ENRAMADA INDISOLUBLE
Cegado el polen, el
aire, la luz, disueltas las palabras, ahogadas
las esquinas del
vértigo, volvemos a la irrealidad del horizonte:
el cobertizo y la
chamiza acumulan sombras petrificadas,
los troncos de
nuestra materia enmohecida, los días idénticos
a los azacuanes o
zopilotes, los días con un crucifijo en el corazón.
¿Podemos, acaso,
anunciar el desfallecimiento, el humo amargo
de la memoria, todas
las noches juntas que ardieron en el desierto?
—Debajo de mis venas
sostengo la pústula nocturna que mordió
el aliento, la piedra
que deshizo mis zapatos, las ramas entrelazadas
con una trompeta de
batallas fenecidas.
Cuando el día es lo suficiente claro, no se necesita de árboles
dispersos ni de candiles para que acompañen la soledad.
En los días venideros descubriremos el Ave Fénix con cuerpo
y rostro sin las cenizas de la noche.
Hablo con mi sombra,
—claro— indisoluble en el follaje.
Mi sombra epicentro
de olivos de antepasados,
desbordamientos como
ceniza de tormentas acumuladas abriendo
la boca, hermosas
muchachas de ensoñación, desesperada mi égloga
anciana, plumas de
pájaros en las horas del día, luego la lengua
de mi prehistoria,
fija, perenne, perdurable,
soportando todas las
devastaciones, soportando al cuerpo que anida
aves de rapiña,
dientes de humo, movedizos sonidos que hacen
del tiempo una
desnudez insoportable, descendida a un campo
de fantasmas
colosales, la pobreza.
Del libro:
«Final de espantapájaros», 2013
©Pintura
-Oswaldo Guayasamín
©André
Cruchaga
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