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miércoles, 30 de septiembre de 2015

HOJA DE RUTA CON BLAISE CENDRARS

 BLAISE CENDRARS




HOJA DE RUTA CON BLAISE CENDRARS




"Dios y el Diablo son mis juguetes favoritos. A uno le he ofrecido mi corazón sangrante lleno de sueños de amor, eternos, ilimitados. Al otro mi carne húmeda, los deseos precisos y cálidos. Me aburren los debates y peleas de este pequeño dios y este pequeño diablo, que se cuelgan a mis talones, uno buscando atrapar mi corazón, el otro mi sexo, mientras yo me río de sus volteretas. Yo soy el Poeta".
Blaise Cendrars




Entre “La mano cortada”, y “La urbanización del cielo”…, la destrucción
y su perseverante ceniza: a contraluz, la sangre cambiante de los peces sobre
el paracaídas de las ventanas; en la luna esculpida por el aliento,
las madrugadas excéntricas del estiércol, o el excesivo peltre en los semáforos
sucios de las luciérnagas. Después de llover tanto sobre los glaciares derretidos
del aliento, salta sobre los agujeros de la piel, el ajuate
y las sombras congeladas de las piedras en las islas desnudas de las semanas.
Navegamos hacia los andamios del horizonte, el paisaje es oscuro como
las heces y la orina de la cuaresma del otoño, como la angustia plena, absoluta,
en el barro de las horas. (Después de cruzar el ultramar de los poros,
flexible el centelleo sobre las espuma de los poros, sangras de tajo como la boca
confundida entre alfileres: deliran las constelaciones erráticas del paraíso,
el alba sobre el murmullo de la maleza que ha acumulado antepasados búhos,
goterones de intemperie, rostros acaso asediados por los mosquitos.
A menudo caminamos desahuciados a través de puertas oscuras y cuartos
sin lavabos, y paredes con olor a ijillo y orina y promiscuidad.)
Por la borda oscura del humo el viejo dilema de las alambradas interiores:
Dios o el diablo y sus gotitas de esperma, la locura del paraíso a punto
de hacerse realidad cuando la virginidad de los candados roza el pulso
de la lámpara maravillosa: en el desagüe reina la pasión oscura de las campanas
y los días de obsesas garrapatas y el aposento del pájaro encabritado.
En la ropa de los sueños, Blaise, la noche avanza y murmura todo el tiempo.
Si hay alguna travesía posible, es necesario romper los grifos de la envoltura.
Si pudiésemos ser eternamente ruta en esta historia del desequilibrio…
Barataria, 21.IX.2015

lunes, 28 de septiembre de 2015

PUERTA LÍQUIDA

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PUERTA LÍQUIDA




Vivimos detrás de esta puerta líquida de desvelos, entre espejos y ventanas
múltiples, entre hastíos y vahos implacables: uno se harta de que alguien
le robe a uno las pupilas o las cercene, (al final quizá sea igual);
hoy buceo en tus implacables muslos hasta el sinfín: cabe mi sed y aliento
y toda esta tierra que sobrevive al mundo.
Sí, sobre este andamio de los poros, la flecha y sus maniobras extendidas
en el caos de la humedad: empuñamos el ojo de la ternura, el jardín abierto
que respira en su ávido cuerpo. La intensidad es éter en esta marea de redes.
—Vos y yo, en los imaginarios del hechizo, sumergidos en el destello
de lo inexplicable, entre amuletos e inmolaciones.
Casi a ciegas en este extraño exorcismo, el clítoris en su doble atalaya: oráculo
en el muelle de mi aliento, arcano en la alquimia del escalofrío.
Aquello fue en una edad irrestañable, sueños de imaginarios sin fronteras.
Hoy tengo hambre de esas fisuras, descender hasta el río de la desnudez,
morder en lo posible toda la altura del jadeo hasta alcanzar el horizonte
del poema. Allí nos quedamos ganado el sudor.
Mientras avanzo no puedo pensar en el silencio: el paladar posee sus propias
credenciales, el ovillo ciego de la saliva, el rojo diente del desatino.
—Vos, siempre anuente con mis jirones de hambre: real, irreal en el sucesivo
relámpago de las aguas. (Vos, enroscada en lo libérrimo, espléndida
en el paraíso. Sólo el lirio sabe de raíces)…
Barataria, 19.IX.2015

