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ALERO DE LA NOCHE
Ladra la
noche de los aleros sobre el poyetón de la luna. Camina el aura
de la
oscuridad sobre mi pecho. (El vértigo
replica su camisa.)
En el
acantilado de los párpados, la naturaleza muerta de las mortajas;
el
cuchillo gris de la nicotina, o el candil sorbido del musgo por mis ojos
de amortajadas
úlceras: siempre deambulan con sus afonías
los
depredadores de alas, el cuentagotas de las linternas de ocote sobre el ojal
descalzo
de los espejismos. (Nunca la luz se hizo
frotándose uno las manos.)
En los
aleros inconclusos de la noche, el mar amarillo del escombro, lento,
como el
cuerpo denso de la hojarasca, como la sospecha de un pájaro tragado
por los
sueños: vos en la escritura de este río líquido de ojos y memoria.
Salta a
la palestra la gramática de la piedra pómez.
En la
saliva ahuecada del insomnio, el taller unánime de la yugular y la llovizna
repentina
de alfileres. En la reverberación de las cerraduras nada es restañable.
La cobija
oscila en medio de las confusiones del sueño.
Quiero un
respiro para darle viento a los genitales del zodíaco.
A veces
no es sólo la tribu la que aúlla, sino también la grieta del amor póstumo,
la boca
en los coágulos del granito, los rieles de fuego que ahogan el aliento.
Uno, ─a
fin de cuentas─, se puede hacer tantas preguntas, como caricias hace una
mosca
sobre una cópula muerta.
Pero
nadie, nadie, puede entender este hueco
hondo de las ausencias.
En el
libro de la tormenta, uno aprende todas las vicisitudes de la noche.
Quien ha
caminado lo necesario, sabe dónde está el próximo oasis…
Barataria,
28.III.2016
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