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jueves, 12 de septiembre de 2024

TIEMPO DE SIGILOS

 

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TIEMPO DE SIGILOS

 

 

En la noche

Cuando las llamas alucinantes de las pesadillas reclaman

El silencio

Cuando los muros blandos de la realidad se estrechan

No saben que los perfumes de mis días mueren en mi lengua…

JOYCE MANSOUR

 

 

Bajo la lluvia este andar sigiloso del tiempo, tiempo de muertes

e inequidad —figuras ecuestres entre los lienzos del agua,

campanarios de dilatado bronce, paredes de barro gastadas,

horcones con la polilla a cuestas de los corderos de Cristo,

calles sin más novedad que las piedras mudas

de tanto sopesar bueyes de sordos cascos.

 

La respiración sacude el agua de los huesos,

la de los párpados que salen a goterones,

sin ser manantial para reflejar todas las estrellas del planeta.

Sin ser ojos, ni fuego, sino herida:

—herida desde el corazón hasta el rostro,

heridas desde el cuerpo hasta el sueño, hasta las venas.

 

El surco de las alas se anuda a los deseos, la soledad en soledad

de los deseos, los días para lavar la cruz, el infierno.

El agua muerde con su guitarra desmedida,

esta casa vacía que aspira a un reino más humano:

—casa terrestre, íntima, desnuda. Casa de pobre y enferma.

La lluvia, también, gritan las flechas de su fosforescencia

y la brisa fría vuela como un pájaro aterido bajo las caderas

de las nubes, bajo el día hecho de espuma o de cinc,

bajo estas sienes donde los potreros se ensanchan y arquean,

un arco iris de ilusiones y dudosas semillas.

 

La sonrisa de sus hilos toca mi boca hasta llenar el pecho.

Y aunque no hay estrellas ni sol, su masa transparente,

torna mi alma en un cielo de vívido cordaje.

Después queda la huella en las calles y en la memoria:

violines de gotas alrededor de las piedras,

ropas empapadas en paralelo a las anclas borrosas

de las inclemencias, flautas donde la ternura toca la infancia

con sus barcos de póstumo cielo,

—esa infancia mía que a veces me duele como un tropezón,

o me quema en su hervor de café espeso.

 

Si esta lluvia pudiera llevarme en su tren a lugares sin esquinas,

encima de un paraguas, contando las palabras

hasta hacerlas techumbre y juventud,

y no chatarras de un mundo donde nadie se entiende.

Bajo la lluvia, estos anteojos míos buscando

lavar el aliento del aire

y la lengua fría de las puertas de hierro;

yo siempre quise subirme a las estatuas por cuenta propia,

para saber si sus trajes se mojan como los míos

hechos de absurdo rocío, hechos de penas,

hechos de sudor.

 

La intemperie ha mordido mi carne. Ha lavado mis telarañas,

y comido a la mesa conmigo pedazos de crepúsculo.

Bajo la inminencia un crepúsculo de miedos, nadie en la mueca

de los jardines, nadie entre rizos de bruma.

 

Toda su fuerza se ha vuelto cómplice conmigo, silueta confusa 

desde aquellos años sin zapatos, con una madre desempleada

y con una preñez de batallas diarias por librar.

Entre sus escombros de hojarasca, escribía sobre las paredes.

Allí almorzaba la esperanza junto a mi madre,

Crecida de raíces y costuras y sábanas de herrumbre.

Desde entonces ese sonido, —el de la lluvia—, de la máquina

Singer, confuso regocijo, lo llevo como la sangre

de mis ancestros, un árbol con mi nombre.

Un territorio donde mi madre establecía su dolor de lenta sombra,

el propio alimento.

Lo demás es nostalgia, y mundo extraño todavía.

 

Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011

©André Cruchaga

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domingo, 1 de septiembre de 2024

PÁJAROS DE CHAGALL

 

Marc Chagall

PÁJAROS DE CHAGALL

 

En un conglomerado de linternas los pájaros de Chagall

abren el alba sin los bisturíes de los andenes;

ellos en desbandada arrastran la breña de las nubes

y la ortopedia de hostias del vuelo secular.

