viernes, 19 de enero de 2018

PUERTAS

Imagen: Pinterest






PUERTAS





Ahí están en su liberación continua de trajines.
Duermen. Despiertan. Oscurecen.
La locura o la pasión las seduce,
gozan el arte de ver fluir los zapatos.

A menudo son huesos o ramas de esperanza
cuando se abren a los párpados,
a las miradas o al universo de las batallas.
En su traje hay sal o azúcar y terrones de viento y verdad.
Las he visto respirando sombras mudas,
zumo y, acaso, espejos
donde la luz cumple su misteriosa faena de vigía.
Ahí en las mochetas,
la lluvia prende sus brebajes
hasta hacer que el viento seque su aliento.

Existen  puertas que dan a calabozos
y en sus ranuras hay escondidas esquirlas.
También en los tanques
cuando los soldados salen a derramar la sangre
del prójimo y el sol se agolpa
encima de los techos y difusos relojes.
Está la puerta al cielo,
la única puerta por donde se entra moribundo;
y también a la del infierno,
según nos dice la ciega respiración del estertor.
Todas reciben los ojos fatigados desde fuera,
la mirada ardiente y el ojo del aire,
la herida del allanamiento,
y el humo herido de las calles.

Siempre están expuestas al grito y a la náusea,
a los reflectores de las ardillas irascibles,
a las armas barrocas de las colegialas,
a la fermentación de la luna
y sus gritos,
a la duda de las gafas que pululan en las calles
de manera acechante.
 La noche las posee en sus brazos y las despierta el día
con sus libras de seducciones azules,
con la respiración del mar tendida en el pecho…
Cerradas, el oído es el único centinela que las acaricia
con sigilosa vestimenta.
Algo de ellas describe la respiración del mundo.
Algo de ellas, las diferentes las caras del mundo
—lugar desde donde crujen las escenas:
los juegos de la vida como el ojo abierto en el entresueño.

Callan entre las manos
—celdas a borbotones aferrándose al vacío.
Sobre el quicio, la porfía del polvo,
los objetos de la bruma,
el eructo de las piedras,
la sangre en lívidos vasos boca arriba de las sombras,
ojos de pronto sin sonrisa.
A la distancia la noche las enfría.
Una y otra vez el rostro las desvela.
Una y otra vez guardan las brasas del día
y los rostros huidizos
de su propio umbral.
Al tocarlas se estremece su corteza, su madera vestida
de barniz o sus vigorosos secretos,
transeúntes extraviados del tiempo.

En cada puerta los ojos atraviesan el día.
La fiebre del alba que baja de la noche.

Es otro cuerpo cubriendo los huecos de la casa,
otra sombra perenne del tiempo.
Otro espíritu que vigila el sueño.
Nadie  las releva de su abismo noctámbulo.
Nadie hace posta con sus dientes
mientras la hecatombe las acecha
con su vértigo de frenéticos deseos,
con sus enfurecidos pies de ladridos.
Los perros de vez en cuando son centinelas;
pero se aterran cuando escuchan
ecos de ávidos juguetes,
cuando las sombras deambulan con máscaras.
A través de ellas el País se vuelve silencioso.
El asombro se afana en deseos.
De par en par salen todas las telarañas
y las horas profundas del secreto.

Nadie podrá quitarlas por más que las derriben.
Fueron hechas para guardar las pestañas
y esa realidad frenética que el escalofrío padece
como una realidad de fantasmas.
Fueron hechas para detener la fuga o el galope,
para que  la próxima muerte
no transite sobre sus muslos de dádiva.

Del libro “INTIMIDAD DEL DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 130 pp
© André Cruchaga

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