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INVENTARIO DEL
OLVIDO
En el armario, la
luna plena y sobre el estrépito, un candil
de sombras. El
libro del calendario y su caligrafía ahogada.
Erguidos en la
piel, los cajones de las semanas cubiertos de olvidos.
En los muelles de
la noche, la bocanada de recuerdos,
crepitantes las
mollejas del sinsentido, bohemia la crónica del ansia
en los círculos patológicos de las fechas: la claridad se burla de todas
estas miserias inagotables. De las pobres cosas en mis sienes.
¿Podemos hartos de
todo, olvidar cuanto de barbarie
y miserable tiene
la vida, husmear en la desmesura del pasado?
¿Hay cierta
mitología inmutable en el olvido, en cada folio del delirio,
en cada madera indemne de este monólogo? —Los armarios
son ciertas arqueologías, depósitos sedientos de la hoja y la rama
y el árbol: allí
subyacen los folios de lo póstumo
y aquella boca
cansada de pavimentos.
Todo es así al
final de la tarde.
Ante lo inminente
deliran los cansancios del verdugo y el infortunio.
Algún sitio habrá
para guardar todas las migajas desde el diluvio
hasta nuestros
días, desde los semáforos irrecobrables del sollozo,
a esta suerte de
aniquilar los trenes en plena desnudez del hambre.
(Entre los tantos olvidos, usted, desasida por mis
poros,
desterritorializada de la estrofa de mi aliento,
catártica en la épica
de mis Hefestos: martilla y fluye justamente
en esa absurda severidad de lo demiurgo. Absurdo el
orden
y la alegoría inmerecida de los asedios. Absurda la
indulgencia
sobre la página suprimida. Simbólico el paisaje
movedizo.
Desglosados los renglones del viento en las
extremidades,
usted y la puerta estrecha de la moral. Lo humano de
la roca).
Todo lo
acontecido, desvaído el musgo adentro del féretro
de los girasoles.
El olvido de telas oscuras muestra sus dedos.
Sucios y
desencajados, los borbotones de ceniza
en el costado
extremo de los desasimientos de la carne.
«Un hombre sólo
posee lo que no puede perder en un naufragio».
La bruma y el agua
se rompen en ese inventario de la nada.
De qué nos
olvidamos cuando el cataclismo se desmorona
en
el barro
perenne
de
la borrasca.
En
las esquinas del horizonte todo se reduce a escoria también
en
los ojos mueren los espejos y la mirada y el cuerpo ciego
en las indeterminaciones de la sombra los abanicos sordos del colibrí
fenecido
si algo queda en el aliento es el horror enamorado
de las tumbas o el escarabajo excesivo de la angustia o la hiriente
abeja del amargor con su golpe de herradura.
Como el náufrago en el cuerpo de un niño solo quería jugar
con los cartones de espuma del mar y no con la soga de sal en la garganta:
solo soy un náufrago en los escenarios de la tierra,
a veces de ausencias y hogueras; otras veces Nadie una hilacha fúnebre
en el abismo de un país vacío.
Del libro: «Ámbito del náufrago», 2015
©André Cruchaga
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