En todas partes el día los envuelve entre ramas leporinas

—es otro reino ávido con estaciones, pero sin escalinatas

donde no hay niños huérfanos,

ni la noche los ahoga en sus aguas profundas.

Hay pájaros que traen en sus alas inútiles arrugas,

trozos de plomo en la memoria,

miedos salpicados de esquirlas abisales

y sin embargo vuelan.

Jamás el olvido los delata o los derrota, almas abrazadoras;

jamás la intemperie les niega el desayuno;

tampoco les falta la risa cotidiana, el rescoldo lluvioso

que no se ve en los periódicos.

 

Siempre en la brasa del arco iris beben los colores

de las palabras, levitan en un silbido de pupilas, levitan;

a menudo se exilian en la ceniza de la niebla,

en la brújula del musgo cuando los despierta el frío,

los gestos amarillos de la mañana les quitan la mordaza:

—la luz en espigas asciende desde las raíces

convertida en implacable sed.

 

Hay pájaros derritiéndose los sueños, en la providencia:

de algún jardín hostias blancas radicadas en el cielo.

Hay pájaros negros y nadie los ve en la noche fundida

en los ojos ni frente a la incandescencia.

Uno admira su transparencia alada, pese a lo inhóspito,

el escapulario incesante de sus plumas,

su geometría en las pupilas al límite de los estragos cotidianos

como una imagen de instantánea fotografía.

Cruzan el horizonte de los alquimistas de la retórica

y lo copian en los espejos de la Nada;

las nubes pestañean con los objetos pesados del aire.

A veces parece locura todo ese escenario

planetario donde las probabilidades están próximas

a la locura y también a las madrigueras de artefactos

con salvoconductos para retorcer la Esperanza.

Según las profecías de la melancolía desnudan las antípodas

con sus alas, rozan el trópico de piel del harapo.

 

Los pájaros duermen ahora en las axilas de las cornisas,

porque los árboles ya no son la obra maestra

ni la cama para obscenas esperas, madrugada de gallos

domésticos donde ojos y manos agotan sus papeles.

 

En otro tiempo de seguro fueron un libro abierto.

Ahora están en pequeñas jaulas o simplemente no existen.

Se los tragó la noche del mal humor,

el egoísmo absurdo,

la noche del planeta con sus vigías sin lenguaje.

En medio de las espigas he visto descender

su saliva transparente y húmeda.

 

Cazadores en su lava, huella del fusil sobre la piedra,

ideogramas sin estatuas sobre la espuma del mar,

cuerpos desnudos suspendidos en los adjetivos del respiro

o el recuerdo, cuerpos frente a la voracidad sin que nadie

los cobije, el mismo ultraje de sobras de la historia.

En el litoral de las lámparas cambian el velo de su siesta

por teoremas de suculentos manteles

—mares negros trazan laberintos en el pecho.

Cielos oscuros elevan sus códigos de revólveres.

 

Mares más allá de la arena del eco, mares de la maleza

y el desdén —mares donde se abre el oleaje de la muerte.

 

A veces el vuelo de los pájaros se torna «lámparas de fuego».

Sonido y sangre viajan en el alfabeto,

agua y luz indagan el lenguaje insomne del mundo,

noche y día lubrican la historia que de a poco se desvanece

y tallan de texturas

la queja muda del desasosiego.

En cada estación los pájaros se mueven entre paradojas:

paradojas del tiempo con fisuras e insaciable

que la arcilla consagra en bisagras desde los pies

hasta la sobrevivencia.

 

La perversidad de los excrementos y el fascismo los aniquila

cuando el grito toscamente se vuelve señal

de feroces rieles encallados en el hueco de las mamposterías.

Para no morir agotados en los nidos

ni en la rabia de las armas,

ellos repican su voz en una campana de espejos,

así sobreviven a los domingos y a los sofismas.

Más allá donde se cierra el horizonte al ojo humano,

los pájaros siguen con su eterna virtud:

—volar con ferviente ansia hasta tocar la resurrección del gozo

y hacer de la entraña resonancia de ventanas…

Sé que el vuelo nunca olvida sus raíces y vuelve por un poco de luz,

vuelve aun entre frutas en desuso a cruzar los ojos,

la vida: su memoria es la memoria colectiva de huella

y mástiles, creyentes de la redención del vuelo.

