Imagen cogida de la red
SEMÁFORO
Siempre faltan palabras, para darle sentido a la pólvora derruida
de los vértigos; a veces el escombro no sólo despierta, sino embriaga los
sentidos, la tinta, los fluidos de la escritura que únicamente tienen lógica en
el filo del aliento o la ceniza. Siempre faltan las palabras, para alumbrar de
sus ahogos a la conciencia, esa gracia tórrida que escancia el pecho sin
socavarlo. Ante la depredación de la neblina, el río de amaranto que madura
entre las manos como el pincel de Miró, o Magritte, o Chagall. Siempre faltan
las palabras para que maduren las sirenas del pálpito, los aromas aviesos de la
vaguada, o la pepitoria del minuto. Uno siempre es fruto inconfeso, a menudo,
anónimo poniente de la hoja madura de los esplendores. Al final, ignoro si
sobran las palabras frente al escondrijo de la memoria. No sé si es así, o sólo la ficción o
el estado permanente de la perversidad: lo único cierto es el umbral con las
costillas oscuras de neblina o aliento. En la totalidad de este mundo feroz —debo
suponer que no exagero— nos encontramos destinados a la filiación de la desconfianza,
a la escuela vocacional de la duda o del miedo. Sé que hay fatalismo en mucho
de lo que expreso; en la vida cotidiana se encrespan los caminos, los mensajes
tienen una piel aviesa, a cada itinerario las dicotomías o las paradojas. El
miedo a menudo duplica sus estertores, los espacios de los mecates, la dureza
de la viga del calendario. Nos muerden o acechan, además, los fetiches y sus
absurdas noches, la ceniza infalible de la historia y su contraria calle de
ojos perversos. Todo fluye así, pese a los diferentes modos que posee el
desarraigo. Sólo en las pupilas el grito de la noche y los labriegos de espinas
y hondonadas. Es duro por cierto,
entrar a esas regiones inhóspitas del aliento donde la memoria se hunde junto a
las formas del dónde y cuándo. A veces la sombra es tan mísera que no llega a
espectro, ni a salmo ni a parábola; en días de vanos espejos, los espasmos
rotos del despojo, la hoja caída sobre las escamas de los hemisferios. Hay
tantas señas y señales hoy en día que la palabra no deja de ser torpe bandera, mediantorcha,
escalpelo. Sobre el promontorio de huesos, de fango o cieno, otras zonas
vencidas como las noches y sus previsiones, como los templos húmedos que flotan
en alta mar. A menudo hacemos de las pupilas, ardientes piras: desnudamos los
estanques desde el balcón remoto de los deseos. En las ramas del poema un acordeón
de luz. Ante el retumbo de la piedra calcinada, el aliento fecundo de las
brújulas. Lo cierto es que la lluvia es dura como la patria, como los trabajos
que quema la esperma. Sobre el
tapiz doméstico de las palpitaciones, el tumor arraigado e indolente de ciertos
vahos y sofocos como tumba o indolencia: lo sé después de ver el devaneo de los
objetos casi como una alucinación de piedra insurrecta. Lo sé, desde fuera de
mis párpados. (En el firmamento hay
inexplicables bocinas de vértigo y hasta embudos con enormes cicatrices.) En esto de vivir el día a día con los
ojos puestos en el entorno, implica necesariamente algún poquito de lealtad con
las paredes. El poema, después de todo, está lleno de desatinos, entresuelos,
vestíbulos corroídos, fantasmagorías y más de alguna sacristía. Sólo sé el
rumbo del poema cuando he llegado al último verso y dejo de apretar la soga al
cuello de las palabras. El poema también y en este caso, es como un cipote
percudido por la intemperie: yo me veo chineándolo en la penumbra. Salvo a las
lecciones del catecismo, siempre estoy próximo al espejo, a esa otra agonía
inevitable. En los desfiladeros del cerrojo,
las manos de la nostalgia con su alcanfor de crepúsculos. Ya he olvidado el
hambre que corroe la lectura del almíbar. Uno no sabe, a fin de cuentas, en qué
magnetismos se van los sueños. Sí, uno no sabe cuál es la puerta que se
desnudará en los faroles de la brújula del sin fin. ¿Qué certezas, hay entonces
en el poema? ¿Qué cataratas leerán pájaros? De seguro el arco iris tiene sus
propios contratiempos cuando llega la tarde. Siempre
estoy escribiendo desde mi Patria, la Patria del poema, cifrada en esta
eternidad de la íntimo: íntima, digo, la palabra que busca la mano del prójimo
y el regazo de la hoja. Breve tinta, claro, el yo efímero que la nombra, el mismo que la reniega y
la suda. Hay otras agonías que atizan, pero no el saber, el estar conscientes
de que mañana, quizá, seremos profunda lejanía dentro de la brevedad que
descampan las sombras. De calle,
calles, esas donde uno persevera todos los días, esas borrosas o sembradas en
los ojos, esas que se tornan inverosímiles tras las lloviznas del calendario.
Uno se embarca en nostalgias o traza sombras de candiles alrededor de las
puntas ávidas de la esperanza. Hay calles y duelen en la penumbra; hay
callejones y golpean las raíces y el pecho y descienden a los transeúntes, a
las ciudades poco claras del espíritu. Hay asiduas callejuelas como los
prostíbulos de toda niebla y de todo olvido: el murmullo salobre nos arrastra
hacia la concavidad encrespada de los silencios, o de las ojeras que deja la
neblina cuando pasa sobre los poros sin ninguna vehemencia. Nos acechan los
gritos. Nos acorrala la soledad de los tabancos y el hollín de los viejos
suicidios de la alegría. Quizá en el pez atroz de los sueños, bebamos los
pájaros líquidos de la muerte, las tumbas, los besos, los adioses…
Barataria, 2015
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