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TIEMPO DE
SIGILOS
En la noche
Cuando las llamas
alucinantes de las pesadillas reclaman
El silencio
Cuando los muros blandos
de la realidad se estrechan
No saben que los perfumes
de mis días mueren en mi lengua…
JOYCE MANSOUR
Bajo la lluvia este andar sigiloso del tiempo, tiempo
de muertes
e inequidad —figuras ecuestres entre los lienzos del
agua,
campanarios de dilatado bronce, paredes de barro
gastadas,
horcones con la polilla a cuestas de los corderos de
Cristo,
calles sin más novedad que las piedras mudas
de tanto sopesar bueyes de sordos cascos.
La respiración sacude el agua de los huesos,
la de los párpados que salen a goterones,
sin ser manantial para reflejar todas las estrellas
del planeta.
Sin ser ojos, ni fuego, sino herida:
—herida desde el corazón hasta el rostro,
heridas desde el cuerpo hasta el sueño, hasta las
venas.
El surco de las alas se anuda a los deseos, la soledad
en soledad
de los deseos, los días para lavar la cruz, el
infierno.
El agua muerde con su guitarra desmedida,
esta casa vacía que aspira a un reino más humano:
—casa terrestre, íntima, desnuda. Casa de pobre y
enferma.
La lluvia, también, gritan las flechas de su
fosforescencia
y la brisa fría vuela como un pájaro aterido bajo las
caderas
de las nubes, bajo el día hecho de espuma o de cinc,
bajo estas sienes donde los potreros se ensanchan y
arquean,
un arco iris de ilusiones y dudosas semillas.
La sonrisa de sus hilos toca mi boca hasta llenar el
pecho.
Y aunque no hay estrellas ni sol, su masa
transparente,
torna mi alma en un cielo de vívido cordaje.
Después queda la huella en las calles y en la memoria:
violines de gotas alrededor de las piedras,
ropas empapadas en paralelo a las anclas borrosas
de las inclemencias, flautas donde la ternura toca la
infancia
con sus barcos de póstumo cielo,
—esa infancia mía que a veces me duele como un
tropezón,
o me quema en su hervor de café espeso.
Si esta lluvia pudiera llevarme en su tren a lugares
sin esquinas,
encima de un paraguas, contando las palabras
hasta hacerlas techumbre y juventud,
y no chatarras de un mundo donde nadie se entiende.
Bajo la lluvia, estos anteojos míos buscando
lavar el aliento del aire
y la lengua fría de las puertas de hierro;
yo siempre quise subirme a las estatuas por cuenta
propia,
para saber si sus trajes se mojan como los míos
hechos de absurdo rocío, hechos de penas,
hechos de sudor.
La intemperie ha mordido mi carne. Ha lavado mis
telarañas,
y comido a la mesa conmigo pedazos de crepúsculo.
Bajo la inminencia un crepúsculo de miedos, nadie en
la mueca
de los jardines, nadie entre rizos de bruma.
Toda su fuerza se ha vuelto cómplice conmigo, silueta
confusa
desde aquellos años sin zapatos, con una madre
desempleada
y con una preñez de batallas diarias por librar.
Entre sus escombros de hojarasca, escribía sobre las
paredes.
Allí almorzaba la esperanza junto a mi madre,
Crecida de raíces y costuras y sábanas de herrumbre.
Desde entonces ese sonido, —el de la lluvia—, de la
máquina
Singer, confuso regocijo, lo llevo como la sangre
de mis ancestros, un árbol con mi nombre.
Un territorio donde mi madre establecía su dolor de
lenta sombra,
el propio alimento.
Lo demás es nostalgia, y mundo extraño todavía.
Del libro: «El
búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011
©André Cruchaga
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