domingo, 22 de septiembre de 2024

ACTO DE FE

 

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ACTO DE FE

 

Noches sin fin

Lentamente, lentamente las agujas tornan la noche en alba…

HENRI MICHAUX

 

 

Una somnolencia de polvo abre las persianas de las pupilas;

el sopor del contra invierno sigue mordiendo el horóscopo.

En unas gotas de neblina intento salvarme de los últimos días

y echar a la suerte este calor que hace sangrar el alma.

Desde tiempos remotos hay una embestida de gaviotas,

pelambres que lamen la penuria, dinteles lamidos

por la intemperie, un pez cosido en sus aletas, arcos negros.

 

Crepúsculos encendidos lamen la atmósfera con antiguos

relámpagos de abisales acequias.

Resuena la palabra de Dios sobre un nicho de pantanos.

Prófugo el velero de los amuletos, el chapoteo de pezuñas

en el infinito, la vulgaridad cada vez se hace turba.

En el infortunio de una mirada trágica se resarcirá una hogaza

de esperanza y una democracia sin muletas.

 

(Cualquiera puede ver las luciérnagas de la Vía Láctea

a través de su imaginario, y los millones de rostros invisibles

en la conciencia del tiempo.

También se ven los grandes hangares donde los niños lloran,

cuando la orfandad les quema las pupilas y el dolor se yergue

como única riqueza, extraña riqueza robándose el aire

y las almohadas).

 

Hasta cuándo serán las manos invisibles del universo,

o, por el contrario, la alacena para refrescar la historia

del presente ese futuro incierto al cual invocamos

con todos los ángeles encarnados a kilómetros luz del fuego

vital de nuestro forcejeo.

 

Ya la lluvia ha caído en raciones diarias de agonía.

 

Ya el confeti de la hojarasca ha lamido nuestros rostros

con su profundo libro en sepia,

ya los fósiles crecieron en su liturgia de siglos utópicos.

Ahora es necesario explorar en la frente de los pájaros:

nacer en la simplicidad del hálito perdurable,

en los meses de las raíces, en la rama

de los espejos hasta poner en su perennidad el agua de los ríos.

 

Nada es más cruel que una casa habitada y sin mañanas,

sin saber que la luz —en su jardín milagroso—

nos puede sacar de las osamentas,

y elevar nuestros días a escenas de sábanas limpias.

Nada es más gratificante que recrearse en los ojos de los niños

y ver la hamaca de luciérnagas de sus brazos,

su boca de relámpagos deshaciendo la somnolencia,

su pequeña sucesión de umbrales,

despertar sin el despojo umbilical del caos y el vejamen,

sin la intensa salmuera de la basura.

Tenemos tiempos de jugar a la noche y a sus trenzas desasidas.

A sus golpes redondos, o cóncavos.

 

(Nuestro íntimo lamento es de la tierra: ahí nos hundimos

divididos en dolor y alegrías. Habremos de tener paciencia).

El viento ha hecho cuevas en la tumba de la conciencia.

Nos toca descorrer la nada, las esquinas del veneno,

el titubeo de las colillas, las puertas cerradas del espíritu,

los rostros cruzando

persianas de olvidados muros de lamentaciones.

 

Y desde allí, imaginar los relojes con agujas limpias.

Imaginar que la vida es una puerta sin cerraduras.

 

Y desde allí ni féretros ni tumbas ni puñales con salmuera.

Y desde allí, el día, el principio del fuego,

el principio del agua con estampas de fortificada razón,

sin nadie que sangre páginas heridas.

 

La boca sin espinas es posible. Es posible la mesa y la risa.

Es posible el sendero sin estiércol en calendarios tribales.

Es posible el aire jugando a pájaro,

                                             a dóciles mañanas de cosecha.

 

El amor es posible con sus peces de curiosa premura.

 

El amor es posible aún entre las paredes oscuras del abuso,

en los túneles donde las sombras se vuelven espadas.

Aún en esta noche donde la lluvia arrecia con taza de mendigo

y los antiguos dioses

todavía supuran en manuales de aviesas pasiones,

                                 es posible ser uno derribando el odio.


Del libro: «El búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011
©André Cruchaga

Imagen tomada de Pinterest


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