jueves, 9 de mayo de 2019

VACÍO HABITADO

©Pintura de portada Willem de Kooning
Registrados los derechos de propiedad intelectual.






Una noche de gritos. Yo subía y no tenia posibilidad de arrepentirme; subía cada vez mas alto sin saber si llegaría a un encuentro de fusión o si me quedaría toda la vida con
la cabeza clavada en un poste. Era como tragar olas de silencio,
mis labios se movían como debajo del agua, me ahogaba, era
como si estuviera tragando silencio. En mi eramos yo y el silencio. Esa noche me arroje desde la torre más alta. Y cuando estuvimos en lo alto de la ola, supe que eso era lo mio,
y aun lo
que he buscado en los poemas, en los cuadros, en la música, era
un ser llevado a lo alto de la ola. No se como me abandone, pero
era como un poema genial: no podía no ser escrito.
l Y por que
no me quede allí 
y no morí? Era el sueño de la más alta muerte, el sueño de morir haciendo el poema en un espacio ceremonial
donde palabras como amor, poesía y libertad eran actos en
cuerpo vivo.
Alejandra Pizarnik

La noche última el viento silbaba tan fuerte que creí
iba a derribar las rocas de cartón.
Mientras duraron las tinieblas las luces eléctricas
Ardían como corazones.
En el tercer sueño me desperté cerca de un lago
Donde venían a morir las aguas de dos ríos.
Alrededor de la mesa las mujeres leían.
Y el monje se callaba en la sombra.
Lentamente pasé el puente y en el fondo del agua oscura
Vi pasar lentamente grandes peces negros.
Súbitamente me encontraba en una ciudad grande y cuadrada.
Todas las ventanas estaban cerradas, doquier silencio
Doquier meditación
Y el monje pasó aún al lado mío. A través los agujeros
de su silencio podrido vi la belleza de su cuerpo
pálido y blanco como una estatua del amor.
Al despertar la dicha dormía aún cerca de mí.
Giorgio De Chirico







VERJAS




En el entramado del viento, la verja celeste de la aurora.
El ojo solar en la garganta: los sonambulismos propios del paisaje.
En el óxido de la nostalgia, el autorretrato de las escaleras,
los ojales gigantes del balcón pulverizando el polen del zodiaco.
En los intermedios de las enredaderas, la estética verde de la tinta,
la evolución de la sonrisa en la esquina de los brazos,
o aquellos amarillos del destino como un clamor perpetuo.
Siempre que juego a los guijarros y a la asfixia clandestina,
salta la dureza de los periódicos:
en la garganta del horizonte, a quemarropa, el exilio de la piel
y el mundo con su lluvia oscura y los ojos mojados en la deriva.
En la antesala de los caracoles, la herrumbre erguida
en carcajada: ahí la sangre y la piedra y el polvillo de la historia.







CÉSPED EN EL ANSIA




Sobre el césped, calendarios de tinta,
siglos de inventariar el nombre de diversos caminos,
el césped táctil de la lluvia,
los testamentos de saliva que extienden su lengua
más allá de los roperos establecidos del follaje,
los ritos paganos que profesa el instinto
cada vez que anochece al filo de los ojos,
—los cascos de las aguas,
de las persianas al vaivén dolido de las estaciones:
este descubrir el universo cada día con las manos,
al roce hondo de las paredes y el grafiti,
cuando la demencia se expande
en el rostro como un hongo carcomido.

—Por ley natural nos toca el cordón umbilical
y luego petrificarlo en alguna alacena,
hasta volverlo otro lenguaje aferrado a la historia.

Nunca supe, qué cosa es el destino;
y sin embargo,
entendí los tiestos de ceniza alrededor de los zapatos,
sobre la joroba de la pesadumbre,
en la voz desmembrada de la espuma
con toda su pureza de sal,
salmos galopantes de las sombras.

¿Hasta dónde puede el césped conciliar mis ojos,
el tríptico riguroso del follaje, la cantina oval del cierzo,
la robustez sin el titubeo, el zigzag de los horcones y las lágrimas,
dentro de puertas irrespirables?
Sé, por supuesto, que la simplicidad duele.

Duele el galope del perfume, duele después de todo,
la cama sin cobija, y el parche poroso del cielo en el cuerpo
y la vieja pirámide de la ilusión.

(También sé que la brasa de la linterna
es paisaje eyaculado,
forma de presentir el magnetismo de los sueños,
reconciliar los poros en el albedrío de la sed.
Cuanto más agreste es el césped;
arduo el sigilo que nos toca develar,
la fuerza con la que sentimos el murmullo.
Nos movemos dentro de cierta perplejidad de círculos:
aldabas y aldabones y cerraduras,
días que revientan al filo del murmullo,
de las especias reservadas de la ráfaga;
escarbamos hasta llegar al subsuelo.)

—Al cabo, tan elementales como el fuego o el frío,
tan ciertos que traspasamos la flama que gobierna el candil,
o la pira que se suma al pálpito,
al césped donde perdura el extravío.

Nada es tan cierto como la germinación táctil del viento,
la humedad a goterones,
este viaje sin que se agote el ansia,
el velamen a cuentagotas alrededor del fermento del imaginario.

Sobre el césped, vos, semejante a un alma indeleble;
al arcoíris verde del alambique,
a aquellas almohadas donde crepitan las semillas.




CADA DÍA LA MUERTE




(Cada día la muerte sobre la almohada: habitual fantasía del viento en el pasmo; cierta en las ramas de las venas, clara como los matices del desvarío. En medio del laberinto, los secos pétalos de la tinta, allí, los barrotes grises de la saliva; en el mendrugo derramado de los sueños, la negación húmeda de un alma gemela, la negación del estertor. Nunca sé hacia dónde voy. Ya nos é el rumbo de los caminos en la bifurcación de las fotografías, ni si existe la música en los ojos, ni si la sonrisa abre puertas. Cada día me entrego a las aguas de los mausoleos.)

Sube a la memoria el prensapapel de los ataúdes.
Todo está escrito, allí, después de todo en la respiración,
materia fenecida
en la noche, en la infinitud de trenes del ardimiento perenne.
Cada día es como esa fiesta solemne de los velorios, el teorema 
                                    [que se yergue sobre la madera,
los ojos descalzos en el reloj insomne
del huerto sombrío que enarbola la esperanza,
                                                 [—siempre cada día la muerte
con sus hierros súbitos de neblina.
Y, ante todo, esta espera,
los bolsillos del aliento colgando de las puertas.




RINCÓN




Como un cadáver en la memoria, el alquitrán líquido de la luz,
los segmentos de tinta en el almidón de las páginas vacías.
Algo dejó de ser vida en medio de la herrumbre,
todos los días la usura
de los minutos, aquella vieja lisonja a deidad pura,
los ásperos dedos en desorden del bramido del gusano
                                                                  que estorba en la voz:
—¿en qué blasón de saliva los escrúpulos, la tiranía del asco,
y el contrapunto a despecho de las lecciones del cálculo?
Junto al pozo giratorio de la luz, debajo de las baldosas,
quizás quede algún trocito de conciencia
el libro de la desnudez a la orilla de los féretros,
el vaso que no cabe en el violento puñado del ansia,
—porque las bocas se precipitan al vacío,
la noche desgastada en los codos de la mesa:
—sálvese quien pueda—
de sus propios deudos que  a través de las paredes pervive el grito.
En el rincón de la noche, todos los días asesinados,
 bulle la respiración en el peñasco, fatuos los anillos del eco.

Siempre es breve el mar en la jerarquía de los relojes,
que a menudo,
la ceniza se convierte en insulto, ese extravío de luciérnagas
                                               [sobre la rama aterradora del búho.
(Al final,  el hedor de los sueños sin ningún disimulo, 
los extraños anillos del caracol en la floración de la polilla.)




MATERIA




Pegada a la pared la opulencia del negro y blanco,
los ojos de la lluvia que una vez fueron transparentes:
me muerde esta infamia de los desasosiegos,
la calle donde transita todo lo horrendo,
los cargos de conciencia como bodega de pólvora
a punto de morder
el tiempo, el escombro donde permanecen los estados catalépticos.
—Pasado el tiempo quizás entendamos la parálisis del perro doméstico 
y la imagen maligna de los cataclismos
y los dientes de los callejones.

(Lo cierto es que siempre llega el día en que se desploma todo;
nos llenamos de atrios inconclusos,
la vida deja de ser en un instante.)

Por suerte, aseo cada día, aseo los filmes de la memoria,
sólo así no me come el espejeo de mi propia historia,
el pulso errátil
de la lisonja, los anillos comunes de la supuesta transparencia.
En este drama de tensas llaves en que vivimos,
le damos respiración boca
a boca a la muerte, sin percatarnos de la íngrima fatalidad.
Allí, simplemente, los símbolos irrestañables de la corbata
                                                                           [entre las manos.





UMBRALES




La Muerte está sentada
a mis umbrales... quien va a morir, va muerto.
José Martí




Cruzo el umbral, allí, en el madero y la contrapuerta del dintel.
Los ojos colgados de las manos, las palabras que el viento arrastra
como en un páramo, las letras grises de las verjas,
aquí el viento frío de los ataúdes,
el galope de quien ya ha muerto, la música desvanecida
                                                                           de las sombras.
El hambre de los caminos me lleva hacia aves errantes:
forcejea el día y los olvidos,
nichos oscuros como los relojes del aliento.
Quien ya ha muerto sólo procura deletrear la ceniza,
una vela que se abre
entre telarañas, el pocillo del alba en las sombras.
Ya hay cansancio y dolencia en la brida de los zapatos:
—¿Será posible emigrar con todas las dudas,
el cordel del crepúsculo
en las sienes, el túnel de los sueños triturados?

Aquí junto a mí en el límite del retorno.

La carroña de la tinta en el escapulario.
El huevo seco de la alegría.
El lirio ahorcado del rocío sobre las paredes,
las horas ciegas del ventanal;
en la sed, la falsa mano del yugo, el cáñamo múltiple de los nudos.
Consume la ráfaga del crucifijo, la luz violenta de la identidad
que agoniza, el trance en su hogaza de clavos.

Al final, el manojo de escombros de los sueños
y la tejedura de la niebla.
Cada quien muere con su propio escalpelo en las sienes:
si, ya sea en los sedimentos del imán, o en el puño de la salmuera.
Cuando el hálito deja de ser, la perplejidad del aprendizaje;
cuando avanzan las puertas, se hace visible la carcoma…

Junto conmigo la aglomeración de las mazorcas y los cascos,
el énfasis del resuello en las crepitación de las bóvedas
de las próximas aguas.





BARBECHO




(A mereced de la piedra de toque del incendio que consume el pecho, el ciervo ungido en la penumbra del frío de madrugada de las ergástulas: veo la pira en el nudo del aliento y los vaivenes húmedos del espejismo, el altorrelieve donde declinan mis sienes y el sostén con sus dos hemisferios suspendidos. Gira el siamés del arcano de la herida al encuentro del ave con sus secuelas de feroz trasiego. En la frente la bifocalidad de la quimera, las hélices comprimidas de las poleas: en las dos porciones de tierra para el barbecho, a piejuntillas la hamaca del ahogo, siempre la sed que bebe cualquier espejismo. Así, entre las manos, la utopía del cierzo.)


En las legiones sin frontera del agua, fulminamos el estrépito.
¿Es hechicería, acaso, el acordeón del pétalo sobre las cárcavas
de la rosa, o es sólo una fluctuación de artificios,
donde el aderezo avanza hacia un estado de delirio?
—Veo caer la voz en el redondo cónclave de los peldaños
del azúcar: ¿hay fábula en el treno?
Barcos hay cuyas sombras chocan contra los arrecifes.
                                                               [Bocas hay con candiles
invisibles: profusos estertores habitan el pecho,
terrones de minutos
que uno quisiera embalsamar para los días postreros.
Para el énfasis del surco, no existe luz lógica,
sino audaces escribas que hacen de la tinta derramada,
su propio pupilaje: y, así, se perenniza el instante,
el doble balbuceo que besa la armadura.




POÉTICA PARA LAS MANOS.