En cualquier lugar nacen y existen, son todas las infancias

que se niegan a morir en boca de hienas.


Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011

©André Cruchaga

Imagen Marc Chagall


viernes, 16 de agosto de 2024

TRAYECTORIA DE LA VIGILIA

 

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TRAYECTORIA DE LA VIGILIA

 

Pulverizados los ojos, solo las palabras queman los poros:

el olvido no desvía la indigencia; llueve sobre la sombra de la gruta,

en los postigos del fermento,

o en la muerte del tiempo que nos sobrecoge.

Al pie de la vigilia, el apunte rescatado de los sueños.

Ese presagio del náufrago cuando es arrojado a la cruz de la agonía.

Odio la textura de lo sombrío cuando los bostezos magnifican

una suerte de cuerda floja en párpados consumidos

por el tizne de las sombras.

Ahora y siempre hay un jardín en el rumbo de las aguas del río.

 

A veces llueve más fuerte que un grito en la medianoche.

 

Se hinchan los párpados y las especulaciones; saltan los resortes

de la saliva, sobre aquellas distancias salpicada de sangre.

Muerdo el zigzagueo de los calcañales en lo cotidiano.

A oscuras atravesamos

la respiración, las leyes de la orfandad,

la noche de sal, las tumbas y los hospitales alrededor del ansia

del grafito. Vivir importa, aunque uno esté empequeñeciendo.

Dentro de este mundo uno cohabita con ronquidos y zarpazos,

con hambres, armas y petates, con disputas de carroña.

Con el candil asediado, uno espera que la luz sea el azúcar

en un poniente de sueños, no de sombras.

(Alguien me advierte que el alma es un problema).

A veces caminamos sobre la brasa de lo insólito, desamparados

y depredados, por la inmundicia del aliento que otros difunden:

siempre es así cuando la lengua de las especulaciones no nos da asilo;

de otro tiempo, las astillas de la jungla,

y el terror en el signo de interrogación de las ventanas.

Algo es extraño en la flor de la oscuridad, las sienes tienen soles

insondables, y delirios que bien podrían ser un cuadro de Magritte

en plena sombra. O un tejado de pulmonías sobre la esperanza.

Quizás una radiografía de los juguetes que nunca tuvimos,

pero que Anaximandro de Mileto descubrió en «La carta terrestre»,

junto a solsticios y equinoccios y la lucha cíclica de contrarios.

Largas noches en las monedas de mis pupilas, cirios, fantasmas,

que se enrollan en el zumo de mi locura y vuelan sobre hormigas

fosforescentes, amarillos calendarios en paracaídas las sombras

que se difuminan en mis ojos, la vena negra desbordada

de los truenos en esta vigilia sobre el lecho del silencio.

Cierro los ojos para anticiparme al sudario donde se precipitan

campanas, meses, insectos, algunos pájaros que emigran de miedo,

y ese tiempo perdido que uno busca, «À la recherche du temps perdu»,

tal como lo describe Marcel Proust.

(Me avergüenza el harapo agrio de mis palpitaciones la ardua

pobreza de hijo pródigo es terrible el ala plomiza del plato vacío

cuando veo la tierra deslizarse a través de la puerta del grito

velar los goznes de la resistencia y no encontrar sino lo inagotable

del vacío la liturgia de la salmuera y su incurable decrepitud:

en los quicios de la demencia cuelgan relojes de desangrados perros

y calles descarnadas en sus afueras en el reverso

de mis incoherencias las palabras desmoronadas del cascajo).


Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015
©André Cruchaga
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viernes, 9 de agosto de 2024

ANÁFORA DE UN PAÍS EN LA DEMENCIA

 

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ANÁFORA DE UN PAÍS EN LA DEMENCIA

 

Habla la hoja de otoño en la transfiguración irreparable

de los andenes. Hablan los pájaros desde las ventanas.

La perennidad es demasiado adusta para quien siempre está

en marcha. Por ello desdoblo los minutos del instante.

Tras el campanario del mar, suelen haber funerarias

que rompen con el tiempo.

Todas las calles me provocan nostalgias:

en algún rincón las hormigas

agrupan sus reflejos y meditan mientras se escucha la dureza

del sonido del tráfico; la lengua es sorda a la ciudad.