sábado, 26 de septiembre de 2015

ENTRE RUINAS

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ENTRE RUINAS




El dolor es esta incertidumbre de no saber en dónde terminará mi locura.
Hoy son más los miedos que las alegrías, los hechos que fundan eclipses,
y monólogos adentro del pozo de la historia.
La percusión de su escritura es agridulce, como un epitafio por adelantado.
Las estrofas de huesos muerden el paraíso terrenal: los travesaños del grito
caen sobre las atrocidades del camuflaje.
En la fila india de los agujeros, el estribillo de las antenas parabólicas.
Llueven histerias mientras centellea la sal en el arpa de los párpados.
(Los huesos acaban siendo los espejos de la semana, la espléndida historia
de nuestras tristezas, la antesala a las vacas flacas del apocalipsis.
Para armonizar con todas estas anulaciones, el silencio es necesario; en modo
alguno, la súplica o el pudor o la irradiación del Evangelio.)
En la fisura de las lavanderías públicas, el intrincado alfabeto de la espuma.
En realidad todo destiempo aprieta las costillas.
En este campo de batalla, la neutralidad perdió su ciudadanía: ahora tenemos
un trasmundo de hollín y el consecuente ixcanal en el aliento.
Al final, uno no sabe en dónde desemboca tanta atrocidad y en qué hangar
duermen los cuervos; aun recuerdo el rastrojo amargo de los piojos.
Existen ojos de desenfreno en medio de todos los escombros.
Tal vez la ropa ya no sea necesaria cuando la alta noche regresa a los pies.
Lo inexplicable de no ser tiene sentido en esta condición en que vivimos.
(Siempre te recuerdo por el absurdo de los poros en mi olfato, por la luz sonora
del tacto en el alambique, por tus orillas de garganta sin naufragio.)
—En cada quemadura, vos, y el doble tatuaje que fluye en el aliento…
Barataria, 17.IX.2015

GEOGRAFÍA PROFUNDA

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GEOGRAFÍA PROFUNDA




Antes, nadie había entrado a estas cavidades profundas de la geografía.
Nadie sabía de tanta dureza: desperté en la noche arrojado por las sombras;
envuelto en hollín, el desvelo en la piel y el áspero despojo de la piedra.
No sé en qué remolino de bestias la sed emerja intacta,
cuando en  todas direcciones se vive el diluvio, el abandono y las carnicerías.
Desconozco si los roperos esperan desenlaces mejores, al desplome
de la noche y su cordel de pájaros ardiendo en el fuego. El miedo es todo
lo que tengo de esta geografía, la ropa dejándome: vos lo sabés porque vivís
también estos juegos peligrosos, estas agrias hondonadas de conciencia.
En cada acera o camino hay cicatrices abiertas, esquinas impactadas
por la emboscada y  olores con residuos de historias diarias, horizontes oxidados capaces de cegar los ojos. Capaces de nublar el mediodía.
(Arqueado el aliento y amortajada esta tragedia de falsas llaves y vastos jadeos,
¿qué me queda? ¿A quién acudo con este moho de las semanas, a quién
sino a este matadero que es el país, donde existe una fascinación inexplicable
por la muerte? Hay en todo esto cierta farsa y cierta anulación: lo saben
los paréntesis, los símbolos patrios  y la saliva y los  llamados a la no violencia:
después de todo se habla de cualquier cosa menos de la imaginación.)
En el disfraz del arcoíris, la sobremesa posible es el esplendor de la ceniza
y el verdugo con sórdidos argumentos. Otros, —entretanto—, escrutan
las ventanas, las puertas y hasta la sintaxis de la muchedumbre…
Barataria, 16.IX.2015


