Páginas

domingo, 6 de octubre de 2024

FRENTE AL ESPEJO, EL BÚHO DE LAUTRÉMONT

André Cruchaga

FRENTE AL ESPEJO, EL BÚHO DE LAUTRÉMONT

 

Por la noche y frente al espejo el búho, Lautréamont encajado,

su carne de espectro desesperado, al parecer impasible

con su mollera de rehén del tiempo.

—cuando se limpia las manos, la estatua de ruda en el poniente

postrero, desnuda por completo el murmullo

de los pensamientos,

el fuego de las piedras, la teología de la fe del psicoanálisis

y la madera de la cual uno está hecho.

Para eso fue la transparencia en los dedos de la brújula:

desnudar el plomo del territorio con emuladores decadentes,

desvelar las raíces que se tornan en piel y en semblante.

Ahí se ve la soledad como las piedras frente al agua,

al frío roce de la sangre y los huesos.

Al ver los ojos las puertas del pecho se abren de sepulcros,

redondas desde el horizonte interior, gruesas chatarreras

de vidrios —cuerpo con relojes desnudos, sombreros perdidos

bajo los árboles del tránsito de la arcilla.

 

La noche nos da frío y vuelve nebulosos, los carbones:

de muletas canónigas, espectros de jaulas ebrias de gafas,

forma vaporosa del cuerpo hundido que ocupan.

En el picaporte del búho Ezra Pound cruza el So-Shu

de pájaro incierto, cruza el yo tumescente de Charles Olson;

«a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos

de la charca donde, envuelto en niebla, azulea y ruge

el crimen» …, la tristeza que nunca huye de la zarza.

Los espejos están ahí transparentes y desnudos, desnudos.

Pero también nosotros somos ese mismo vidrio convertido

en página detrás de los sueños mudos de un pantano.

A veces da terror, pero es el reflejo mismo —y no el destrozo

estéril de balcones acurrucados en los calcetines— 

de cuanto brilla en el semblante roído de las reliquias

que testimonian el espejo de los muertos convertido en raíz.

No hay espejo que se niegue a ser agua cristalina,

ni cara diferente a ser su habitada carne. 

Al fin es la casa tendida en los poros.

Todo es real o irreal según las sombras dibujando el horizonte.

Nada es otra cosa a la vista de tendederos inalámbricos,

desde dentro el fósil preservado del horóscopo.

Cuerpo y alma en su tacto, fantasmas negros:

—nada cambian sino todos los días del calendario,

el trajín temporal de las vigas anudadas al crujido del tiempo,

la queja o el silencio de las ruinas.

 

Cuando miran, cuando se ven desde su aliento líquido,

el árbol gime, indeciso. Gimen los fósiles apolillados.

Nadie sabe en la semejanza de río,

qué aguas cruzan la conciencia estremecida del espejo,

qué palabras esconden las venas del ataúd del búho,

qué hilos del corazón desembocan y urden nudos

para hacer del miedo otra vestidura de huesos tenebrosos,

otro rostro sin vacíos encarnados.

Nadie acepta el latido de su palidez de extrañas lentejuelas

—esa que la tierra incendia solitaria a través de bramidos

de pescado, esa que siendo puerta o ventana

traduce los silencios en recuerdos.

 

Los espejos están ahí, en todas partes, dan vértigo, heridas,

pero nosotros somos también esos espejos de cementerios;

no hay disfraz que valga para engendrar ángeles

ni ser caricia ni simple sueño en embarcaderos analfabetas.

En cada imagen emerge la fronda del recuerdo,

lentos inviernos, hélices del verano con su hojarasca de relojes,

—celajes de un mar hundido

en la concavidad de los anteojos que cuelgan de las orejas

del aire, versátiles como un estafador de litografías.

Nada es diferente al ojo del abismo.

—Abismo de la noche o del día. Cientos de payasos agolpados.

Luz o sombra se delatan en el labio:

—espejos de una misma herida galopante.

Sólo hay una salida para no permanecer bajo la niebla.

Y esa salida única es no mirar ni que nos mire el ancla

desbocada de los cipreses

—esa porfía, digo, de deshacer los sueños en los ríos,

y hundirse en un verdor de sombras aparentes.

 

En cada estadio de las tormentas, en cada horizonte del ansia,

en cada camisa extendida en los brazos,

hay infinitos vitrales, quizás cielo de arrugas,

soles de secretos fuegos, blancos dilatados,

o negros de ceguera.

Por eso, entre espejos, cada uno es el suyo,

cada uno al mirarlo o mirarse, barcos chamuscados,

está rompiendo su propio interior:

 

el espejo que es desde el subsuelo del paisaje.

 

 

Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011

©André Cruchaga

Imagen Fotografía de André Cruchaga


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario