jueves, 23 de febrero de 2012

LIBÉLULAS


Siempre miro el trayecto del disparo como una recta que oscila
en el aire, luego le quito la omnipotencia al azar;
el sol a menudo invariable en el espejo, la caída de la sed
en el pantano de todos los días sin ningún analgésico.




LIBÉLULAS




En los paréntesis del agua, cuántas libélulas urgentes de vuelo.
Al costado de la ternura, el aliento hímnico de las ventanas,
la puerta visible del caracol ávido, las curvas promisorias
—el aleteo del anhelo enredado en el aliento del manglar: un haz
de luz ciega las sombras que me sostienen,
la misma tumba del cielo en los hangares de la alegría.
Siempre miro el trayecto del disparo como una recta que oscila
en el aire, luego le quito la omnipotencia al azar;
el sol a menudo invariable en el espejo, la caída de la sed
en el pantano de todos los días sin ningún analgésico.

Zumba desde el alambique, el cuatrojos, el hígado gastado
de la aurora y el césped negro cultivado en las paredes: crece
el ojo en auxilio de veleros,
la sábana, a menudo, desproporcionada del delirio, la suerte
del deseo en una antorcha de ixcanales, de sienes arrugadas
de tanto buscar llaves, de tanto leer en manuales, la propia tortura.
En cada trozo de madera la suerte está echada; a falta de rituales,
debo encender los espejos de la tarde con el humo del aliento;
la voz empuja la contemplación de los colores,
el espejo del fuego quema los floreros, en ninguna parte de mi memoria
encuentro fechas imprescindibles. No recuerdo la primera
escritura de la alegría, aun poniendo pretextos, como la algarabía
del pubis en mi secular aprendizaje, ni la rama madura en la boca,
sólo este fluir de tumbas, convencido de la muerte.

(Sin duda existen días al ras del suelo, donde columnas de libélulas,
lamen el epitafio apócrifo del hombre,
las paredes de la demencia donde escribo el abandono con los brazos
abiertos, la mirada perdida sin ninguna posibilidad de parpadeo.
A veces la soledad nos produce cierta amnesia, —vos y yo—,
perturbadores de nuestros propios sueños, acróbatas de la salmuera,
aprendices de campanas, entre un vaivén de circunstancias,
cobijados con el polvo adusto de la realidad.
Hoy, tal vez, no sirven ya las categorías dialécticas, tienen la fisonomía
de un neumático gastado, la gratuidad desaforada del grito,
la silueta del cántaro en la sombra de la conciencia.)

Siempre estamos empantanados queriendo reconquistar la pérdida
del habla, los días febriles de la otredad, el tren, por ejemplo,
con vagones de peces, pero la historia es la misma ciénaga donde
hemos estado tanto tiempo: allí los desniveles propios del abismo,
el hilo de los rieles gastados del cuerpo, la densidad de la materia
en descomposición, la oscuridad certera de los brazos,
en cada bocanada de aire de las cerraduras…

Barataria, 14.II.2012

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