jueves, 9 de febrero de 2012

MIENTRAS ARRECIA EL FUEGO


Donde la oscuridad es habitual conciencia, qué vida nos asiste,
qué mesa nos proclama, qué manteles aúllan sin armadura;
dónde el cielo llena bodegas de herrumbre, qué infinito resplandece
al punto de tornarnos visibles, sin cadenas, ni escorpiones.
Imagen tomada de Miswallpapers.net




MIENTRAS ARRECIA EL FUEGO




Todo esto es tan antiguo como la misma muerte,
tan confuso y tan raro como la misma vida.
FRANCISCA AGUIRRE




De algún lugar desconocido viene el fuego. Desde la ventana
el ala y el escombro, los años que acaban en azogue,
el aire que nos mueve con paraguas de ansia, —todo arrecia
cada día, la vida es avara, nos va consumiendo en su temblor
de ascua, siempre el ahogo empieza por los ojos y concluye en la boca,
—la brasa nos advierte, vigía del destino,
a la hora de los barcos en la pesadumbre, a la hora del azor
carcomido en la solapa de los párpados.

Mientras llego a lo que debe ser: la oquedad inalterable,
debo caminar sin destruirme a través de senderos sinuosos,
pasadizos fatuos, borrar de mi memoria los tiempos de aguacero.
Borrar, digo, manos y amores con la misma avidez
fundacional de su germinación;
la vida al final, es un espejo en desbandada que sólo se ve y tiene
sentido a cierta edad, cuando la amenaza o la caída es inminente,
cuando el cuerpo solo va quedando como roca fría
en el sendero de la cueva. En el pozo donde descansa la corteza.

—No sé si todo lo que pasa queda,
cuando el tiempo es únicamente un destello de destrucción
permanente, nuestra carne es éter y va a la tumba indeleble,
nuestros pasos y mirada están marcados por ese ardor que escapa
de las manos, por la luz que quiebra el dique de los párpados,
por la flecha que horada los anhelos, sin disimulo.
Entre un sobresalto y otro, el tronco del árbol se ahueca,
vivimos porque morimos y en este enredo, se nos gastan los dientes,
el aliento se hace cada vez, inaprehensible;
el fuego nos consume y es cierto; pero también lo hace la espiga,
el engaño del espantapájaros en el eco, el amor que nos muerde
y pervive en la herida, el odio que asciende a respiración,
las dudas que respiran el yute de la saliva o las certezas, que son,
en cierto modo, aguas movedizas sobre las aguas de los edictos.

Mientras el dolor exista, habrá piedras y oscuridad sin límites;
mientras la vida sea morir en nuestras pupilas,
sólo el grito es claridad, síntoma de la sangre horadada.
Donde la oscuridad es habitual conciencia, qué vida nos asiste,
qué mesa nos proclama, qué manteles aúllan sin armadura;
dónde el cielo llena bodegas de herrumbre, qué infinito resplandece
al punto de tornarnos visibles, sin cadenas, ni escorpiones.
Mientras todo esto arrecia, el azul con viñetas de ceniza,
me preparo para comulgar con mi espejo, y así partir ileso,
—indiferente, con mi única claridad, un pájaro en la lágrima de la lluvia,
otro grito sin quejarse en las aguas profundas de la flecha.

Barataria, 31.I.2012

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