Como un céntimo de aguas interrumpidas, la sal del mar
sobre las piedras; me sorprende el trabajo de las olas, la pólvora
de la espuma con sus paraguas líquidos,
y ese trasiego de tiempo de gaviotas mientras vuelan.

En mi carne se agitan los peces del aliento,
del mar disuelto en el ombligo.
En mi casa me ejercito. Sólo soy aprendiz del granito; en medio
del goteo de la tinta,
el tiempo que acecha mis diminutos zapatos; a veces, ni yo me veo
cuando persigo las luciérnagas
o pienso en alguna estación ferroviaria,
la de mi niñez ya fenecida.

Uno, enredado entre tantas aguas,
aprende que el silencio también está hecho de semillas:
así vemos venir y partir el poema en nuestro propio pellejo.

A veces la existencia es invisible en la floración del polen;
con todo, la sed de la epidermis bebe en el cántaro
la desnudez de los zapatos,
los cuatro puntos cardinales de la madrugada,
el semen del bosque en trocitos de sonrisas.

Del verde del viaje de las aguas,
le damos al destino su horizonte de hoguera,
—Sí, he aprendido que la palabra es también horizonte;
y aunque el duro
trajín de las estrofas nos provea naufragios,
las aguas siguen allí, en el cántaro del colibrí ensimismado.
En el columpio de las aguas, el paisaje y el viaje, los kilómetros
de pálpito en la tinta, el azúcar del mar sobre el cuaderno.

No sé si es noche o día, juega el viento porque existe,
—en el litoral,
el hilillo del destello, el remanso del poema que suma
los trenes y horas en la hamaca del columpio…


   

LABRANZA




(Pasa el lápiz sobre el surco grueso de la tierra, los días incontables de la sed en los andamios de la siega del delirio: el panal esculpido en el celaje, de pronto como cuadernos en las esquinas del viento. Si hay un símil en las manos del sueño, es el aliento pleno de las horas del poema, el ático del estío que baja hasta el abecedario de las semillas. De toda labranza, y apartada la espina, quizás quede la proeza del remanso y las huella de los trabajos nocturnos. Camino como lo hacen las aves o las aguas en su origen: vuelo o braceo o ando; el trabajo humedece las manos y hace callos en el pulso. Nunca conocí los linderos de las estatuas, mucho menos la oscuridad muda que puede cimbrarse en el poema. Ante el ronquido furioso de los trenes, le di rienda suelta al horizonte, así he sobrevivido después de todo a la tristeza.)

Al pie de las ventiscas, me he porfiado a las puertas.
Todo viaje anega los zapatos, 
hace cataclismos en los goznes.

Después de todo, uno sabe que quedan estiajes en la garganta.

(Nunca la memoria de la sed fue llenada a ras del suelo);
nunca en el taller de la lluvia,
cupieron todas las aldabas de la melancolía,
ni todas las muertes que crecieron en cada herida.
A riesgo de quedarme desnudo alzo el vuelo cada día:
—a riesgo del fuego,
me refugio en el eco del asombro, el poema es la voz del aliento,
                                                        [—me digo—,
mientras la hora undécima de la ceniza fecunda mis entrañas.
Si algo queda en la campana de las manos, que sean los brazos maduros, 
no la espina al encuentro del suspiro.

Si el surco de la tierra es un caudal, que sea el poema y la huella,
la alegría del sosiego, el pan ascendido a la boca.


  


RETRATO ADJUNTO




(Comienza mi mundo alrededor de las pupilas, entre cuerpos y estupores ahogados: ¿todavía perviven las vasijas de amaranto? ¿Hacen eclosión las aldabas en el aliento, el escombro de la neblina en la vitrina del anticuario? En el doble del retrato, el quejido del viento en las semillas: la sombra del tiempo y la imposible volubilidad del horizonte; fríos, los rostros inventados, la nicotina como un bosque de enigmas, cada ave muere en las propias urgencias de su vuelo. En la maleza, por desgracia, hay roedores y no hadas que renueven la almohada. En la infamia del luto, toda la forma vencida de los retratos, todas las aguas descendidas del reloj.)