Las palabras cabecean entre tantas sombras desatadas,

la boca sobre la raspadura de una pared que carece de la noción

de tren, del aserradero de las distancias,

y hasta de las yerbas curativas para la disentería.

 

La ciudad nos ahoga junto al tiempo, al agua de los tributos,

a la desnudez que ahora florece en los sonambulismos.

 

De pronto los pasadizos y ventanas sirven para encontrar el horizonte

que se aleja: bosteza el sombrero de copa de los árboles

cuando los arrincona el frío del invierno.

He aprendido las definiciones del porvenir entre paréntesis

y más de alguna exclamación chisporrotea en mis ojos.

(Un país sin homicidios me alejaría de la muerte);

pero sube hasta el cuello, el pespunte de saliva de estos días,

el alfiler de la luz de los semáforos,

o el simple crisantemo que sobrevive en el asfalto.

La noche en su hirviente demencia muerde los vientres y el tórax;

su hermosura como un antifaz de pez en el pantano de fieras

y tropeles se arroja al polvo acumulado en horquetas.

Un epígrafe de peces sería un excelente preámbulo para un poema

de braceos solubles. Hay vientos aquí que desvanecen el relieve;

necesitamos un eclipse de furias para añadirlo al poema.

Necesitamos ojos para no perdernos en los viejos párpados

de los manubrios de un viento continuado de abejas y abejorros.

Necesitamos un pájaro de rascacielos para alejarnos de lo negro.

Quizás para ver la realidad del país sin dejar de soñarlo, así sea

dormidos o despiertos, un crisantemo descolorido de Gorki,

el alero rojo de los árboles de Lenin.

Entre la multitud encendido el sol sobre los techos campesinos,

la ciudad amortajada trazada en una risa de cardos, criatura

que a veces se hace espuma, lluvia antigua de crucifijos.

Ante los pensamientos que se precipitan sobre el asfalto, el cuerpo

profético de los mares, los hijos de la escritura bíblica,

una codorniz de leche en los informes meteorológicos, frente

al diluvio de los días azules, el infierno de dulzura de Madelaine,

«un ejército lleno de desatinos» según Apollinaire.

(Me abofetea la sobremesa de los platos los juegos aventajados

del vinagre y todo ese vértigo del espejo en mi saliva 

—a ratos todo lo que nos parece insaciable es espuma u odio torpe

del tintineo de mi propia miseria debajo de un paraguas

no caben todas las vestiduras ni el giro gozado del horizonte

cuando oscilan en el entrecejo los quejidos en la teoría del columpio

de los ojos se amortajan los brazos resultan exhaustos los periódicos

cuando se circuncidan).

 

Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015

©André Cruchaga

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jueves, 1 de agosto de 2024

VENTANAS DESHOJADAS

 

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VENTANAS DESHOJADAS

 

Los meses, apenas nos dejan los recuerdos de las ventanas

deshojadas entre la última fatiga y los años póstumos de la memoria. 

En el fondo, uno no sabe qué es lo que incuba el humo,

el horizonte escondido del fermentado, los vacíos del pecho

después de las mareas.

Uno siempre es fuente y almácigo para muchos desasimientos.

El hueco hurtado por la flama, la oscuridad adentro.

El tiempo se nos acaba en las hélices del otoño.

 

Antes fue la inocencia en los travesaños del metabolismo;

ahora es la fosa y el grafiti sobre la pared, el bello cuento

de los parpadeos, el caballo de bastos

de lo audible cuando la memoria se rebela contra la fatalidad.

(Yo siempre tengo sueños extraños, muy extraños,

como la aparición de conejos blancos corriendo a mucha prisa,

 tal Alicia, la Alicia de Jorge Carroll.

También tengo puchitos de orugas azules en mi bolsillo,

por si acaso. Uno nunca lo sabe después de los tantos vaivenes

del mercado: aun el mercado de las periferias o la aparente

desviación de los relámpagos. También pienso en la «Rapsodia

en una noche brumosa» de T. S. Eliot).

—Ahora necesito que me dejes olvidarte.

 

No solo alzando la palabra, sino de raíz. Quiero olvidarlo todo.

