viernes, 16 de agosto de 2024

TRAYECTORIA DE LA VIGILIA

 

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TRAYECTORIA DE LA VIGILIA

 

Pulverizados los ojos, solo las palabras queman los poros:

el olvido no desvía la indigencia; llueve sobre la sombra de la gruta,

en los postigos del fermento,

o en la muerte del tiempo que nos sobrecoge.

Al pie de la vigilia, el apunte rescatado de los sueños.

Ese presagio del náufrago cuando es arrojado a la cruz de la agonía.

Odio la textura de lo sombrío cuando los bostezos magnifican

una suerte de cuerda floja en párpados consumidos

por el tizne de las sombras.

Ahora y siempre hay un jardín en el rumbo de las aguas del río.

 

A veces llueve más fuerte que un grito en la medianoche.

 

Se hinchan los párpados y las especulaciones; saltan los resortes

de la saliva, sobre aquellas distancias salpicada de sangre.

Muerdo el zigzagueo de los calcañales en lo cotidiano.

A oscuras atravesamos

la respiración, las leyes de la orfandad,

la noche de sal, las tumbas y los hospitales alrededor del ansia

del grafito. Vivir importa, aunque uno esté empequeñeciendo.

Dentro de este mundo uno cohabita con ronquidos y zarpazos,

con hambres, armas y petates, con disputas de carroña.

Con el candil asediado, uno espera que la luz sea el azúcar

en un poniente de sueños, no de sombras.

(Alguien me advierte que el alma es un problema).

A veces caminamos sobre la brasa de lo insólito, desamparados

y depredados, por la inmundicia del aliento que otros difunden:

siempre es así cuando la lengua de las especulaciones no nos da asilo;

de otro tiempo, las astillas de la jungla,

y el terror en el signo de interrogación de las ventanas.

Algo es extraño en la flor de la oscuridad, las sienes tienen soles

insondables, y delirios que bien podrían ser un cuadro de Magritte

en plena sombra. O un tejado de pulmonías sobre la esperanza.

Quizás una radiografía de los juguetes que nunca tuvimos,

pero que Anaximandro de Mileto descubrió en «La carta terrestre»,

junto a solsticios y equinoccios y la lucha cíclica de contrarios.

Largas noches en las monedas de mis pupilas, cirios, fantasmas,

que se enrollan en el zumo de mi locura y vuelan sobre hormigas

fosforescentes, amarillos calendarios en paracaídas las sombras

que se difuminan en mis ojos, la vena negra desbordada

de los truenos en esta vigilia sobre el lecho del silencio.

Cierro los ojos para anticiparme al sudario donde se precipitan

campanas, meses, insectos, algunos pájaros que emigran de miedo,

y ese tiempo perdido que uno busca, «À la recherche du temps perdu»,

tal como lo describe Marcel Proust.

(Me avergüenza el harapo agrio de mis palpitaciones la ardua

pobreza de hijo pródigo es terrible el ala plomiza del plato vacío

cuando veo la tierra deslizarse a través de la puerta del grito

velar los goznes de la resistencia y no encontrar sino lo inagotable

del vacío la liturgia de la salmuera y su incurable decrepitud:

en los quicios de la demencia cuelgan relojes de desangrados perros

y calles descarnadas en sus afueras en el reverso

de mis incoherencias las palabras desmoronadas del cascajo).


Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015
©André Cruchaga
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viernes, 9 de agosto de 2024

ANÁFORA DE UN PAÍS EN LA DEMENCIA

 

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ANÁFORA DE UN PAÍS EN LA DEMENCIA

 

Habla la hoja de otoño en la transfiguración irreparable

de los andenes. Hablan los pájaros desde las ventanas.

La perennidad es demasiado adusta para quien siempre está

en marcha. Por ello desdoblo los minutos del instante.

Tras el campanario del mar, suelen haber funerarias

que rompen con el tiempo.

Todas las calles me provocan nostalgias:

en algún rincón las hormigas

agrupan sus reflejos y meditan mientras se escucha la dureza

del sonido del tráfico; la lengua es sorda a la ciudad.

Las palabras cabecean entre tantas sombras desatadas,

la boca sobre la raspadura de una pared que carece de la noción

de tren, del aserradero de las distancias,

y hasta de las yerbas curativas para la disentería.

 

La ciudad nos ahoga junto al tiempo, al agua de los tributos,

a la desnudez que ahora florece en los sonambulismos.

 

De pronto los pasadizos y ventanas sirven para encontrar el horizonte

que se aleja: bosteza el sombrero de copa de los árboles

cuando los arrincona el frío del invierno.

He aprendido las definiciones del porvenir entre paréntesis

y más de alguna exclamación chisporrotea en mis ojos.

(Un país sin homicidios me alejaría de la muerte);

pero sube hasta el cuello, el pespunte de saliva de estos días,

el alfiler de la luz de los semáforos,

o el simple crisantemo que sobrevive en el asfalto.

