Imagen cogida de la red
MIEDO A LOS UMBRALES
Como el día cansado de ciertos
pájaros, uno no traspasa el umbral del vértigo.
Allí hay ciegos y heridas y hasta
cristales inclinados en las sombras.
Caen o reptan las bocanadas del
aliento, las cucarachas en su círculo interminable
y hasta el vacío de la
locura que nos despierta.
Uno sabe intuir esos lentos
parajes de los pies.
Los miedos desatan sus memorables
cadáveres, los sobresaltos y los antiguos olvidos como los juegos del mordisco
o los tropezones en ayunas.
¿En qué rostros los ojos no
juegan con la noche, ni con el bisturí de la saliva,
ni con cementerios sepultados debajo de
las aguas del presentimiento?
Todavía no puedo olvidar los
péndulos del magma, ni de la noche incendiada
de cuevas, ni del titubeo en la
boca de las baldosas.
Descubro verdades en la tos
perenne de las suposiciones.
En un territorio de cansancios
uno ya no sabe pronunciar palabras: a cada quien
le sustrajeron la ropa y la
alegría, la cobija del día y las certezas.
En la punta del dintel parece
inapelable la zozobra, e inclusive la
mariposa oscura
del aliento o el puchito de huellas astrales del
delirio.
En el fondo de la bruma se lanzan
los cadáveres y quedan sometidos al vacío.
Ningún umbral es tan intenso como
este postigo donde tiembla el dolor.
Ningún destino es tan cierto, al
menos en apariencia, como el de las estatuas.
Existen zonas entristecidas en la
creación de la mirada.
Hoy, o mañana, dejaremos el puñal del extravío, o esos
ruiditos de la orina
en el pedestal disidente de las
esquinas: uno sabe que estas aguas son un telar
de húmedas razones. O si se
quiere un riíto miserable…
Barataria, 2016