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ADIOSES INSEPULTOS
Ni en
el féretro irrevocable de la memoria y todos los olvidos, esta suerte
de los
adioses insepultos: uno siempre guarda en las grietas de las cerraduras,
el
delirio de alambique de la memoria.
Por más
tierra u océanos, o fronteras, estremece el badajo amarillo del desvelo
en sus
socavones de polvo donde cada gota de recuerdo perfora
ventanas,
esa humedecida argamasa de tiempo y aguas e historia repartida
en
pequeños bolsillos. (En algún sitio,
converso con las paredes de los ataúdes;
derribo la panadería de los genitales, el
galope sobre telarañas de grises,
el barro de la ternura de los viejos
recuerdos.
Aquí siempre en la copa del sombrero todos
los adioses dichos, la ceniza roja
de los orgasmos, la hojarasca toda en el
hueco de mi aliento.
Aquí y allá errante el humo en las calles,
las distancias solemnes del viento,
o de los inviernos; siempre las cicatrices y
los huecos que acumuló el agua.
Ignoro si es bueno o malo, esta eternidad del
luto.)
Cada
quien camina, supongo, a través de otoños rotos y deshabitados.
Giran
los candiles en el precipicio de las entrañas, debajo del insomnio.
Ahora
sé todo lo que cuestan los recuerdos: un solo pájaro es insustituible
en la
garganta, cuando el ojo del frío no borra los olvidos.
Siempre
me ha tocado, después de todo, rasguñar la dureza
de las
osamentas: el agujero negro de saliva y
procurar ser semejante
a los
demás: quizá siempre esté aquí, aquel incendio atroz justo cuando muero.
En el
abismo de mis monólogos, tu boca despierta el cuerpo de la evidencia.
Barataria, 2016
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