viernes, 25 de septiembre de 2015

SEMÁFORO

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SEMÁFORO




Ay, de pronto sólo nos falta el tiro de gracia para acabar con todos los murciélagos que cuelgan del cuello, o de los vasitos de saliva que enarbolan mástiles. A veces cuelgo mi sed de las ojeras del calendario, de los encajes de la diáspora, de los arcoíris que estorban junto a la cal de los braseros del precipicio. Hay voces, voces por doquier; vidas, vidas por doquier; silencios y silenciadores por doquier: quizá pertenezcamos a esa otra cara, que no la cara común de Sodoma y Gomorra, que no la queja innoble, ni la noche, ni el matorral. Pese a que sobre este tiempo se alzan tantos desconsuelos, tantas sombras, tantos esqueletos cercenados en medio de nuestros zapatos, es deber del poeta quemar, quemar la tierra para la siembra: deshojar la tinta para un nuevo sahumerio. Quizá debamos escribir una rosa a nuestra rerum natura. Quizá y que nos amparen los relámpagos entre estos breñales. En fin, a menudo la cobija no alcanza cuando se está en la periferia del mundo. Cierto. El olvido es una ilusión, —cuando te ignoran a propósito es porque no pueden olvidarte—, nunca se olvida, o casi nunca se olvida: algo siempre subyace en la mirada ennegrecida de las gavetas; la cicatriz está ahí, para no olvidar: las distancias, los trenes, el alma que baja o sube de los abismos. Uno presupone el olvido como un puerto, como un camino, como un mensaje. Dentro de esa sensación de ciego en medio de la neblina, algo de uno reconstruye tantas crepitaciones, silencios, ahogos, odios, alegrías: en el interior, seguramente alucinan las sombras, aun eso indefinible que llamamos misterio. La realidad es una permanente exposición de heces, en donde teatro y espejos se disputan la podredumbre de las semanas. Digamos que algunos somos sensibles al tiempo y en ese sentido pretendemos respirar olvidos: a menudo en el intento se nos pudre el corazón y el aliento. Como estas son digresiones a lápiz, pueda que algunas palabras queden en sombras; y otras, conviertan en rostro esas memorias del desahogo. Eso de los inventarios es sólo la lección del día. Sí,  en circunstancias especiales, un minuto es eternidad y universo, más cuando se trata de recoger el polen de las palabras, o del país de un niño, o del alba en la impaciencia de la flama. ¡Cuántos presagios, en verdad, deshacen nuestra tranquilidad! ¿Cuántas aldabas es necesario abrir para saciar la avidez del rocío? El poema tiene los desasosiegos propios de nuestro tiempo: asistimos por desgracia a un tipo de ciudadanía del devaneo, los temores son mayores a las migrañas o a los neumáticos, a los cuchitriles de las laderas. Triunfa la maquinaria de la perversidad, las ventanas fosilizadas de la esperanza. Tintinea la oscuridad como monedas de uso corriente; y allí, las gotas de terror, las teorías y remordimientos, mientras la conciencia se convierte en extenso basurero donde sólo tienen posibilidad de vida las moscas y todo su mundo de telarañas. Vemos a diario esos desencadenamientos de la voz enclavada en las esquinas del país: supongo, ahora, que las concavidades tienen su propio petate. La noche y sus juncos agónicos. Ya me he acostumbrado, por cierto, a ello: huyo de ciertas voces, y sobre todo de las voces inmaculadas. Con frecuencia, una manera de rendirle homenaje a un ser humano es invisibilizarlo por todos los medios disponibles, despoblarlo de ropa y calles: en este punto, se debe aprender a sobrellevar la orfandad como una especie de júbilo. Alguien me dijo que  para escribir no se necesita de pezuñas, sino de alas (por suerte, las tengo inevitablemente). En poesía la evidencia debe ser inequívoca porque están allí esos juegos perversos de la oscuridad y sus amarillos timbales y su árida orquesta de insomnios. Te miran así, de soslayo y rezan para que desaparezcas. Y se preguntan y se miran de reojo. Desde luego, uno aprende a leer estos puntos borrosos del firmamento. Dentro de la muerte que provocan los silencios, siempre hay huellas y recodos inusitados por más que se quieran ocultar. Existen por doquier diferentes formas de negar, de desdibujar otros nombres. A través del aliento se aprende a lidiar con estas durezas: sé que hay mucha impotencia para la ternura y vendas y desiertos aun en las palabras. Te vigilan porque es parte de la condición humana; duermen con el libro abierto del desvelo. A veces su respiración es inaudible. En nuestro mundillo, alguien, siempre juega al desamparo y es, supongo, su conquista; la mía, empinarme en el alfabeto, jugar con las cortinas del sinfín, ahogarme en la luz. Supongo que al final uno simplemente frunce el entrecejo y deja que los aullidos silenciosos actúen como aficionados. En este camino cada quien descubre otras congojas mayores a las propias. Por ello es necesario aprender a desnudarse en medio de la noche para ver las venas de sed y su aliento roto. Por mi parte, me quedo con lo mío: las distancias y su obsesa labranza…uno en este bregar de la vida y la escritura está entre la luz y la sombra. Sí, alrededor nuestro hay un extraño baile de herrumbre y tizne; uno va, como vadeando ciertas sutiles podredumbres, lluvias, sueños, ríos de disparos, también algunas ternuras que deambulan en las calles y las miramos de soslayo. ¿Hay misterio, en todo esto? No, no lo hay. Hay escalofríos, sí, y también sonambulismos y días con largos durmientes, y aguaceros con cachucha, o sombrero, o paraguas. Y hay estatuas decepcionadas entre chiriviscos, y promesas y aflicciones. ¿Hay una continua metamorfosis? Sí, la hay. Después de todo, los rieles son militantes de nuestra fantasía, la calefacción de las escuelas, la negrura de los periódicos. ¿Temblamos? Claro, porque es parte de nuestros aperos indescriptibles, porque somos grandes ruinas históricas, y anárquicas manos, hechas para la escritura. La lectura de una jaula o la del trencito de madera, es como escribirle una carta de amor a la luz.  

