martes, 20 de diciembre de 2016

TANTAS VECES UN DÍA (MONÓLOGO)

André Cruchaga, visto por Lucian Opriceanu (Rumania)





TANTAS VECES UN DÍA
(MONÓLOGO)



Sostengo dulcemente tu peso como brisa sobre una flor
bajará un ángel por tu forma la mañana suena las golondrinas en los árboles
como cuando se caía la sortija de tu voz en el patio
a la orilla de tu piel hay un canto crecido
doy vueltas a mi pregunta la geografía es sentimental
inmersa en el estanque se abre tu sonrisa repetida
la Torre Eiffel a tu lado flor geométrica para los poetas puros
Carlos Oquendo de Amat




Tantas veces un día. Tantas semanas, meses, años, el poema siempre con sus lenguajes múltiples. Ningún Dios desnuda el revoloteo de los estornudos, cada quien esculpe la palabra a partir de la armadura que tiene. Hay quien lee al otro, pero no necesariamente el otro lo lee a uno. Esto, claro, tiene que ver con la filiación y derivación de nuestras propias conquistas. A muchos nos gusta el golpecito de manos en el hombro, el rito, la zalamería, y los anuncios bullentes de la publicidad. A otros, y me incluyo, nos gusta pasar desapercibidos, celebrar sin retumbos y gesticular acorde al aire que respiramos. El poema es destrucción y a la vez resurrección; el poema es sombra y a la vez luz, es la idea del cuerpo poseso, encarnado en el poema, el enigma y la mazmorra, la experiencia más intuitiva de lo invisible. Entre la palabra y el poema, trepida el ojo y el cuerpo y todos los diuréticos y afrodisíacos. Siempre estoy próximo y distante de los demás lenguajes generacionales: el mundo, nuestro mundo, es tiempo y suspiro; el mundo es el aquí y el ahora, lo que tenemos, el infinito es sólo el sexo deseado, nada más. El poema es la fuga y la negación, es el milagro que desciende a la tierra: “—Nunca hubo sosiego para aquellas terribles hambres: el mismo grito/  arrancado a la boca, los paraísos expulsados de la memoria,/ la embriaguez inmediata de las onomatopeyas./ Siempre en el aquí, hay días avezados y hasta lamentos cuando llega/ la penuria, y devastados entredecires en medio de las palabras./ No hay misterio alguno en este cuaderno balbuciente de oscura sal;/ El infinito es sólo una tumba transitoria con amargos aperos./ Y aunque el asedio parezca una eternidad, lo cierto es que nos disolvemos/  en olvidos, y en menudencias que luego aprietan el hastío.” En cada sobresalto, hay ojos tuertos: uno no puede menudear los posibles y los imaginarios: no se es poeta por hacer vida pública, ni por denostar, ni arredrar contra el que se edifica con postulados diferentes. Quizá en cada esplendor haya oscuridades que uno no ha advertido, ningún pensamiento está construido a partir de milagros, pero es evidente que existen subterfugios y máscaras, manos peludas colgando de los párpados, adormideras doctrinarias del tiempo. En esas tantas veces de los días he aprendido a apretar los dedos de la muerte y ante los vientos hostiles, poco fraternos, me repliego a mis sueños, aun sean acantilados, o retumbos de golpes silenciosos. Construirse como es menester no es fácil. Prefiero mis palabras enjutas. Sabido es que toda palabra es atributo, búsqueda y, en esta caso individual, porque es la psique la que se debate con todas esas fuerzas de la historia y la moralidad. Me estremezco al pensar, desembarazado en todas estas innumerables situación que rodean la escritura del poema. Dicho esto, el intento del poema es casi orgásmico, poderosa acción de trazar linderos, de concurrir a las profundidades del agua. Señoras y señores uno se conmueve por todo este movimiento sísmico, por el pájaro que nos habla en la mañana desde la flor, por la sed digamos hecha sueño, por la metáfora de romper la jaula y hacer caso omiso de todos aquellos que lo adversan a uno. Yo sólo ovaciono a las palabras, no las rarezas del chancro y la gonorrea o la sífilis. Hay una vieja fatalidad en el poema: uno tropieza con los amarillos resuellos de la hojarasca, con el relampagueo de las telarañas, a veces con el ronroneo de los académicos y eruditos, con los que yendo al trote, tropiezan con el poema. Yo sólo veo a la distancia los arpones y a ciertos espadachines de cócteles y a ciertos magos del estrépito. Todo me lo gasto en la intemperie de mis hundimientos, en esa tormenta total del cuerpo y no, en la gota de agua que resbala en el dedo meñique. 

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