lunes, 25 de noviembre de 2024

INSOMNIO ABISAL

Imagen pintura de Willem de Kooning


INSOMNIO ABISAL

 

Me hundo en el grito de ventanas abisales y muerdo la escarcha

que avanza hacia mis insomnios: desde las diademas despeinadas

de los peñones, este otro lado de la hondura sin conciliar el sueño.

Hacia el espinazo del azogue, el fondo caprichoso

de las oblicuidades, deambulan sonidos lechosos de pinzas.

Dilatadas las pupilas, uno trastoca también con desmesura

las lejanías que perciben las pupilas, los remolinos en círculos

que hacen las hojas cuando caen, los trenes descarrilados del antes.

 

—En cierto modo, somos fieles testigos del tiempo,

del otrora rojizo de las herraduras y de los flujos aleatorios del tizne.

Debemos pensar si existe un estanque de patetismos en cada rostro

último de dardos, oscuros azabaches titilan en el aliento.

Nos hiere las sienes el pájaro negro sobre baldosas urbanas de sed,

un florero con peces se vuelve indómito.

Crepitan las hormigas en su red de saliva, estamos allí, bajo

la sombra acallada de la tierra, entre antigüedades que no podemos

descifrar, entre aguas diseccionadas, ebrias de hojalata.

 

Ya no recuerdo si hemos borrado todas las andadas, si llueve aún

en aquel entonces, entre el celofán y el pozo de agua,

entre cogollos áureos de cipreses.

 

Vacíos de azúcar se adentran en el paisaje de sábanas cenagosas.

Este reino de nudos encrudece los absolutos de la materia.

Hay alfileres mortecinos y desvaídos, y pensamientos expuestos

a los féretros, vastas sinuosidades como la pubertad primera.

—Uno huye mientras el juelgo súbito apaga las esquinas de la brasa.

Dentro del sueño aleteamos aquel pájaro ávido de ventanas…

 

 

Del libro: «Paraíso de la demencia», Barataria, 2016

©André Cruchaga

Imagen pintura de Willem de Kooning


 

miércoles, 20 de noviembre de 2024

JUEGO DE CONCAVIDADES

Imagen pintura de Willem de Kooning


 

JUEGO DE CONCAVIDADES

 

 

Un cuchillo de llamas arde en mis sienes, animal difuso y alborotado,

ruidoso de hojas como quemándose entre mis manos,

duro como una estatua, duro como la boca abierta del hambre,

que nunca se paraliza ni tartamudea.

Ninguna palabra cae en el hueco de la respiración de muertes

sumarias, tampoco en los brazos que despiertan del olvido,

en el montículo invertido de los colmillos.

Al parecer el tiempo es un cuerpo disgregado en los brazos,

lluvia respirada en la flor de sed de una boca.

Crecen alrededor de las mañanas callados incensarios de barro.

 

Otra cosa es el círculo atropellado de las alucinaciones circuncidadas

embijarse del tizne secular del movimiento que tienen

las simulaciones, o temblar en el dedal recubierto de parpadeos,

justo en la desnudez paralizada del abismo.

A menudo las concavidades son parte de ese quejido del olvido,

e inclusive de la angustia.

Ninguna oscuridad aquí tiene contrasentido.

 

Siempre lo insólito es profundo como las heridas, innumerable

como la sombra estrafalaria de los presidios adentro de las pupilas.

¿A quién le obedezco para distanciarme de la frustración

de los embudos? En cierto modo, todos los huecos resultan

imposibles en una tinaja destruida por becerros.

 

Arranco mis ojos atados a la noche, derribo litorales en mi aliento,

camino por el mundo y mis zapatos se pierden;

tengo vocación por los guacales en desuso, en sus abolladuras crece

el musgo ahuecado y disperso en su arquitectura.

En las escenas sepulcrales del conjuro, la agonía oscilatoria

de las cucharas, o la pobreza salpicada siempre con manos sucias

y limosnas; con manos sucias la concavidad es restregada

en la cara de la tristeza de tantos comensales que acumulan hambres.

El filo de los ataúdes hiere la niebla, muerde los horcones del fuego,

turba al límite el propio rostro.

Ninguna vida sola, cabe en las sintaxis de mis manos estropeadas

o en una infancia absoluta: una vida es un rostro y muchos silencios;

un camino y varias confusiones, una cercanía entera de murmullos.