El olvido quizás sea la mejor cura frente a lo sórdido,

frente a las tantas ausencias, a las dudas,

a los imposibles. «Los años pasaron. Las tormentas murieron.

El mundo se marchó. Yo tenía dolor de sentir

que tu corazón justamente no me percibía más».

Ya no quiero que haya disfraz.  Así podré tocar cualquier puerta.

De pronto se bifurcan las cárceles como caminos de un lenguaje

siniestro, nuestro tiempo es también un ghetto, no una ficción

de Kafka, ni una paradoja de Zenón, salvo las aporías de Baudelaire.

El invierno es nuestra condición de vida, una mitología de piedras

y vitrales, lo más parecido a la comedia de Pierre Corneille.

A menudo me pierdo en la noción de pasado, presente y futuro,

como Platón hay tiempo imaginarios e inexistentes,

enrejados donde solo caben funerarias y no amantes devotos.

La epilepsia de los deshojamientos nos consume y pierde,

Se escuchan canciones en semanas de esqueletos, fúnebres

ventanas sostenidas con cera de parafina.

(Al trasluz de las tantas conspiraciones, el retablo de la tristeza.

A la noche, los mercaderes de la bruma en medio del horizonte.

siempre los falsos estupores y las monstruosidades nos acechan

es terrible despertar entre insomnes derrumbamientos justo

en los costados de lo implacable: todavía laten alrededor

de los párpados las pestañas ciegas de los objetos

y el porvenir sin ninguna garantía desde su cabeza de hambre

escucho las colmenas ahora intermitentes sobre el alacrán de sed

del cuerpo en el murmullo de los fósforos todo el castillo de naipes

de los ríos proféticos y ese abandono sin reserva de los jardines).

 

 

Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015

©André Cruchaga

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martes, 23 de julio de 2024

ORFANDAD TEMPRANA

 

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ORFANDAD TEMPRANA

 

Mientras ardía en mí, la orfandad temprana en la tierra, la sombra

del despojo y el hambre. Debajo de los cascos del aliento,

el principio y el final al mismo tiempo derribados.

Siempre descalzo y desnudo a la orilla del río y el lupanar.

Oscuro el cierzo y los huesos.  Oscuro de avidez y melancolía.

La vida siempre tiene su frontera más allá de un molino de gigantes:

yo encontré la mía en la soledad de la noche,

del otro lado de los embarcaderos y los trenes ofrecidos por la vida.

Entonces habitada, sin ser leñador, el hacha de la miseria.

El tiempo es siempre terrible, aunque tenga algún remanso.

 

Antes de llegar a la edad del despojo, ya había caminado

sin retorno junto a la miseria. Era como el ave de rapiña ahogada

en el entrecejo. En realidad, era el ave que gemía y temblaba.

Huyeron entonces todos los pájaros.

En los cuatro costados de la deriva mis pequeñas manos.

 

Era miserable el escalofrío asestado en el fonógrafo de mi pecho.

Era larga la súplica que nadie escuchaba, largo el goteo del desvelo.

Busqué cobija en la memoria, en los brazos de rieles

y durmientes. La busqué con desgano en el tronco de otoño.

Desfallecía en aquella aridez de la certidumbre; era visceral el árbol

y la risa que buscaba, la levadura hundida en el camino,

las palabras hechas escombro en la garganta,

la borrasca presentida y repetida cada día en esta tierra.

Oscuro en mi niñez, buscaba la puerta de salida hacia la lejanía.

De aquellos años, todavía guardo el aleteo de los relámpagos.

Pienso en la zozobra alrededor de mis palabras,

en las negaciones y ausencias de las grutas del hedor,

en los pies primeros que me condujeron a las sastrerías

y al propio instante de claridad que hemos perdido al caer el sol

como la primavera a espaldas del crepúsculo.

Hasta que ahogué la llaga e hice del horizonte un violín inédito,

camino los domingos sin necesidad de un paraguas.

Camino sobre violentas sequías de infancia y la repugnancia

que produce el asco cuando uno piensa en el luto fluvial que produce

el llanto, la orfandad en los prostíbulos que suena a piano viejo

a veces a botas de soldados y supersticiones.