Cuando pasa la tormenta siempre seco mis zapatos con el tallo
                                                                                     de la historia.
—El paraguas del instante abre sus brazos rotos, la luz
profusa que aún queda en la destrucción de la piedra del destello.
El sueño resulta ser un fantasma con hirientes y voraces colmillos:
arde, en desorden, el pubis en mis manos,
la mirada que nace al fondo
de la yema de los dedos de la noche,
los cabelllos insistentes del aserrín:
todo el relámpago entra en la campana del césped.
Todo el afán ciego de los ascensores,
el respiro doliente en las palabras del extravío.
Donde el dintel alumbra, la porción capturada de las sombras.
Es ahogo, también, la fábula del risco al borde del pálpito
                                                                           [de la moldura.



VASO




(Sólo recuerdos del último durmiente en la garganta. Sólo los anillos giratorios de las alas, y esta eterna dinámica del vaso de agua derramado en la hojarasca. Sólo la nostalgia, acaso, como una herida en presente: giran los ojos en la alacena líquida de la espuma, bulle la voracidad de las paredes, y el caballo a ciegas del forcejeo y la agonía que no se limita a las horas diurnas. Dentro del vaso rústico del pecho, los estribos de las postrimerías y el vidrio, refracción de la tormenta del hilo de donde cuelga la claridad de las luciérnagas. No olvido el agua que cede a la boca, el brocal húmedo del destello, y la sangre que se hace mar, allí, en la herida. Alguien habló de descorrer las aguas, —me apresuro, entonces, a pasar el río.)

Alguien, —la muerte que no se disuelve en la penúltima sílaba,
ni se aquieta en el ojo del fósforo del ave que resguarda la sed.
En la última arena respirada de los peces,
la barca plural de los párpados,
y esta sola sed que se hunde en el nicho.

Cuando la noche acabe, quizás vengan otros tiempos,
el sudario en la funda de la almohada,
quizás los ojos grises del miedo como huesos de melancolía.
Sobre la mesa de noche persigo la claridad
                                           de un centímetro de agua:
es tal fácil, me imagino, morir en una gota del tamaño de mi sombra, 
de pronto el desvarío, desoye al sollozo,
—ciego voy en el aire postrero de mis palabras. Ciego…




NEBLINA




Podré asir el horizonte mientras el mar de noche alza
la neblina posesa de horas, 
de monotonías en el ojo de la tijera, puerto lamido
por la sobriedad de espejos.

—Suma y resta el telón de fondo de la humedad,
la puntual estrofa del frasco del aliento,
al pie hidráulico de la rueda del tranvía.

El cántaro de humedad es ciego buzo del colibrí
apilado de la brisa justo cuando la sombrilla inquieta
los acuarios sobre los andenes arqueados de la prisa.
¿Cabe el rojo en el paso apresurado de los grises de la saliva,
el ijar mojado
de los reflectores, de pronto el vasto frío como un barco ebrio?

—Todo mar es esa noche incierta en las manos.

Todo el poema abierto
a la noche: la voz calla para quebrarse en el viento;
una sombra y otra,
el cielo fugaz de los sueños,
la tinta anegada de renglones de intensos horizontes grises.

Ya en el toque de queda de las ventanas,
el roce del ansia y el espejo.

(Proscrito de alas, la palabra muda. La desnudez en fuga hasta el cuello, algún tornillo para sostener el vértigo. De hecho, la memoria es historia de gastadas espumas; contrario a la brasa, resume llaves y campanas: da pánico su redoble de tambores, igual como todas las inclemencias del Prometeo desterrado. En lo intangible del aire todo es inaudito, quizás porque estamos muriendo de continuo ante tanta paradoja, quizás porque antes de morir ya somos ceniza, ese oficio desvelado de la polilla. A menudo el tiempo, —diría hoy,— urge de puertas para que la claridad entre sin vacilaciones.)


  

CASCADA




Vacila la sombra derretida del agua en las paredes del alba,
se abren al viento las aldabas de la respiración,
cada vez el desquicio que desata los cabellos,
la quemazón del chasquido sobre las piedras,
el capitel del alfabeto en el tafetán de los vilanos,
                                                             mismo que susurra
en las manos como una ofrenda de párpados oceánicos.

