

Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011

©André Cruchaga

Imagen Fotografía de André Cruchaga


 

miércoles, 2 de octubre de 2024

DIARIO DEL ENTRESUEÑO

 

Imagen Pinterest

DIARIO DEL ENTRESUEÑO

 

Los delirios del búho devoran las aguas de los astros, arrasan con la carne desnuda de la noche, escriben páginas destinadas al bosque. Hablan los espectros en el fluir de sus atormentados sexos; incomodan las lámparas al pie de la nostalgia: cada bruma se vuelve flama ensangrentada, pedazos de memoria toman las formas de los epitafios. Después de contar mis pocas pertenencias que no llegan a ser más que tiliches, quemo los insectos en derredor de mis vestimentas; es extraño caminar largas distancias y encontrarme con las mismas fotografías, las libélulas en columnas, las arañas hundidas en su propio placer de tejedoras, el Bicentenario que parece un retablo de suplicios. Hacia la ventana de los pensamientos, Lautréamont dentro de un pájaro de ceniza, degollado y turbulento en un abismo de conjeturas; luego es preciso embriagarse para soportar la atalaya de los pasos gigantes del descaro y la destrucción. He pensado muchas veces en la Rue Edgard-Poe: sólo me quedaré con los deseos infortunados de caminar en los alrededores de Montparnasse, como en otro tiempo lo hicieron algunos compatriotas. Por ahora, me toca desafiar las fotografías, ver lo desconocido desde el abismo y reírme de las consecuencias de mis propias maldiciones, reírme de un réquiem de bisagras, reírme de las profecías carbonizadas de los agujeros, reírme junto a los cachivaches de un espantapájaros.

 

Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011

©André Cruchaga

Imagen tomada de Pinterest