domingo, 17 de julio de 2011

EL POEMA EN LAS MANOS DEL PÁJARO


Cuando el equilibrio falta, se hace necesario platicar
con la almohada. Sé que he perdido el tiempo
abriendo las ventanas del subconsciente;
por el fruto moriré en la inmovilidad de una golondrina,...
Imagen tomada de miswalpapers.net






EL POEMA EN LAS MANOS DEL PÁJARO





Cuando el equilibrio falta, se hace necesario platicar
con la almohada. Sé que he perdido el tiempo
abriendo las ventanas del subconsciente;
por el fruto moriré en la inmovilidad de una golondrina,
—alguien dirá que es puro patetismo, pero resulta que la lámpara
del poema, ilumina las confidencias derretidas
en las lavanderías de los garajes. El fluido del poema lo recojo siempre
de las confidencias del césped, el alma de la neblina
se encarga de darle la humanidad necesaria:
el inequívoco vuelo del pétalo en el ritual del pájaro.

Saco del armario la indumentaria necesaria, la ebullición
que brota de cada boceto. (A menudo me conmueven las paradojas,
los embudos convertidos en meros artefactos,
el poema agridulce de una limonada, los catálogos
en línea de la conciencia. Siempre que la duda se vuelve mi enemiga,
pienso en los cuentos de ficción como posibles verdades,
a fin de cuentas, la lozanía y la claridad,
son aberraciones de nuestro tiempo.)

En las manos del pájaro pongo la tinta para el grafiti.
El poema es, de inmediato, la luz más cierta de una gaviota
sobrevolando muelles, astilleros donde a ratos, el nido es página,
realidad totalmente visible. He andado por laberintos
como en una procesión de féretros; también he entrado
con las manos extendidas a los atrios donde las imágenes
sacras permanecen rodeadas de candados:
(demasiado hollín, digo, para descifrar el surrealismo de las abejas.
En la temperatura del poema, las palabras habilitan chimeneas;
sangran las estribaciones de la letra cursiva cuando alguien
quiere disolver el río de la roca.)

Hemos entrado a una especie de cataclismo: primero,
nadie está libre de pecados; segundo, la saliva no deja ver
las mayúsculas, los aerobismos del tren que llevan
por todos lados rieles de aire. Me quedo después de todo,
metiendo la neblina en costales de yute,
deshaciendo el lado oscuro de la colmena del alfabeto,
la cólera de la historia que se ha vuelto fronda,
el ingenio para hacer de la vida tantas esquirlas.
De pronto el poema se abre a los eucaliptos: imagino el insomnio
producido por el odio; los aleros crispados de los párpados,
a punto de convertirse en tortura permanente.
El pájaro no sabe que los días se vuelven noches rancias,
desechos de mortajas sin auxilio, golpes bajos del aroma.

Pese a todo, dejo que maduren los alelíes en el traspatio
de la memoria; ello me quita la breña del pantano,
esa apretada salmuera de los párpados, la vena rota del destello
prematuro. (El poema, después de todo, —como dijo alguien—,
no se hace sólo de palabras, sino con hervor de musgo,
bejucos y zanates. Se hace con la sangre madura del granizo y la noche.)

Barataria, julio de 2011

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