jueves, 24 de septiembre de 2015

ÍNTIMA JORNADA

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ÍNTIMA JORNADA




Todavía en el pozo de la noche, quiero olvidar este tiempo de cementerios
y tumbas;  olvidar, por ejemplo, la sombra que se adentra en la cueva del ojo,
toda esta prehistoria de raptos y tortura.
¿En qué círculos de sueños nos desvela el futuro, ese ruido chuña
de los cuervos, el reencuentro con la vida y sus destellos. Después de este
crujir de cuchillos y pólvora, cuántas dolencias más debe soportar la herida,
nuestra condición humana frente al mal de conciencia.
En realidad, uno camina mudo y ciego, no se sabe quién es el  enemigo,
ni en qué lugar el miedo hará su tarea.
Permeado todo el corazón del alba y el cierzo, tampoco nos sirven de resguardo
las cornisas, el maizal, el nudo de los escombros. La muerte siempre resulta
audaz en un país de ciegos. Ante cada ruina masticamos piedras.
No hay tiempo para leer la tersura de los alelíes.
No hay tiempo para resucitar vocales, sin que se rompan las ventanas.
No hay tiempo para explicaciones, la realidad ha hecho todo visible.
No hay quietud, la desesperación es una locura interminable.
Ante la bruma del espejo, el aliento de los cadáveres, los huecos movedizos
que deja la saliva en los goznes grises de la ciudades.
Hay callejones donde la respiración es otra soledad devorada del absoluto.
Aterido en esta jornada de heces, la inocencia pasa a segundo plano:
Nunca supuse que caminar, era también andar entre breñales…
Barataria, 14.IX.2015

martes, 22 de septiembre de 2015

TENSA OSURIDAD

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TENSA OSURIDAD




De otro tiempo, las ramas acorraladas del grito, la sombra tensa en los ojos.
Entre infancia y sábanas, la intemperie amarilla de los huesos putrefactos.
Agoniza la escritura damnificada de la brasa y su existencia de nombres
oscuros: al termino del día solo nos queda el inventario de los desaparecidos,
desposeídos en su silencio, anónimos en el desván de heces que los cobija.
Nadie sobrevive a este vértigo impuro, menos al coágulo derramado.
Nadie levanta la voz ante el latigazo de la tortura,
nadie derriba las bodegas inicuas de la zozobra y del nido calcinado.
(Caigo en la cuenta que  nadie comprende esta oscuridad que atraviesa la cara.
Manos. Vacíos. Noches. Olvidos, no; ni descanso. ¿Quién duerme arrodillado
en el extravío? ¿Qué hombre o mujer encuentra la luz o el sin crujir de dientes?
Bajo las aguas negras, los cementerios clandestinos,
las elegías como un foco de invierno, los oscuros caminos del desamor.)
Al pájaro de la geografía, las puertas escondidas del día, los discursos compulsivos 
del zodíaco, el espejismo doméstico que nos lleva al desatino.
En la diaria existencia de los cansancios, los ciegos inodoros de la respiración,
el filo masticado de los plumajes, las apasionadas conferencias de prensa.
Todo es desigual en este combate: el ojo lee los sargazos y el destino
del rocío, después de tanta enciclopedia de jeroglíficos.
Sobre los adoquines imprevisibles de la oscuridad, la caries en su desquicio,
o la hamaca del sollozo con sus desajustes. Sofoca este brebaje del exterminio.
Barataria, 12.IX.2015

domingo, 20 de septiembre de 2015

ANTÍPODAS

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ANTÍPODAS




Siempre estoy o permanezco al lado de la locura y las antípodas: es infinito
el péndulo de las grietas, la cabeza rapada de los páramos, la melancolía
de las putas frente a un ataúd.
No soy ese tatuaje convertible sobre el tendero de las cobijas de la historia,
ni me endulzan los oídos los gestos borboteantes de las monedas, mucho menos 
otra forma del poder omnisciente, el ennegrecido aliento del cardumen.
(Por supuesto, es triste todo lo que ven los ojos. Verte a vos desde el interior
de los senderos, claro que no, pero duelen los trenes oxidados en las sienes,
duele la abundancia de sombras en la simetría de los periódicos,
duele desconfiar de todo mundo y escuchar entre dientes tu nombre,
duele la memoria sobre tantas luciérnagas apagadas,
duele el semen que cae sobre los guijarros: la única cosecha es la maleza.
Duelen los atrios y escapularios que nunca se conectaron con el paraíso.
Duelen los paraderos anónimos, inacabables de la tormenta.)
—En cuevas oscuras, el aliento de las moscas, es decir el anfiteatro del goteo.
De la yema de los dedos cuelgan órganos y ciertos infiernos: no hay sintaxis
en estos huecos que se le hacen al tiempo,
solo esa boca anónima de las conspiraciones. Todo pasa aquí, lo opuesto
a la vida y su régimen de secas palabras y su goma de apiladas voces.
—Ante tantos objetos mordiendo la boca, ásperos, ciegos, los gritos del plomo 
sobre el plato de comida. Siempre resulta atroz derramar la desnudez
sobre la solapa de los que tocan la orquesta…
Barataria, 10.IX.2015