La noche en su hirviente demencia muerde los vientres y el tórax;

su hermosura como un antifaz de pez en el pantano de fieras

y tropeles se arroja al polvo acumulado en horquetas.

Un epígrafe de peces sería un excelente preámbulo para un poema

de braceos solubles. Hay vientos aquí que desvanecen el relieve;

necesitamos un eclipse de furias para añadirlo al poema.

Necesitamos ojos para no perdernos en los viejos párpados

de los manubrios de un viento continuado de abejas y abejorros.

Necesitamos un pájaro de rascacielos para alejarnos de lo negro.

Quizás para ver la realidad del país sin dejar de soñarlo, así sea

dormidos o despiertos, un crisantemo descolorido de Gorki,

el alero rojo de los árboles de Lenin.

Entre la multitud encendido el sol sobre los techos campesinos,

la ciudad amortajada trazada en una risa de cardos, criatura

que a veces se hace espuma, lluvia antigua de crucifijos.

Ante los pensamientos que se precipitan sobre el asfalto, el cuerpo

profético de los mares, los hijos de la escritura bíblica,

una codorniz de leche en los informes meteorológicos, frente

al diluvio de los días azules, el infierno de dulzura de Madelaine,

«un ejército lleno de desatinos» según Apollinaire.

(Me abofetea la sobremesa de los platos los juegos aventajados

del vinagre y todo ese vértigo del espejo en mi saliva 

—a ratos todo lo que nos parece insaciable es espuma u odio torpe

del tintineo de mi propia miseria debajo de un paraguas

no caben todas las vestiduras ni el giro gozado del horizonte

cuando oscilan en el entrecejo los quejidos en la teoría del columpio

de los ojos se amortajan los brazos resultan exhaustos los periódicos

cuando se circuncidan).

 

Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015

©André Cruchaga

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jueves, 1 de agosto de 2024

VENTANAS DESHOJADAS

 

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VENTANAS DESHOJADAS

 

Los meses, apenas nos dejan los recuerdos de las ventanas

deshojadas entre la última fatiga y los años póstumos de la memoria. 

En el fondo, uno no sabe qué es lo que incuba el humo,

el horizonte escondido del fermentado, los vacíos del pecho

después de las mareas.

Uno siempre es fuente y almácigo para muchos desasimientos.

El hueco hurtado por la flama, la oscuridad adentro.

El tiempo se nos acaba en las hélices del otoño.

 

Antes fue la inocencia en los travesaños del metabolismo;

ahora es la fosa y el grafiti sobre la pared, el bello cuento

de los parpadeos, el caballo de bastos

de lo audible cuando la memoria se rebela contra la fatalidad.

(Yo siempre tengo sueños extraños, muy extraños,

como la aparición de conejos blancos corriendo a mucha prisa,

 tal Alicia, la Alicia de Jorge Carroll.

También tengo puchitos de orugas azules en mi bolsillo,

por si acaso. Uno nunca lo sabe después de los tantos vaivenes

del mercado: aun el mercado de las periferias o la aparente

desviación de los relámpagos. También pienso en la «Rapsodia

en una noche brumosa» de T. S. Eliot).

—Ahora necesito que me dejes olvidarte.

 

No solo alzando la palabra, sino de raíz. Quiero olvidarlo todo.

El olvido quizás sea la mejor cura frente a lo sórdido,

frente a las tantas ausencias, a las dudas,

a los imposibles. «Los años pasaron. Las tormentas murieron.

El mundo se marchó. Yo tenía dolor de sentir

que tu corazón justamente no me percibía más».

Ya no quiero que haya disfraz.  Así podré tocar cualquier puerta.

De pronto se bifurcan las cárceles como caminos de un lenguaje

siniestro, nuestro tiempo es también un ghetto, no una ficción

de Kafka, ni una paradoja de Zenón, salvo las aporías de Baudelaire.

El invierno es nuestra condición de vida, una mitología de piedras

y vitrales, lo más parecido a la comedia de Pierre Corneille.

A menudo me pierdo en la noción de pasado, presente y futuro,

como Platón hay tiempo imaginarios e inexistentes,

enrejados donde solo caben funerarias y no amantes devotos.

La epilepsia de los deshojamientos nos consume y pierde,

Se escuchan canciones en semanas de esqueletos, fúnebres

ventanas sostenidas con cera de parafina.

(Al trasluz de las tantas conspiraciones, el retablo de la tristeza.

A la noche, los mercaderes de la bruma en medio del horizonte.

siempre los falsos estupores y las monstruosidades nos acechan

es terrible despertar entre insomnes derrumbamientos justo

en los costados de lo implacable: todavía laten alrededor

de los párpados las pestañas ciegas de los objetos

y el porvenir sin ninguna garantía desde su cabeza de hambre

escucho las colmenas ahora intermitentes sobre el alacrán de sed

del cuerpo en el murmullo de los fósforos todo el castillo de naipes

de los ríos proféticos y ese abandono sin reserva de los jardines).

 

 

Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015

©André Cruchaga

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