Imagen cogida de la red
SEMÁFORO
Ay, de pronto sólo nos falta el tiro de gracia
para acabar con todos los murciélagos que cuelgan del cuello, o de los vasitos
de saliva que enarbolan mástiles. A veces cuelgo mi sed de las ojeras del
calendario, de los encajes de la diáspora, de los arcoíris que estorban junto a
la cal de los braseros del precipicio. Hay voces, voces por doquier; vidas,
vidas por doquier; silencios y silenciadores por doquier: quizá pertenezcamos a esa otra cara, que no la cara común de Sodoma
y Gomorra, que no la queja innoble, ni la noche, ni el matorral. Pese a que
sobre este tiempo se alzan tantos desconsuelos, tantas sombras, tantos
esqueletos cercenados en medio de nuestros zapatos, es deber del poeta quemar,
quemar la tierra para la siembra: deshojar la tinta para un nuevo sahumerio.
Quizá debamos escribir una rosa a nuestra rerum natura. Quizá y que nos amparen
los relámpagos entre estos breñales. En fin, a menudo la cobija no
alcanza cuando se está en la periferia del mundo. Cierto. El olvido es una
ilusión, —cuando te ignoran a propósito es porque no pueden olvidarte—, nunca
se olvida, o casi nunca se olvida: algo siempre
subyace en la mirada ennegrecida de las gavetas; la cicatriz está ahí, para no
olvidar: las distancias, los trenes, el alma que baja o sube de los abismos.
Uno presupone el olvido como un puerto, como un camino, como un mensaje. Dentro
de esa sensación de ciego en medio de la neblina, algo de uno reconstruye
tantas crepitaciones, silencios, ahogos, odios, alegrías: en el interior,
seguramente alucinan las sombras, aun eso indefinible que llamamos misterio. La
realidad es una permanente exposición de heces, en donde teatro y espejos se
disputan la podredumbre de las semanas. Digamos que algunos somos sensibles al
tiempo y en ese sentido pretendemos respirar olvidos: a menudo en el intento se
nos pudre el corazón y el aliento. Como estas son digresiones a lápiz, pueda
que algunas palabras queden en sombras; y otras, conviertan en rostro esas memorias
del desahogo. Eso de los inventarios es sólo la lección del día. Sí, en circunstancias especiales, un
minuto es eternidad y universo, más cuando se trata de recoger el polen de las
palabras, o del país de un niño, o del alba en la impaciencia de la flama.
¡Cuántos presagios, en verdad, deshacen nuestra tranquilidad! ¿Cuántas aldabas
es necesario abrir para saciar la avidez del rocío? El poema tiene los
desasosiegos propios de nuestro tiempo: asistimos por desgracia a un tipo de
ciudadanía del devaneo, los temores son mayores a las migrañas o a los
neumáticos, a los cuchitriles de las laderas. Triunfa la maquinaria de la
perversidad, las ventanas fosilizadas de la esperanza. Tintinea la oscuridad
como monedas de uso corriente; y allí, las gotas de terror, las teorías y
remordimientos, mientras la conciencia se convierte en extenso basurero donde
sólo tienen posibilidad de vida las moscas y todo su mundo de telarañas. Vemos
a diario esos desencadenamientos de la voz enclavada en las esquinas del país: supongo,
ahora, que las concavidades tienen su propio petate. La noche y sus juncos agónicos. Ya me he
acostumbrado, por cierto, a ello: huyo de ciertas voces, y sobre todo de las
voces inmaculadas. Con frecuencia, una manera de rendirle homenaje a un ser humano
es invisibilizarlo por todos los medios disponibles, despoblarlo de ropa y
calles: en este punto, se debe aprender a sobrellevar la orfandad como una
especie de júbilo. Alguien me dijo que
para escribir no se necesita de pezuñas, sino de alas (por suerte, las
tengo inevitablemente). En poesía la evidencia debe ser inequívoca porque están
allí esos juegos perversos de la oscuridad y sus amarillos timbales y su árida
orquesta de insomnios. Te miran así, de soslayo y rezan para que desaparezcas.
Y se preguntan y se miran de reojo. Desde luego, uno aprende a leer estos
puntos borrosos del firmamento. Dentro de la muerte que provocan los silencios,
siempre hay huellas y recodos inusitados por más que se quieran ocultar.
Existen por doquier diferentes formas de negar, de desdibujar otros nombres. A
través del aliento se aprende a lidiar con estas durezas: sé que hay mucha
impotencia para la ternura y vendas y desiertos aun en las palabras. Te vigilan
porque es parte de la condición humana; duermen con el libro abierto del
desvelo. A veces su respiración es inaudible. En nuestro mundillo, alguien,
siempre juega al desamparo y es, supongo, su conquista; la mía, empinarme en el
alfabeto, jugar con las cortinas del sinfín, ahogarme en la luz. Supongo que al
final uno simplemente frunce el entrecejo y deja que los aullidos silenciosos
actúen como aficionados. En este camino cada quien descubre otras congojas
mayores a las propias. Por ello es necesario aprender a desnudarse en medio de
la noche para ver las venas de sed y su aliento roto. Por mi parte, me quedo
con lo mío: las distancias y su obsesa labranza…uno en este bregar de la vida y
la escritura está entre la luz y la sombra. Sí, alrededor nuestro hay un
extraño baile de herrumbre y tizne; uno va, como vadeando ciertas sutiles
podredumbres, lluvias, sueños, ríos de disparos, también algunas ternuras que
deambulan en las calles y las miramos de soslayo. ¿Hay misterio, en todo esto?
No, no lo hay. Hay escalofríos, sí, y también sonambulismos y días con largos
durmientes, y aguaceros con cachucha, o sombrero, o paraguas. Y hay estatuas
decepcionadas entre chiriviscos, y promesas y aflicciones. ¿Hay una continua
metamorfosis? Sí, la hay. Después de todo, los rieles son militantes de nuestra
fantasía, la calefacción de las escuelas, la negrura de los periódicos.
¿Temblamos? Claro, porque es parte de nuestros aperos indescriptibles, porque
somos grandes ruinas históricas, y anárquicas manos, hechas para la escritura.
La lectura de una jaula o la del trencito de madera, es como escribirle una
carta de amor a la luz.
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