viernes, 18 de septiembre de 2015

SEMÁFORO

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SEMÁFORO




Siempre faltan palabras,  para darle sentido a la pólvora derruida de los vértigos; a veces el escombro no sólo despierta, sino embriaga los sentidos, la tinta, los fluidos de la escritura que únicamente tienen lógica en el filo del aliento o la ceniza. Siempre faltan las palabras, para alumbrar de sus ahogos a la conciencia, esa gracia tórrida que escancia el pecho sin socavarlo. Ante la depredación de la neblina, el río de amaranto que madura entre las manos como el pincel de Miró, o Magritte, o Chagall. Siempre faltan las palabras para que maduren las sirenas del pálpito, los aromas aviesos de la vaguada, o la pepitoria del minuto. Uno siempre es fruto inconfeso, a menudo, anónimo poniente de la hoja madura de los esplendores. Al final, ignoro si sobran las palabras frente al escondrijo de la memoria. No sé si es así, o sólo la ficción o el estado permanente de la perversidad: lo único cierto es el umbral con las costillas oscuras de neblina o aliento. En la totalidad de este mundo feroz —debo suponer que no exagero— nos encontramos destinados a la filiación de la desconfianza, a la escuela vocacional de la duda o del miedo. Sé que hay fatalismo en mucho de lo que expreso; en la vida cotidiana se encrespan los caminos, los mensajes tienen una piel aviesa, a cada itinerario las dicotomías o las paradojas. El miedo a menudo duplica sus estertores, los espacios de los mecates, la dureza de la viga del calendario. Nos muerden o acechan, además, los fetiches y sus absurdas noches, la ceniza infalible de la historia y su contraria calle de ojos perversos. Todo fluye así, pese a los diferentes modos que posee el desarraigo. Sólo en las pupilas el grito de la noche y los labriegos de espinas y hondonadas. Es duro por cierto, entrar a esas regiones inhóspitas del aliento donde la memoria se hunde junto a las formas del dónde y cuándo. A veces la sombra es tan mísera que no llega a espectro, ni a salmo ni a parábola; en días de vanos espejos, los espasmos rotos del despojo, la hoja caída sobre las escamas de los hemisferios. Hay tantas señas y señales hoy en día que la palabra no deja de ser torpe bandera, mediantorcha, escalpelo. Sobre el promontorio de huesos, de fango o cieno, otras zonas vencidas como las noches y sus previsiones, como los templos húmedos que flotan en alta mar. A menudo hacemos de las pupilas, ardientes piras: desnudamos los estanques desde el balcón remoto de los deseos. En las ramas del poema un acordeón de luz. Ante el retumbo de la piedra calcinada, el aliento fecundo de las brújulas. Lo cierto es que la lluvia es dura como la patria, como los trabajos que quema la esperma.  Sobre el tapiz doméstico de las palpitaciones, el tumor arraigado e indolente de ciertos vahos y sofocos como tumba o indolencia: lo sé después de ver el devaneo de los objetos casi como una alucinación de piedra insurrecta. Lo sé, desde fuera de mis párpados. (En el firmamento hay inexplicables bocinas de vértigo y hasta embudos con enormes cicatrices.) En esto de vivir el día a día con los ojos puestos en el entorno, implica necesariamente algún poquito de lealtad con las paredes. El poema, después de todo, está lleno de desatinos, entresuelos, vestíbulos corroídos, fantasmagorías y más de alguna sacristía. Sólo sé el rumbo del poema cuando he llegado al último verso y dejo de apretar la soga al cuello de las palabras. El poema también y en este caso, es como un cipote percudido por la intemperie: yo me veo chineándolo en la penumbra. Salvo a las lecciones del catecismo, siempre estoy próximo al espejo, a esa otra agonía inevitable. En los desfiladeros del cerrojo,  las manos de la nostalgia con su alcanfor de crepúsculos. Ya he olvidado el hambre que corroe la lectura del almíbar. Uno no sabe, a fin de cuentas, en qué magnetismos se van los sueños. Sí, uno no sabe cuál es la puerta que se desnudará en los faroles de la brújula del sin fin. ¿Qué certezas, hay entonces en el poema? ¿Qué cataratas leerán pájaros? De seguro el arco iris tiene sus propios contratiempos cuando llega la tarde. Siempre estoy escribiendo desde mi Patria, la Patria del poema, cifrada en esta eternidad de la íntimo: íntima, digo, la palabra que busca la mano del prójimo y el regazo de la hoja. Breve tinta, claro, el yo efímero que la nombra, el mismo que la reniega y la suda. Hay otras agonías que atizan, pero no el saber, el estar conscientes de que mañana, quizá, seremos profunda lejanía dentro de la brevedad que descampan las sombras. De calle, calles, esas donde uno persevera todos los días, esas borrosas o sembradas en los ojos, esas que se tornan inverosímiles tras las lloviznas del calendario. Uno se embarca en nostalgias o traza sombras de candiles alrededor de las puntas ávidas de la esperanza. Hay calles y duelen en la penumbra; hay callejones y golpean las raíces y el pecho y descienden a los transeúntes, a las ciudades poco claras del espíritu. Hay asiduas callejuelas como los prostíbulos de toda niebla y de todo olvido: el murmullo salobre nos arrastra hacia la concavidad encrespada de los silencios, o de las ojeras que deja la neblina cuando pasa sobre los poros sin ninguna vehemencia. Nos acechan los gritos. Nos acorrala la soledad de los tabancos y el hollín de los viejos suicidios de la alegría. Quizá en el pez atroz de los sueños, bebamos los pájaros líquidos de la muerte, las tumbas, los besos, los adioses…
Barataria, 2015