Al ardimiento, los caracoles y la luz entre dientes,
aquella devastada alegoría de las puertas,
el siempre lanzallamas del alambique que despliega
sus pólipos líquidos.
Es casi seguro que hendimos la gruta de las fotografías:
el agua en las ingles,  junto a la hostia del tanteo de la eucaristía.
En cada conciencia el abierto camino del agua,
y hasta quizás, el agua de la noche hasta el cuello, algún espejo
                                                     [detenido en las manos,
y el gozo o el pavor de cuanto transcurre de manera incesante.
Aquí todo se vuelve despojo, despojo ahora, disuelto en la memoria,
o, acaso, meditación de la irrealidad del firmamento.
—Siempre el agua se torna espejismo en la ceniza.
A más voz, el fondo de las palabras en el silencio,
nada es cuando la tinta se disuelve discurriendo sobre estatuas.
He ganado cuando el agua lava mis delirios.

De ello tengo conciencia.



TRANSPARENCIA




Mirar la gota en el ojo que la ansía.
La gota solamente en lo profundo.
—Pero, no mires la claridad, en la claridad misma,
sino en la salida de los rostros y los nombres;
todo tiene su ritmo, el fuego y la muerte, el tiempo que nos alcanza
y nos deja, el grano de mostaza en la estatura, la roca fiel al río
en su propio espejismo.
No mires los colores volcados en el arcoíris,
sino en la rama disuelta del designio,
que la palabra compartida es silencio.
No camines si al caminar, acaba el bullido de la sangre,
allá en la sombra,
la piedra de los sueños,
quizás la claridad que a veces nos avergüenza.
No busques compañía, en la compañía del tallo,
hazlo en las semillas,
y hasta en los pergaminos del viento.

(El poema siempre vacía a manotazo limpio el pálpito
del firmamento.)

Líquido el poema, se siente la retribución en las manos: el sollozo
no necesita de pañuelos, sino de un cuerpo que lo contenga,
en el tibio cuaderno de la luz.
No mires la intensidad con tus ojos,
mírala desde el espejo del otro;
entonces podrás saber de qué están hechos, fuego y tormenta…




ALMIDÓN




(Otra vez aquí, pegando las esquinas del reloj pendular con el engrudo del desvarío, sin más imperativos que la intermitencia de los imposibles: —es intenso el oleaje de la tinta de este aprendiz de alquimista o alfarero. Enmudezco ante los espasmos del arbitrio, una sombra y otra hasta el cuello, el mismo pantano blanco de los equívocos y la propia indigencia obstinada a levantar el polvo de las remembranzas. Parece cal viva este paisaje de pespuntes bajo el ala que arrastra las palabras, deletreo el cielo de polvo, la araña tardía de los brazos y la ropa cansada de sobresaltos. Trepo a las vértebras disueltas del sonambulismo enredado en el guacal de la horchata de la desesperación: es blanco, sin embargo, este juego de patinar en lo profundo del horizonte, sin más municiones que esta extraña sensación de sombreros sepultados.)

Ante cada destello, asfixian los fines de semana.

Despierto resuena el polvo en mis ojos,
—los diferentes oficios ciegos en la ventana,
esa ficción del polvo que a ratos parece inmune:
me río ante el pulso que sofoca mis manos,
el nutrido apogeo de la palabra,
el imperio sacro de la tentación descalza,
el pavor de las estatuas y los montepíos,
la historia en las calles que desangra hasta el aliento.

Este magnetismo, emerge del profundo desvelo,
recapitula los andenes, 
es así como se abre a la respiración de la sombra desgastada,
visceral de la sábana póstuma,
íngrima después de todo la transparencia,
los zapatos anónimos que se disgregan en el oficio del telar.

Hecho el pegamento, ya no entran los insectos de la vigilia,
ni las llaves de la cerradura se escinden…





CARTA




El mundo nos ha cambiado la piel de antiguos habitantes, lustros,
ecos, risas de no sé qué ciega vigilia, miedos a vitrales oscuros;
en las cartas me vienen diluvios de hambres,
—ninguna mueca puede ser memorable sobre el papel, ni benigno
el confeti tirado sobre el pavimento.

