ANÁFORA DE UN PAÍS EN LA DEMENCIA
Habla la hoja de otoño en la transfiguración
irreparable
de los andenes. Hablan los pájaros desde las ventanas.
La perennidad es demasiado adusta para quien siempre
está
en marcha. Por ello desdoblo los minutos del instante.
Tras el campanario del mar, suelen haber funerarias
que rompen con el tiempo.
Todas las calles me provocan nostalgias:
en algún rincón las hormigas
agrupan sus reflejos y meditan mientras se escucha la
dureza
del sonido del tráfico; la lengua es sorda a la
ciudad.
Las palabras cabecean entre tantas sombras desatadas,
la boca sobre la raspadura de una pared que carece de
la noción
de tren, del aserradero de las distancias,
y hasta de las yerbas curativas para la disentería.
La ciudad nos ahoga junto al tiempo, al agua de los
tributos,
a la desnudez que ahora florece en los sonambulismos.
De pronto los pasadizos y ventanas sirven para
encontrar el horizonte
que se aleja: bosteza el sombrero de copa de los
árboles
cuando los arrincona el frío del invierno.
He aprendido las definiciones del porvenir entre
paréntesis
y más de alguna exclamación chisporrotea en mis ojos.
(Un país sin homicidios me
alejaría de la muerte);
pero sube hasta el cuello, el pespunte de saliva de
estos días,
el alfiler de la luz de los semáforos,
o el simple crisantemo que sobrevive en el asfalto.
La noche en su hirviente demencia muerde los vientres
y el tórax;
su hermosura como un antifaz de pez en el pantano de
fieras
y tropeles se arroja al polvo acumulado en horquetas.
Un epígrafe de peces sería un excelente preámbulo para
un poema
de braceos solubles. Hay vientos aquí que desvanecen
el relieve;
necesitamos un eclipse de furias para añadirlo al
poema.
Necesitamos ojos para no perdernos en los viejos
párpados
de los manubrios de un viento continuado de abejas y
abejorros.
Necesitamos un pájaro de rascacielos para alejarnos de
lo negro.
Quizás para ver la realidad del país sin dejar de
soñarlo, así sea
dormidos o despiertos, un crisantemo descolorido de Gorki,
el alero rojo de los árboles de Lenin.
Entre la multitud encendido el sol sobre los techos
campesinos,
la ciudad amortajada trazada en una risa de cardos,
criatura
que a veces se hace espuma, lluvia antigua de
crucifijos.
Ante los pensamientos que se precipitan sobre el
asfalto, el cuerpo
profético de los mares, los hijos de la escritura
bíblica,
una codorniz de leche en los informes meteorológicos,
frente
al diluvio de los días azules, el infierno de dulzura
de Madelaine,
«un ejército lleno de desatinos» según Apollinaire.
(Me abofetea la sobremesa de
los platos los juegos aventajados
del vinagre y todo ese
vértigo del espejo en mi saliva
—a ratos todo lo que nos
parece insaciable es espuma u odio torpe
del tintineo de mi propia
miseria debajo de un paraguas
no caben todas las vestiduras
ni el giro gozado del horizonte
cuando oscilan en el
entrecejo los quejidos en la teoría del columpio
de los ojos se amortajan los
brazos resultan exhaustos los periódicos
cuando se circuncidan).
Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015
©André Cruchaga
Imagen tomada de Pinterest
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