jueves, 17 de septiembre de 2015

DIGRESIONES

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DIGRESIONES




Ya por añejos vinos,
corre sangre, corren caballos negros, corren sollozos, corre muerte,
y el sol relumbra en materias extrañas.
Sobre el fluir fluyente, abandonado, entre banderas fuertes,
sujeto tu ilusión, como un pájaro rojo,
a la orilla de los dramáticos océanos de números;…
Pablo de Rokha




Lo oscuro a menudo se puede descifrar junto a la claridad de la escritura. Late el pájaro de la flama en la cuenca de las manos: el ala guarda en su memoria múltiples olvidos, los fósiles  del silencio de la medianoche del día. Entro todos los días a esta ceremonia de cansancios, escribo mientras sangra el aliento: un cuerpo junto al otro embestidos, cristalizados, o arados en la epidermis. Cumplo con los deberes del alba, pero la sed es otra; la brisa posesa del firmamento. Entre el quinqué de las luciérnagas, veo al cordero cumpliendo la faena de las tantas muertes con máscaras sudorosas de alfileres. (Vos, amor, cálida y purísima, como el ojo recién nacido del día. Intensa en tus palpitaciones, densa en tu sexo, fosforescente en el sofoco de las sábanas. Mientras todos callan, amor, el país se abre a lo fúnebre, ¿qué fue de la fraternidad, cuando el granito de ira u odio socava pies y manos? Hay días que ciertamente envejecen acaso por el terror. A veces quiero beber tu profunda noche, la honda materia que me arrodilla. En las mañanas la bandera del horizonte aterciopela el aliento, el tenso árbol que de continuo se rehace. ¿Vendrá la calma después de esta costumbre del desamparo y de hosca realidad? ¿A qué se reducen nuestros sueños, si apenas somos instantes, tiliches de las sombras? Súbete hasta deshacer mis vestiduras; muerde el cántaro del aleteo; lee el centelleo echado a la respiración, al tacto que roza la herida, dame todo el olor de animal desarramado y coge el bastón desollado del alfabeto. Cierro los ojos para verte tendida en la intemperie.) A menudo me pasa que pierdo las palabras, se fuga la luz; apenas me queda el azogue de las paredes con un amargor de extraños pájaros. Ya no sé si pueda soportar toda esta fecundación de muertes, todo este silencio obligado, todos los cuerpos inocentes en la sombra.  Estoy lejos del paraíso y cerca de muchas dudas. Allí, en el candil que gorjea, también el instante puro de luz. Pero algo hace que me quede inerme; el trueno de las calles es inevitable como lo es el susurro del vómito en nuestras sienes. A menudo es un sacrilegio oficial hablar de violencia, pero no de tumbas, ni de esos logaritmos en los retretes, ni del aforismo de los moscardones, ni de las larvas que se nutren de nuestros zapatos. Nadie absuelve a nadie en este reino de prostíbulos y quirófanos siniestros. Al otro lado de la noche, hay otra luz y no esta herradura del tamaño del universo. Desde el poema uno agrega sonambulismos a la ropa y a todas las calles de la piel donde respiraron los caballos de la fogata. Uno pedalea sobre las aguas de la conciencia, muerde el arroyo de los pañuelos y calla. Al final, solo aspiro a despertarme, aunque la zozobra no lave la ropa sucia, ni adentro de los excusados, deje de haber moscardones. De pronto, me da por escuchar a Led Zeppelin, Black Sabbath, o un  blues  de Muddy Waters, o de B. B. King.  Uno no sabe por cuántas monedas hay que cambiar el otoño, o eliminar las cucarachas a nuestro paso, o sobre el mantel.  Ay, poeta don Pablo de Rokha, usted tiene razón: “a la orilla de mí las hienas lluviosas y envenenadas de "Dios" rajan la sábana de luto del tiempo con las ganas quebradas y ensangrentadas.” El grito es el dolor manifiesto de los laberintos.
Barataria, 08.IX.2015