«Contemplo el escenario impulsado de fábulas de harina

por el estruendo trepidante de la pólvora verbal» de este vivir

aferrado a la tierra y ser testigo de la infamia y sus disimulos.

La teocracia del cielo, no la tierra brama en astronómicos paraísos.

 

Al final juego con lo que tengo disponible: mi propia vida…

 

 

Del libro: «Paraíso de la demencia», Barataria, 2016

©André Cruchaga

Imagen pintura de Willem de Kooning

lunes, 11 de noviembre de 2024

LUGAR SIN LÍMITES

 

Imagen pintura de Willem de Kooning


LUGAR SIN LÍMITES

 

 

Siempre me encuentro en ese lugar sin límites de guijarros ahí algún manicomio hipotético que me sueña inmundas las calles del infinito con su caligrafía de sal imposible la cara desaseada del sollozo y todos esos equívocos nunca desmentidos de la vida: en el fondo la conciencia es sólo otra especulación de ventanas o un pasatiempo donde juegan al polvo los minutos nunca pasa nada cuando la razón es apenas una fachada mal diseñada del aliento encima le falta el calor de brazos y el secreto de la hoja (siempre hay peligro en el humo de lo insípido en la risa espasmódica y lúgubre de las colillas en todo aquello dibujado instintivamente para morir ¡no! ¡es imposible todo esto! nunca tengo opción para elegir uno a uno los estrangulamientos o en todo caso las travesías de la noche todas esas sombras lascivas y suplicantes el ala sojuzgada) —de pronto me urge el silencio: debo disolver los armarios de la intemperie encenderle una candelita morada al presagio darle un purgante al reverso de las fotografías guardar los excedentes líquidos del vuelo domesticar por si acaso las lámparas del Paraíso dondequiera que camino hay sombras y candelabros y lugares con gargantas de melancolía y bestias agonizando en salmos de cuchillos y océanos de fuego como un médano en el aleteo de los litorales —(nunca pude regresar a tu piel porque tampoco tuve noción de las líneas divisorias del dolor o del olvido: en la tozudez de la deshora siempre las extrañas lenguas de ceniza y la memoria que a ratos desespera por su terquedad) del otro lado del goteo la historia de los días devastados por los muertos es atroz el embuste y su otra manera de suicidar la conciencia más allá del gozo que suscita la blasfemia nunca en definitiva entenderé las monedas degastadas de lo incierto ni los desgarramientos previos a la resurrección del aliento: todo lo humano corroe hasta las pupilas al filo de los andenes casi que todas las melancolías juntas el peñasco ronco del deseo los traspatios ahogados con sus osamentas y una que otra lágrima como una tormenta cayendo sobre las tumbas (más allá tus senos y mis fríos y la paciencia de no renunciar al pretérito) Más allá la boca del fuego en la olla de presión de una jaula bengalas de humo en el ojo desasido de un escarabajo rojos días a la luz de la cópula

 

Del libro: «Paraíso de la demencia», Barataria, 2016

©André Cruchaga

Imagen pintura de Willem de Kooning


viernes, 1 de noviembre de 2024

PENSAMIENTOS AHOGADOS

Imagen tomada de Pinterest

PENSAMIENTOS AHOGADOS

 

No solo el cuerpo y las manos, sino todos los pensamientos

en línea vertical, hacia la disolución total del pájaro de bahareque,

ciego de vivir, o ciego de ser sobreviviente en un silencio de ojos

y de piel absolutos.

Sobre la marcha los esqueletos de los paraguas sustraídos

de ese extraño sitio de atrios infinitos.

A ratos uno siente que se quiere perpetuar la salmuera, el humo

licuado de los gritos, y ese guacal de telarañas como un gusano

enrollado en su viscosidad natural. A ratos se es una metamorfosis.

Tartamudea frente a mis ojos el lenguaje descolorido

de la tartamudez; El hilo de saliva trasluce el largo féretro

de los abanicos, mientras alguien se ejercita hacia dentro

como un atisbo, acaso, para lograr su silencio.

 

Otros habrán de claudicar en el camino junto a candiles desasidos,

junto a esa doctrina incierta de la realidad que sólo cuenta

con paraísos perdidos y diafanidades subyugadas o ilegibles,

miedos, y la certidumbre de las manos vacías.