Contra toda nostalgia, los lirios muertos de los jardines,
el cine mudo de Charles Chaplin,
las palmeras degolladas del espíritu.
De pronto, las monedas de sal en los ojos,
las esquinas de los huesos
en la dentadura amarilla del tabaco,
exactamente como trocitos de herrumbre en el cofre del aliento.

Ya no creo en los santos patronos,
ni en el pecado que zarandea el bocio
de la culpa: dejé hace tiempos de limpiar mi propia imagen,
pese a la sábana hervida del escombro,
pese a esta suave muerte de naipes.
Sudo todos los rescoldos desde el fondo de la tinta
(el reloj fenecido y sin adjetivos)
hasta que las hormigas dejen de aparecer
en mis sueños, desciendo ya sin armaduras
desde las profundidades del deseo:
los recuerdos son como una ventanita
líquida que se cuela entre los poros y sacude los eucaliptus,
(ya no sé si glorificar el poderío que tienen los sueños y las alas.)

Contemplo el sobre manila de la perennidad
y todo lo efímero que contiene;
es natural, —supongo— morder el tabanco, abrir la puerta,
oler el aserrín de la lluvia desde el atril iluminado del desatino,
recordar toda la mecedora llovida del resuello,
el filme mudo del espejo,
todos los meses, quizás rodeados de ceniza.

(Nunca entendí el juego del grafito en el papel cebolla del aliento)

¿Puedo oler cada centavo de calendario,
las calles  de entonces con sus grietas,
la suciedad que dejan nuestros deudos?
En el fondo, leer entre líneas es desvivirse.
Siempre respiro la música
de los muertos y ese zumbido de los peritos con binoculares.

Ya he envejecido entre los muebles de las telarañas:
ahora me toca debatir contra la transparencia del viento,
y hasta brindar
si es posible, con el balcón que está allí, junto a la sombra
del himen roto de las ventanas, en todo caso,
del tiempo andado.





PAISAJE INEQUÍVOCO




Hacia el aprendizaje líquido de la desnudez,
la amputación de la noche
en la travesía del prontuario de la alacena,
el extravío en el poema de las fluorescencias, a punto de descuajar
la materia del pezón del desasosiego,
el tránsito si se quiere de la quimera
hacia el nicho donde converge la mecánica del horizonte.

Ya es inequívoco este riesgo a la agonía,
—en la superficie, el alfabeto sobre la mesa de la lascivia,
la dentadura
para la desnudez del disturbio que construye el horóscopo.

¿Es laberinto, cárcel el pez multicolor de las palabras,
fundación del semen en los días recónditos?    
¿Es el intermedio de la geometría de la noche el volcán infinito
del cuerpo en fuga o sólo el museo bípedo del torrencial quemado
en el ojo cíclope de las enredaderas?
Por cierto que el extravío es inadvertido.

Llueve, y hay cántaros ebrios,
en la leche de las tautologías, en el número desvelado del delirio,
consagración de ojos y manos, ebrias paredes del insomnio,
allí donde el sinfín se refugia en las aguas
de la prolongación de la vida.




PULSIONES




(Ahora resulta que urgen las digresiones semánticas en torno
a la lluvia, al invierno y al goteo de las lamentaciones del viento;
resulta extraño saltar sobre la esterilidad
y el predio baldío del pecho.)

Da asco transitar a la par de la indolencia, en medio de algunas
perversidades de la poesía:
hay peces siniestros en la tinta que tras el rumor
del endecasílabo bracean,
muerden con su balcón lúgubre el alfabeto,
merodean con sus congojas,
siempre regresan al mismo sitio con harapos,
ocultan sus miedos, pero los hacen visibles en la almohada.

A falta del cierzo de alba, se enroscan en los metales de la noche:
—cimbran sus alocuciones habitadas por criptas,
flotan como levedades en el polvillo de las paredes,
están cada día inclinando su nariz encorvada para hacer prolijo
su propio maleficio.

(Murmullo. Murmullo. La herrumbre acecha con navajas
de alquimista.)

No sé si con esa lencería oscura y deshabitada se hace poesía:
es el mismo cuento de los agujeros
dejados en el tumulto de la sombra.