Dios que se diluye en la épica apostólica del pueblo encorvado

de milenarios bufones, vulgares hacedores de la oscuridad.

(El suelo que me mira con su diluvio de objetos sin destino

no tiene sentido ser esclavo de la noche ni del cadáver irreparable

del cuerpo ni del tiempo muerto no tiene sentido lo inevitable

tampoco el hoy con sus cansancios tampoco el circo

de las mañanas y esa espera hasta cierto punto insolente de la voz

en cuclillas hay peces que gruñen en mi cuerpo con sus escamas

de olvido nadie declina a los ojos de la tarde ni al hastío producido

por tantos nombres inservibles a menudo todo es impredecible

como la demencia desmedida de los crímenes que acontecen a diario

hay fríos como el infierno de una navaja en una lágrima

de frigoríficos hay sicarios para disputarse la sed).

 

Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015

©André Cruchaga

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jueves, 18 de julio de 2024

TESTIGO DE LA TORMENTA

 

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TESTIGO DE LA TORMENTA

 

Caminante de la madera del alma: testigo de extrañas aves.

Testigo de las quejas presentes, allí, en las aceras azotadas

por el tabaco, en las orillas donde no late el sol, (sino el antro

y los cuchitriles), en la risa lenta y enigmática de la noche.

A través del agua el cortejo del goteo, de los pinceles envolventes

de la realidad con todo el filo del agua en los párpados.

Mira cómo sollozan las hojas de la palpitación.

En el campo y la ciudad murmura el miasma y todos sus parajes

oscuros. Y toda la política de la moralidad ciega.

¿Quién se atreve a recoger estos jirones de arcilla, a ocultarse

en la hojarasca, a no gemir cuando está abrazado por la ciénaga?

(Hueso tras hueso como hojas carcomen la estancia o la partida.

Uno conoce las sombras tras el destello del relámpago,

tras la pulsación del polvo convertido en ceniza.

Tras ello, el galope sumido en la angustia, el estatismo implacable

de los muros. Los nombres traslúcidos de cada instante).

Rodeados por el pantano de la agonía, el sosiego solo llega

a recuerdo; en cambio, la bestia, sigue entregada al fuego

y la zozobra. A lo oscuro que puede ser también la virtud.

 

Después del sollozo, la rama seca del aliento.

Como entre la mugre, vivimos dentro de una jaula infiel.

Somos la carnada en la calle frente a la tormenta,

el periódico reclinado sobre las alcantarillas, ese blanco y negro

de las democracias en nuestros países pobres.

Siempre es una maravilla amanecer leyendo

los periódicos y conocer, claro, de primera mano, a los testaferros,

sicarios y proxenetas. A los que siempre son la escarcha del poder.

Ellos abren y cierran cualquier puerta: jamás,

hay punto de inflexión en el fango, ni en esta tragedia que vivimos.

Uno aprende, ahora, que la tormenta carece de jurisprudencia

y aplausos. Y que esto u otra cosa es el cielo en la tierra.

Uno aprende, —por supuesto— que hay obscenidad en todo

este himno salobre del país que ya ha perdido su magia.

Bosteza el ser y el deber ser de la tierra que rumia paradojas y eleva

cantos desde las iglesias y los bares, cementerios negros, estudiantes

costureras y maridos borrachos, pobres difuntos llegados del día

y la noche, costureras de abanicos e incensarios, cerrajeros

de profecías, los demonios ebrios de Poe, un pez en la solapa

de Hemingway, el Bar Lutecia de las antiguas milicias urbanas,

pero nadie es Dostoievski, Chejov. Gorki o Gógol,

todo el país es persuadido por una plaga de langostas y charlatanes.

(Supongo que es así cuando cacarean los recuerdos resignados

a las alimañas —en el diente oscuro de la pupila la herida al límite

de lo inmóvil y la desnudez del sollozo como un mueble irreparable

odio las úlceras y a quienes husmean desde la sombra abyecta

mejor sigo a solas con mi compañera

antes de que la pestilencia me alcance se me viene todo el dolor

como si la muerte no fuera ardiente sed, hermana

transitoria de los confines odio la falsa luz y lágrima).

 

 

Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015

©André Cruchaga

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