miércoles, 16 de septiembre de 2015

SEMÁFORO

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SEMÁFORO




Hoy, a manera de contrapunto, y como seguimos con este diálogo poético debo alzarme desde la noche al día, alargando algunas palabras de la memoria, sacando del cántaro el agua o las aguas, el peltre de las luciérnagas. Quizá sólo llegue a la puerta: la poesía como tal es inasible, no es la palabra, no es la "inspiración", no es el mundo ni las distancias. Ante lo procaz de la realidad donde quedan las sombras, el ojo de agua del horizonte, el barro que anda entre nosotros. Supongo que la poesía será mucho más que eso, mucho más que el gentío en los mercados, mucho más que el delirio de las aguas llovidas, mucho más más que los dueños de este mundo. Y, sin embargo, la palabra es nuestra. Desde el antepasado murmullo de la conciencia, desde la intemperie laboriosa de las ventanas, lo efímero, se torna una perennidad. Yo apenas con estos enredos del alfabeto, la mortaja es la historia silenciosa del cuerpo, los días colmados, todo el andar congregado sobre el tapete donde se trazan o han trazado las rutas. Para otros juegos, claro, el braceo insobornable de los centímetros, las múltiples bocas del polvo, todos los dientes del subsuelo. En este reino de transiciones y sospechadas, son a menudo necesarios los esparadrapos, el grano de mostaza o el camello en el juego felino de lo efímero.  Cómo el yo poético, Chagall, poseso, se posesiona —valga en cierto modo la redundancia—de la realidad. De esa realidad que la ingerimos como purgante y la queremos vender en la hora nona de lo incierto. Entiendo el amor, entiendo los orgasmos al filo de la madrugada, de rodillas, sobre los libros de la calle, lo entiendo. Pero no es menos cierto que nos punzan los bañistas desnudos de las migajas, o la memoria cuando aún no se ha domesticado. De las ojeras y lo oscuro cuelgan de pronto los caminos y hay que andarlos, como esa dulce y pésima intimidad con las garrapatas. El poema después de todo se transforma, de lo contrario nada sucede. El poema debe ser siempre el rostro, no la fachada. A veces se sacrifica la luz por los espejismos, el terciopelo por la rugosidad de las semanas, la costumbre por ese nadar diferente todos los días en el agua del estanque. Uno odia con la misma intensidad del amor, porque es el amor invertido, al igual que el pedernal de las luciérnagas, al de los rieles, los durmientes, los trenes : vivir con toda la alegría que eso significa, no es otra cosa que fenecer en la eternidad de cada instante. Y esto como ves, nunca acaba, porque uno está reescribiendo continuamente los sueños. Nunca supuse andar entre breñales y ello, ya en sí mismo es una metáfora, dado que el concepto es plural. La poesía me condena a decir de esta manera mis cosas, es decir, las cosas sobre el mundo, las palabras que respiramos en un clima a menudo hostil. La poesía es disidencia y siempre debe serlo; el poeta debe ser un disidente de su entorno, pero también de su propia creación: hay que agotar la luz del día en la aventura, morder el pecho del silencio, renovar el aliento de los andenes y caminos, nacer de nuevo cada día en la lluvia para lavar las palabras, recordar que la esperanza es hombre o mujer según sea el caso y que en los párpados, caminan los manubrios del azúcar. No son narraciones infantiles, pero si sucede que en el mundo hay muchos infantes jugando a lo siniestro: juegan a quitarle la vida al prójimo, juegan al terror, juegan a la muerte, y no a aprovechar los dones y benignidades de la tierra. Quien ha estado en medio de la ráfaga y desgarradas las vestiduras, sabe a lo que me refiero. Pero el poema va más allá: es un caballo que galopa sobre los aromas de la tierra; en sus crines se arropa la intemperie, los días indomables. No solo nos muerde la vida, lo humano, sino también los objetos, las escaleras y sus ojos, los ojos y sus mortajas, las mortajas y su invasión de poros yertos. En la antesala del ombligo, respira con todo y sus calles la gota del manantial supremo. El descenso ya no sería del todo caída libre, sino parsimonioso. Los recuerdos después de todo, no dejan de tener ojeras y desteñimientos propios del ojo que ve. Algo de esto ya lo advertía don Antonio Machado, Lorca, Quevedo. Hablamos de firmamento como esa luz del firmamento, pero en realidad, allí, hay crepúsculos, zonas subterráneas donde el quejido encuentra su hoguera o rescoldo. Después de todo, la piel también es memoria; memoria el cuerpo devorado; memoria el horcón que sostiene las sienes; memoria el ojo amarillo de la herrumbre. Esto es así cuando pernoctamos en el zumo de las glorietas del tiempo. Un día de estos quizá renuncie a mi condición de eremita postmoderno y me embarque en ese viaje, generoso y atinado que me sugiere el olvido. ¿De qué fuegos o incendios