TESTIGO DE LA TORMENTA
Caminante de la madera del alma: testigo de extrañas
aves.
Testigo de las quejas presentes, allí, en las aceras
azotadas
por el tabaco, en las orillas donde no late el sol, (sino el antro
y los cuchitriles), en la risa lenta y enigmática
de la noche.
A través del agua el cortejo del goteo, de los
pinceles envolventes
de la realidad con todo el filo del agua en los
párpados.
Mira cómo sollozan las hojas de la palpitación.
En el campo y la ciudad murmura el miasma y todos sus
parajes
oscuros. Y toda la política de la moralidad ciega.
¿Quién se atreve a recoger estos jirones de arcilla, a
ocultarse
en la hojarasca, a no gemir cuando está abrazado por
la ciénaga?
(Hueso tras hueso como hojas
carcomen la estancia o la partida.
Uno conoce las sombras tras
el destello del relámpago,
tras la pulsación del polvo
convertido en ceniza.
Tras ello, el galope sumido
en la angustia, el estatismo implacable
de los muros. Los nombres
traslúcidos de cada instante).
Rodeados por el pantano de la agonía, el sosiego solo
llega
a recuerdo; en cambio, la bestia, sigue entregada al
fuego
y la zozobra. A lo oscuro que puede ser también la
virtud.
Después del sollozo, la rama seca del aliento.
Como entre la mugre, vivimos dentro de una jaula
infiel.
Somos la carnada en la calle frente a la tormenta,
el periódico reclinado sobre las alcantarillas, ese
blanco y negro
de las democracias en nuestros países pobres.
Siempre es una maravilla amanecer leyendo
los periódicos y conocer, claro, de primera mano, a
los testaferros,
sicarios y proxenetas. A los que siempre son la
escarcha del poder.
Ellos abren y cierran cualquier puerta: jamás,
hay punto de inflexión en el fango, ni en esta
tragedia que vivimos.
Uno aprende, ahora, que la tormenta carece de
jurisprudencia
y aplausos. Y que esto u otra cosa es el cielo en la
tierra.
Uno aprende, —por supuesto— que hay obscenidad en todo
este himno salobre del país que ya ha perdido su
magia.
Bosteza el ser y el deber ser de la tierra que rumia
paradojas y eleva
cantos desde las iglesias y los bares, cementerios
negros, estudiantes
costureras y maridos borrachos, pobres difuntos
llegados del día
y la noche, costureras de abanicos e incensarios,
cerrajeros
de profecías, los demonios ebrios de Poe, un pez en la
solapa
de Hemingway, el Bar Lutecia de las antiguas milicias
urbanas,
pero nadie es Dostoievski, Chejov. Gorki o Gógol,
todo el país es persuadido por una plaga de langostas
y charlatanes.
(Supongo que es así cuando cacarean los recuerdos
resignados
a las alimañas —en el diente oscuro de la pupila la
herida al límite
de lo inmóvil y la desnudez del sollozo como un mueble
irreparable
odio las úlceras y a quienes husmean desde la sombra
abyecta
mejor sigo a solas con mi compañera
antes de que la pestilencia me alcance se me viene
todo el dolor
como si la muerte no fuera ardiente sed, hermana
transitoria de los confines odio la falsa luz y
lágrima).
Del
libro: «Ámbito del náufrago», 2015
©André
Cruchaga
Imagen
tomada de Pinterest
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