Crece el deseo de ser oscuridad con el deseo de la bienaventuranza.

Crecen los carnavales y las carrozas, los servicios fúnebres

y los cementerios, una nueva generación de torrecillas virtuales.

Son grandes los flecos de saliva que emergen de la televisión.

 

(Me dicen que hoy en día hay silencios pagados y extrañas novedades.

Siempre está a quemarropa la crudeza de las calles,

el espejo de la huida, o esa sagrada verdad que, al decirla,

puede ser objeto de delito).

 

Hace poco no eran reticentes los tableros del camino.

 

 

Del libro: «Paraíso de la demencia», Barataria, 2016

©André Cruchaga

Imagen tomada de Pinterest

 


 

lunes, 28 de octubre de 2024

SOMBRAS INVERTEBRADAS

 

Imagen tomada de Pinterest

SOMBRAS INVERTEBRADAS

 

 

En el ojo de la sombra las tantas aguas invertebradas de los sueños.

⎼⎼Siempre me decís que el tiempo es un juego inasible en las manos.

Y que, en el garabateo del lenguaje, hay un chorro creciente

de sombras, bocas apretadas de espinas,

lavatorios de abundantes ojos, hojas con pedacitos de gusanos,

desbandadas de esquinas como el pulso desbordado de la locura.

Todas las sombras, moribundas, atraviesan inexplicablemente

mi pecho y anuncian su envés de horas.

(No hay una forma exacta para quitarle las estridencias al pecho);

siempre sorprende el paisaje del éter gutural de la catástrofe,

y los cachivaches para la prosperidad de los montepíos

y esa costumbre venenosa de los dientes sobre el desvelo dromedario

y ese duro fruto de la tristeza en tiempos de hambre.

⎼⎼Siempre me decís que la lluvia sobre la tierra es desigual.

Tanto como la herida secular de la flor de las once.

Tanto como el raro paisaje de miel en unos pezones núbiles,

tímidos, verdes.

(Yo te pienso en medio de todos los chiriviscos:

la rosa de la memoria golpea las paredes del aliento hasta deshacer

la hinchazón del cuerpo).

Las sombras, a menudo, las ando como racimos sobre mis hombros.

Por cierto, en el troncón de la mañana,

respiran las calles de polvo y todos los espacios callosos del miedo;

de la gota de humedad, la pelambre tetelque de los pétalos,

la nube dentro del guacal secreto de los ojos, los viejos chunches

del aire en los altares.

Juro que la sombra de claridad trastorna todos los renglones

de fiebre material e inconsciente del enredo.

 

 

Del libro: «Paraíso de la demencia», Barataria, 2016

©André Cruchaga

Imagen tomada de Pinterest


domingo, 6 de octubre de 2024

FRENTE AL ESPEJO, EL BÚHO DE LAUTRÉMONT

André Cruchaga

FRENTE AL ESPEJO, EL BÚHO DE LAUTRÉMONT

 

Por la noche y frente al espejo el búho, Lautréamont encajado,

su carne de espectro desesperado, al parecer impasible

con su mollera de rehén del tiempo.

—cuando se limpia las manos, la estatua de ruda en el poniente

postrero, desnuda por completo el murmullo

de los pensamientos,

el fuego de las piedras, la teología de la fe del psicoanálisis

y la madera de la cual uno está hecho.

Para eso fue la transparencia en los dedos de la brújula:

desnudar el plomo del territorio con emuladores decadentes,

desvelar las raíces que se tornan en piel y en semblante.

Ahí se ve la soledad como las piedras frente al agua,

al frío roce de la sangre y los huesos.

Al ver los ojos las puertas del pecho se abren de sepulcros,

redondas desde el horizonte interior, gruesas chatarreras

de vidrios —cuerpo con relojes desnudos, sombreros perdidos

bajo los árboles del tránsito de la arcilla.

 

La noche nos da frío y vuelve nebulosos, los carbones:

de muletas canónigas, espectros de jaulas ebrias de gafas,

forma vaporosa del cuerpo hundido que ocupan.

