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CÁNTARO QUEBRADO
A fin de cuentas, el universo es
breve y escurridizo, como una gota de aceite
entre manos, —es extraño, pero
todo se extingue, las cosas, las personas y hasta
las ventanas con su mundo recostado en las mochetas.
Cada día es igual y diferente:
las calles, los hedores, los güishtes alrededor
del calendario, las ventas
torrenciales mordiendo los ojos y aceras.
En cada paso que damos, la boca
se nos llena de palabras remotas y de moscas.
En este verano se nos mueren los
caballos y los pájaros y los muelles.
En el yagual de yute se pudre el
cántaro y el espíritu de las luciérnagas.
En la hora del nixtamal, el
lenguaje extraño de los contrastes: la libertad,
los brazos, ese entonces de la
vena mayor del vuelo.
Antes, las amistades tenían la
feligresía del azúcar, era espejo filial el pálpito.
Era sano el barro, o el fondo
desnudo del instante consumido.
Alguien siempre escarba, —entre
mosquitos—, la tumba de nuestros deudos.
Nunca, por cierto, ha habido
hoguera sosegada.
Ignoro si al final, el absoluto
tiene que ver con inmolarnos,
si sea posible degollar la
intemperie,
si después de todo, un día
dormiremos tranquilos y nadie nos desnudará
a medianoche y nos hará fértil
instante de la ceniza. (Uno sabe que aquí puede
suceder cualquier
cosa; sólo Wall Street resulta inasible para nosotros
u otros emporios donde el frío es evitable.
La angustia es como el cotidiano hueso de los perros. —Usted puede
no creerlo,
porque vive fuera de las zonas francas de las moscas.)
Barataria, 30.I.2016
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