Imagen cogida de la red
MAR YACENTE
Veo las
pupilas del poniente sin sonidos y el parpadeo de pez inmundo.
Mientras
descifro el rocío sobre la piedra, arde la sal oscurecida
en el
firmamento: uno procura entender las profecías rotas de este tiempo,
el moho de
la noche que incendia el aliento,
y la ira
atravesada en la respiración como una flecha de luz postrera.
Al otro lado
de lo remoto, el libro de granito y su acantilado de sed,
las aguas
abatidas por la muerte.
El mar
yacente nos arrastra desde su litoral de roja espuma: desde el ojo abisal
del
pájaro olvidado, la boca y su morada mortaja, los pies amarillos
en la mudez,
la noche y sus gaviotas de sangre;
el viento
del gemido estruja en las costillas las ojeras del calendario
o el
moscardón cercando la piel del cuerpo atizado en agonía.
Al fondo,
tendidos los abismos, la desnudez dilatada del pez profundo;
en el umbral
del cuenco de las limosnas, siempre el desengaño, o la demencia,
el afán de
desvestir cada grito que se alza en el viento.
Sobre las
aguas uno ahoga las arcadas de los recuerdos: yace toda la voz desmedida
en los
bolsillos, el pañuelo salado de las ausencias,
los ojos
ciegos que borran cualquier memoria.
En medio de
las sombras solo el hierro que gobierna las prestidigitaciones,
el fondo
abisal del insomnio con todos sus remotos azadones, esos duros vientos
del
aletazo y el conjuro.
Al final,
sólo el largo delirio de la fuga, o la tinta de moho amontonada
en el pecho
como un escapulario de concavidades estériles.
Barataria, 2016
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