En el picaporte del búho Ezra Pound cruza el So-Shu

de pájaro incierto, cruza el yo tumescente de Charles Olson;

«a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos

de la charca donde, envuelto en niebla, azulea y ruge

el crimen» …, la tristeza que nunca huye de la zarza.

Los espejos están ahí transparentes y desnudos, desnudos.

Pero también nosotros somos ese mismo vidrio convertido

en página detrás de los sueños mudos de un pantano.

A veces da terror, pero es el reflejo mismo —y no el destrozo

estéril de balcones acurrucados en los calcetines— 

de cuanto brilla en el semblante roído de las reliquias

que testimonian el espejo de los muertos convertido en raíz.

No hay espejo que se niegue a ser agua cristalina,

ni cara diferente a ser su habitada carne. 

Al fin es la casa tendida en los poros.

Todo es real o irreal según las sombras dibujando el horizonte.

Nada es otra cosa a la vista de tendederos inalámbricos,

desde dentro el fósil preservado del horóscopo.

Cuerpo y alma en su tacto, fantasmas negros:

—nada cambian sino todos los días del calendario,

el trajín temporal de las vigas anudadas al crujido del tiempo,

la queja o el silencio de las ruinas.

 

Cuando miran, cuando se ven desde su aliento líquido,

el árbol gime, indeciso. Gimen los fósiles apolillados.

Nadie sabe en la semejanza de río,

qué aguas cruzan la conciencia estremecida del espejo,

qué palabras esconden las venas del ataúd del búho,

qué hilos del corazón desembocan y urden nudos

para hacer del miedo otra vestidura de huesos tenebrosos,

otro rostro sin vacíos encarnados.

Nadie acepta el latido de su palidez de extrañas lentejuelas

—esa que la tierra incendia solitaria a través de bramidos

de pescado, esa que siendo puerta o ventana

traduce los silencios en recuerdos.

 

Los espejos están ahí, en todas partes, dan vértigo, heridas,

pero nosotros somos también esos espejos de cementerios;

no hay disfraz que valga para engendrar ángeles

ni ser caricia ni simple sueño en embarcaderos analfabetas.

En cada imagen emerge la fronda del recuerdo,

lentos inviernos, hélices del verano con su hojarasca de relojes,

—celajes de un mar hundido

en la concavidad de los anteojos que cuelgan de las orejas

del aire, versátiles como un estafador de litografías.

Nada es diferente al ojo del abismo.

—Abismo de la noche o del día. Cientos de payasos agolpados.

Luz o sombra se delatan en el labio:

—espejos de una misma herida galopante.

Sólo hay una salida para no permanecer bajo la niebla.

Y esa salida única es no mirar ni que nos mire el ancla

desbocada de los cipreses

—esa porfía, digo, de deshacer los sueños en los ríos,

y hundirse en un verdor de sombras aparentes.

 

En cada estadio de las tormentas, en cada horizonte del ansia,

en cada camisa extendida en los brazos,

hay infinitos vitrales, quizás cielo de arrugas,

soles de secretos fuegos, blancos dilatados,

o negros de ceguera.

Por eso, entre espejos, cada uno es el suyo,

cada uno al mirarlo o mirarse, barcos chamuscados,

está rompiendo su propio interior:

 

el espejo que es desde el subsuelo del paisaje.

 

 

Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011

©André Cruchaga

Imagen Fotografía de André Cruchaga


 

miércoles, 2 de octubre de 2024

DIARIO DEL ENTRESUEÑO

 

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DIARIO DEL ENTRESUEÑO

 

Los delirios del búho devoran las aguas de los astros, arrasan con la carne desnuda de la noche, escriben páginas destinadas al bosque. Hablan los espectros en el fluir de sus atormentados sexos; incomodan las lámparas al pie de la nostalgia: cada bruma se vuelve flama ensangrentada, pedazos de memoria toman las formas de los epitafios. Después de contar mis pocas pertenencias que no llegan a ser más que tiliches, quemo los insectos en derredor de mis vestimentas; es extraño caminar largas distancias y encontrarme con las mismas fotografías, las libélulas en columnas, las arañas hundidas en su propio placer de tejedoras, el Bicentenario que parece un retablo de suplicios. Hacia la ventana de los pensamientos, Lautréamont dentro de un pájaro de ceniza, degollado y turbulento en un abismo de conjeturas; luego es preciso embriagarse para soportar la atalaya de los pasos gigantes del descaro y la destrucción. He pensado muchas veces en la Rue Edgard-Poe: sólo me quedaré con los deseos infortunados de caminar en los alrededores de Montparnasse, como en otro tiempo lo hicieron algunos compatriotas. Por ahora, me toca desafiar las fotografías, ver lo desconocido desde el abismo y reírme de las consecuencias de mis propias maldiciones, reírme de un réquiem de bisagras, reírme de las profecías carbonizadas de los agujeros, reírme junto a los cachivaches de un espantapájaros.

