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ORFANDAD TEMPRANA
Mientras ardía en mí, la orfandad temprana en la
tierra, la sombra
del despojo y el hambre. Debajo de los cascos del
aliento,
el principio y el final al mismo tiempo derribados.
Siempre descalzo y desnudo a la orilla del río y el
lupanar.
Oscuro el cierzo y los huesos. Oscuro de avidez y melancolía.
La vida siempre tiene su frontera más allá de un
molino de gigantes:
yo encontré la mía en la soledad de la noche,
del otro lado de los embarcaderos y los trenes
ofrecidos por la vida.
Entonces habitada, sin ser leñador, el hacha de la
miseria.
El tiempo es siempre terrible, aunque tenga algún
remanso.
Antes de llegar a la edad del despojo, ya había
caminado
sin retorno junto a la miseria. Era como el ave de
rapiña ahogada
en el entrecejo. En realidad, era el ave que gemía y
temblaba.
Huyeron entonces todos los pájaros.
En los cuatro costados de la deriva mis pequeñas
manos.
Era miserable el escalofrío asestado en el fonógrafo
de mi pecho.
Era larga la súplica que nadie escuchaba, largo el
goteo del desvelo.
Busqué cobija en la memoria, en los brazos de rieles
y durmientes. La busqué con desgano en el tronco de
otoño.
Desfallecía en aquella aridez de la certidumbre; era
visceral el árbol
y la risa que buscaba, la levadura hundida en el
camino,
las palabras hechas escombro en la garganta,
la borrasca presentida y repetida cada día en esta
tierra.
Oscuro en mi niñez, buscaba la puerta de salida hacia
la lejanía.
De aquellos años, todavía guardo el aleteo de los
relámpagos.
Pienso en la zozobra alrededor de mis palabras,
en las negaciones y ausencias de las grutas del hedor,
en los pies primeros que me condujeron a las
sastrerías
y al propio instante de claridad que hemos perdido al
caer el sol
como la primavera a espaldas del crepúsculo.
Hasta que ahogué la llaga e hice del horizonte un
violín inédito,
camino los domingos sin necesidad de un paraguas.
Camino sobre violentas sequías de infancia y la
repugnancia
que produce el asco cuando uno piensa en el luto
fluvial que produce
el llanto, la orfandad en los prostíbulos que suena a
piano viejo
a veces a botas de soldados y supersticiones.
Dios que se diluye en la épica apostólica del pueblo
encorvado
de milenarios bufones, vulgares hacedores de la
oscuridad.
(El suelo que me mira con su
diluvio de objetos sin destino
no tiene sentido ser esclavo
de la noche ni del cadáver irreparable
del cuerpo ni del tiempo
muerto no tiene sentido lo inevitable
tampoco el hoy con sus
cansancios tampoco el circo
de las mañanas y esa espera
hasta cierto punto insolente de la voz
en cuclillas hay peces que
gruñen en mi cuerpo con sus escamas
de olvido nadie declina a los
ojos de la tarde ni al hastío producido
por tantos nombres
inservibles a menudo todo es impredecible
como la demencia desmedida de
los crímenes que acontecen a diario
hay fríos como el infierno de
una navaja en una lágrima
de frigoríficos hay sicarios
para disputarse la sed).
Del
libro: «Ámbito del náufrago», 2015
©André
Cruchaga
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