nos habla el sueño? ¿De qué fuego huimos? ¿Hacia qué inocencia vamos exhaustos? Yo apenas esbozo un mar de salmuera, un mirar en paisajes de granito. Quizá un ciego, un poeta, tenga las respuestas a la clarividencia; tal vez los vacíos, los tiempos inconclusos. ¿Hasta dónde se extasía el vértigo de los jardines, el desvelo del árbol de la intemperie, la mota o el hollín del entresueño. Hay lugares como la brasa o el surco, lo sé. Lo sé ahora en medio de una lengua de cipreses. ¿Estamos frente a un tiempo de huesos danzantes? ¿Estamos frente a olvidos necesarios? ¿Es diurna o nocturna la sombra de la heroicidad? Me temo que estamos, entre vientos hoscos y desequilibrios más allá del sonido monocorde del mercado, de los relojes y sus aposentos a menudo funestos. ¿Se puede contar la oscuridad con las manos sucias, o la luz, sin que nadie se conmueva? ¿Quién es dueño en realidad de su tiempo, en momentos donde el crepúsculo se hace viejo y la alegría ha sido sometida hasta tocar los calcañales? Un día quizá levaremos anclas, o en todo caso, otros molinos de viento. Es que  a menudo, vivimos con intensidad esas sombras del tiempo y la historia. Y más allá de si son arte, o hacemos arte con ellas, tienden a socavar nuestra propia estabilidad, tienen su propio modus operandi, son bestezuelas que descienden hasta los bajorrelieves del aliento. Es complicado tal cual lo dice el poema: sombra y hogaza, alma sedienta y sombra de pañuelos en los ojos. A veces nos nace a cantaradas la tristeza, las aguas de las sombras en las paredes. No sé si culpar al tiempo de tantos destinos convertidos en ceniza. No sé si es deber del tiempo sepultar pájaros.  De pronto a mí tampoco me sientan bien los otoños, como metáfora, símil, etc. como mero paisaje, me resulta fantástico. Yo siempre, sabes, estoy escribiendo enclavado en ese viaje póstumo, en las lejanías del devenir: me conmueve el tren de la oscuridad, los minutos inmensos colgados de la cruz cósmica de lo genesíaco. He viajado largas estaciones de párpados. Estoy en presencia del ansia, de la torpe soga de otoño que cae al suelo; palpita agosto en la redondez de mi esperanza, silba el árbol ante el granito.  Uno siempre se está largando de aquí hacia ámbitos insospechados; los días tal cual son el cuaderno que alguien inventó en medio del brasero. Ante las tantas preguntas, para ninguna tengo respuestas, enloquecemos de nostalgia y tinta, de semanas cercenadas y periódicos que vaticinan tantos pájaros en la ebullición de los sueños. Sembramos caminos en la patria, pero también en el común vertedero de sombreros; ¿saldremos ilesos? Caminos, los hay, aunque también marchitos por las bisuterías. La poesía nos despierta con sus azúcares y agritudes. Cuesta escribir ahondando en los gritos, sesteando en las turbiedades de la geografía, o en el asiento gris del grito de las estaciones. Supongo que los pájaros de un día, ahora son cipreses, arenilla en el ojo del viento. El tiempo existe en ese gran bosque de sombras, denso, extraño, como la sed letal de los moscardones, como el dedal del luto en la avidez que nos niega. ¿Cuánta agua salobre hay en los ojos? ¿Cuánto estío en la bestia de la memoria? De cierto, de cierto, llega un momento en que uno no sabe si al menos es memoria. Un tema sobre la mesa de mis reflexiones cotidianas; y vaya que no siempre me estoy refiriendo a la muerte física, que es la menos importante, sino a esas muertes sucesivas del alma, al fruto caído, a ese mundo esencial de luces y sombras, al surco del infinito que se lo traga el crepúsculo. ¿Cuántas campanas, íntegras, se han disecado en el aliento? Una vela y una lucha tan antigua como la humanidad y nunca tenemos respuestas absolutas. Nunca dejamos de danzar, mutilados no obstante, en alguna de las tantas germinaciones de nuestras vidas; ahora, entre promisorias vigilias, me doy cuenta que camino en la sospecha de mi cadáver. Esas soledades, lentas, grises en el alma, son otra forma de morir. Perdón por mis digresiones mortecinas que puedan no gustar. Alguien me escribe, sea una reflexión o digresión en torno a las distancias, a los afectos, a la escritura y a la vida. ¿Metamorfosis? Tal vez. Metáfora, sí. Siempre pienso en los cambios de estación, en la lectura de las perplejidades, en la ambigüedad de los no, siendo sí. La escritura es una especie de insinuación y sinuosidad; titubean las sombras cuando desaparece la sombra de uno sobre la mesa de los recuerdos. ¿Es la memoria, acaso, el tormento en el poema? Quizá. ¿Excusa? uno llega a cierto punto de animosidad; es cuando empieza el largo camino hacia dentro de uno y del poema, hacia el otro espejo del guiño de la herida: alguien me escribe siempre desde la otredad. Me seducen las larvas, igual que el féretro fenecido del alfabeto y la vívida desnudez de los ciegos...
Barataria, 2015