 

Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011

©André Cruchaga

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domingo, 22 de septiembre de 2024

ACTO DE FE

 

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ACTO DE FE

 

Noches sin fin

Lentamente, lentamente las agujas tornan la noche en alba…

HENRI MICHAUX

 

 

Una somnolencia de polvo abre las persianas de las pupilas;

el sopor del contra invierno sigue mordiendo el horóscopo.

En unas gotas de neblina intento salvarme de los últimos días

y echar a la suerte este calor que hace sangrar el alma.

Desde tiempos remotos hay una embestida de gaviotas,

pelambres que lamen la penuria, dinteles lamidos

por la intemperie, un pez cosido en sus aletas, arcos negros.

 

Crepúsculos encendidos lamen la atmósfera con antiguos

relámpagos de abisales acequias.

Resuena la palabra de Dios sobre un nicho de pantanos.

Prófugo el velero de los amuletos, el chapoteo de pezuñas

en el infinito, la vulgaridad cada vez se hace turba.

En el infortunio de una mirada trágica se resarcirá una hogaza

de esperanza y una democracia sin muletas.

 

(Cualquiera puede ver las luciérnagas de la Vía Láctea

a través de su imaginario, y los millones de rostros invisibles

en la conciencia del tiempo.

También se ven los grandes hangares donde los niños lloran,

cuando la orfandad les quema las pupilas y el dolor se yergue

como única riqueza, extraña riqueza robándose el aire

y las almohadas).

 

Hasta cuándo serán las manos invisibles del universo,

o, por el contrario, la alacena para refrescar la historia

del presente ese futuro incierto al cual invocamos

con todos los ángeles encarnados a kilómetros luz del fuego

vital de nuestro forcejeo.

 

Ya la lluvia ha caído en raciones diarias de agonía.

 

Ya el confeti de la hojarasca ha lamido nuestros rostros

con su profundo libro en sepia,

ya los fósiles crecieron en su liturgia de siglos utópicos.

Ahora es necesario explorar en la frente de los pájaros:

nacer en la simplicidad del hálito perdurable,

en los meses de las raíces, en la rama

de los espejos hasta poner en su perennidad el agua de los ríos.

 

Nada es más cruel que una casa habitada y sin mañanas,

sin saber que la luz —en su jardín milagroso—

nos puede sacar de las osamentas,

y elevar nuestros días a escenas de sábanas limpias.

Nada es más gratificante que recrearse en los ojos de los niños

y ver la hamaca de luciérnagas de sus brazos,

su boca de relámpagos deshaciendo la somnolencia,

su pequeña sucesión de umbrales,

despertar sin el despojo umbilical del caos y el vejamen,

sin la intensa salmuera de la basura.

Tenemos tiempos de jugar a la noche y a sus trenzas desasidas.

A sus golpes redondos, o cóncavos.

 

(Nuestro íntimo lamento es de la tierra: ahí nos hundimos

divididos en dolor y alegrías. Habremos de tener paciencia).

El viento ha hecho cuevas en la tumba de la conciencia.

Nos toca descorrer la nada, las esquinas del veneno,

el titubeo de las colillas, las puertas cerradas del espíritu,

los rostros cruzando

persianas de olvidados muros de lamentaciones.

 

Y desde allí, imaginar los relojes con agujas limpias.

Imaginar que la vida es una puerta sin cerraduras.

 

Y desde allí ni féretros ni tumbas ni puñales con salmuera.

Y desde allí, el día, el principio del fuego,

el principio del agua con estampas de fortificada razón,

sin nadie que sangre páginas heridas.

 

La boca sin espinas es posible. Es posible la mesa y la risa.

Es posible el sendero sin estiércol en calendarios tribales.

