TRAYECTORIA DE LA VIGILIA
Pulverizados los
ojos, solo las palabras queman los poros:
el olvido no desvía
la indigencia; llueve sobre la sombra de la gruta,
en los postigos del
fermento,
o en la muerte del
tiempo que nos sobrecoge.
Al pie de la vigilia,
el apunte rescatado de los sueños.
Ese presagio del
náufrago cuando es arrojado a la cruz de la agonía.
Odio la textura de lo
sombrío cuando los bostezos magnifican
una suerte de cuerda
floja en párpados consumidos
por el tizne de las
sombras.
Ahora y siempre hay
un jardín en el rumbo de las aguas del río.
A veces llueve más
fuerte que un grito en la medianoche.
Se hinchan los
párpados y las especulaciones; saltan los resortes
de la saliva, sobre
aquellas distancias salpicada de sangre.
Muerdo el zigzagueo
de los calcañales en lo cotidiano.
A oscuras atravesamos
la respiración, las
leyes de la orfandad,
la noche de sal, las
tumbas y los hospitales alrededor del ansia
del grafito. Vivir importa,
aunque uno esté empequeñeciendo.
Dentro de este mundo
uno cohabita con ronquidos y zarpazos,
con hambres, armas y
petates, con disputas de carroña.
Con el candil
asediado, uno espera que la luz sea el azúcar
en un poniente de
sueños, no de sombras.
(Alguien me advierte que el alma es un problema).
A veces caminamos
sobre la brasa de lo insólito, desamparados
y depredados, por la
inmundicia del aliento que otros difunden:
siempre es así cuando
la lengua de las especulaciones no nos da asilo;
de otro tiempo, las
astillas de la jungla,
y el terror en el
signo de interrogación de las ventanas.
Algo es extraño en la
flor de la oscuridad, las sienes tienen soles
insondables, y
delirios que bien podrían ser un cuadro de Magritte
en plena sombra. O un
tejado de pulmonías sobre la esperanza.
Quizás una
radiografía de los juguetes que nunca tuvimos,
pero que Anaximandro
de Mileto descubrió en «La carta terrestre»,
junto a solsticios y
equinoccios y la lucha cíclica de contrarios.
Largas noches en las
monedas de mis pupilas, cirios, fantasmas,
que se enrollan en el
zumo de mi locura y vuelan sobre hormigas
fosforescentes,
amarillos calendarios en paracaídas las sombras
que se difuminan en
mis ojos, la vena negra desbordada
de los truenos en esta
vigilia sobre el lecho del silencio.
Cierro los ojos para
anticiparme al sudario donde se precipitan
campanas, meses,
insectos, algunos pájaros que emigran de miedo,
y ese tiempo perdido que
uno busca, «À la recherche du temps perdu»,
tal como lo describe Marcel
Proust.
(Me avergüenza el harapo agrio de mis palpitaciones la
ardua
pobreza de hijo pródigo es terrible el ala plomiza del
plato vacío
cuando veo la tierra deslizarse a través de la puerta
del grito
velar los goznes de la resistencia y no encontrar sino
lo inagotable
del vacío la liturgia de la salmuera y su incurable
decrepitud:
en los quicios de la demencia cuelgan relojes de
desangrados perros
y calles descarnadas en sus afueras en el reverso
de mis incoherencias las palabras desmoronadas del
cascajo).