Es posible el aire jugando a pájaro,

                                             a dóciles mañanas de cosecha.

 

El amor es posible con sus peces de curiosa premura.

 

El amor es posible aún entre las paredes oscuras del abuso,

en los túneles donde las sombras se vuelven espadas.

Aún en esta noche donde la lluvia arrecia con taza de mendigo

y los antiguos dioses

todavía supuran en manuales de aviesas pasiones,

                                 es posible ser uno derribando el odio.


Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011
©André Cruchaga

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jueves, 12 de septiembre de 2024

TIEMPO DE SIGILOS

 

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TIEMPO DE SIGILOS

 

 

En la noche

Cuando las llamas alucinantes de las pesadillas reclaman

El silencio

Cuando los muros blandos de la realidad se estrechan

No saben que los perfumes de mis días mueren en mi lengua…

JOYCE MANSOUR

 

 

Bajo la lluvia este andar sigiloso del tiempo, tiempo de muertes

e inequidad —figuras ecuestres entre los lienzos del agua,

campanarios de dilatado bronce, paredes de barro gastadas,

horcones con la polilla a cuestas de los corderos de Cristo,

calles sin más novedad que las piedras mudas

de tanto sopesar bueyes de sordos cascos.

 

La respiración sacude el agua de los huesos,

la de los párpados que salen a goterones,

sin ser manantial para reflejar todas las estrellas del planeta.

Sin ser ojos, ni fuego, sino herida:

—herida desde el corazón hasta el rostro,

heridas desde el cuerpo hasta el sueño, hasta las venas.

 

El surco de las alas se anuda a los deseos, la soledad en soledad

de los deseos, los días para lavar la cruz, el infierno.

El agua muerde con su guitarra desmedida,

esta casa vacía que aspira a un reino más humano:

—casa terrestre, íntima, desnuda. Casa de pobre y enferma.

La lluvia, también, gritan las flechas de su fosforescencia

y la brisa fría vuela como un pájaro aterido bajo las caderas

de las nubes, bajo el día hecho de espuma o de cinc,

bajo estas sienes donde los potreros se ensanchan y arquean,

un arco iris de ilusiones y dudosas semillas.

 

La sonrisa de sus hilos toca mi boca hasta llenar el pecho.

Y aunque no hay estrellas ni sol, su masa transparente,

torna mi alma en un cielo de vívido cordaje.

Después queda la huella en las calles y en la memoria:

violines de gotas alrededor de las piedras,

ropas empapadas en paralelo a las anclas borrosas

de las inclemencias, flautas donde la ternura toca la infancia

con sus barcos de póstumo cielo,

—esa infancia mía que a veces me duele como un tropezón,

o me quema en su hervor de café espeso.

 

Si esta lluvia pudiera llevarme en su tren a lugares sin esquinas,

encima de un paraguas, contando las palabras

hasta hacerlas techumbre y juventud,

y no chatarras de un mundo donde nadie se entiende.

Bajo la lluvia, estos anteojos míos buscando

lavar el aliento del aire

y la lengua fría de las puertas de hierro;

yo siempre quise subirme a las estatuas por cuenta propia,

para saber si sus trajes se mojan como los míos

hechos de absurdo rocío, hechos de penas,

hechos de sudor.

 

La intemperie ha mordido mi carne. Ha lavado mis telarañas,

y comido a la mesa conmigo pedazos de crepúsculo.

Bajo la inminencia un crepúsculo de miedos, nadie en la mueca

de los jardines, nadie entre rizos de bruma.

 

Toda su fuerza se ha vuelto cómplice conmigo, silueta confusa 

desde aquellos años sin zapatos, con una madre desempleada

y con una preñez de batallas diarias por librar.

Entre sus escombros de hojarasca, escribía sobre las paredes.

Allí almorzaba la esperanza junto a mi madre,

Crecida de raíces y costuras y sábanas de herrumbre.

Desde entonces ese sonido, —el de la lluvia—, de la máquina

Singer, confuso regocijo, lo llevo como la sangre

de mis ancestros, un árbol con mi nombre.

Un territorio donde mi madre establecía su dolor de lenta sombra,

el propio alimento.

Lo demás es nostalgia, y mundo extraño todavía.

 

Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011

©André Cruchaga

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