—¿Qué me dices, Parménides, Zenón de Elea?
El dilema como cuestión
primordial de la dialéctica —paradojas o aporías
fiebre o delirio
ese tambaleo moribundo de la libido, (pulsión, lascivia)
por hacer del misterio, espejo decadente.

(Un día se entenderá que el poema es más que un mesón
de estertores.)

Un enema es imperativo para limpiar de toxinas el poema.

  



VÍCTIMA




Arrastras la oscuridad del pasmo en la boca de piedra del sótano.
Victimario de nuca y mano,
—halas el gatillo con la sombra
de la perfidia, y luego abrazas al prójimo descalzo,
el ajo en la intemperie como un nicho póstumo.

(¡Cuántas revelaciones de última hora en la tarde!)

Matas sin reparos la palabra, derribas la rama envidiada, te hartas
a secas la cosecha, remueves el horóscopo de la sangre,
juras que todo el poema se haga ceniza,
allí en el hacha de la intolerancia.

(Un ego crecido es señal de fuegos inseguros.
El destiempo sólo es mancha en los juegos del desequilibrio.)

Quien de continuo hace alarde de su palabra, del verso-proverbio,
cava su propio latido en la espuma:
he visto a los espectros andar de tumba
en tumba, el monólogo concluye en la sordera de los párpados.
También la sombra es sustancia, aunque exaspere su presencia,
aunque su asedio obceque las pupilas.

Algunas veces se tornan insoportables ciertas partituras:
la luz desconcierta
cuando en la memoria únicamente existe la imagen de la noche.

(A diario tropezamos con estos semidioses, larvas del mimetismo.
Cada vez su oficio se confunde con las cámaras de la muerte.
Asesino del asesinado, paisaje imprescindible
del mundo en pedazos.)

Para saber que existo,
no hay necesidad de hipnotizar el alfabeto.





SUPERVIVENCIA




il y eut tant et tant d’années de Pierre
semblables à la vie.
Álvaro Miranda




Me ahoga el polvo del hollín de tantas noches respiradas,
todo el pecho desnudo con mortaja de puertas y balcones.
Me sirves la cáscara de mango masticada en la tinta,
—lanzas en demasía
el protocolo de los nísperos desechos en su fermento,
y sin embargo,
escribo todos los días
—gusto de las abejas junto a los girasoles—,
y beso, —claro—, el azúcar diáfano del cuaderno.

Nunca necesité poner en  altavoces mi memoria,
mucho menos el aliento
del poema, si voló era pájaro con alas propias, no acera:
—sólo he perseguido
el misterio: toda palabra es agua herética,
materia de luciérnagas.

—Sobrevivo a cualquier albedrío de máscaras:
fruto en demasía de ciertas argollas: hube de apagar fuegos,
en medio de casas vecinas y fiebre de espinas, —hube, digo—
de platicar con ciertos laberintos mesiánicos y compulsivos ídolos
del zodíaco, con el desatino doméstico de las bicicletas,
con aquellos egos ensimismados en las paredes.

Sobrevivo pese a todo. Algunos arden en sus pulsiones nocturnas.
Desde sótanos invisibles proclaman la amistad,
desde llaves soterradas
hablan de claridad, desde la veleidad, la fantasmagoría,
la ropa desteñida de los sueños,
el ijar hundido en el sótano de la niebla.

Pese a todo, dejo que la lascivia se lleve sus vallas publicitarias
al otro lado de la leña quemada del aliento.

(Igual que ayer, sin protocolos de ninguna clase, sigo mi camino.
El asedio empuja sólo menudencias,
no la sangre que drena el gran respiro del poema.)













CERTEZAS




Nunca estuve tan seguro como ahora: deslumbra como monedas
ese juego de brumas hacia la noche,
—ya es incurable la mácula lustrosa del mimbre de la conciencia.

—Por cierto, sobre los ojos, las ojeras,
ese juego sucio de las rendijas,
el sabor agridulce de las tenazas, la acidez gástrica de la savia.
Por suerte descubrí a tiempo la impudicia
y los patetismos de la contradicción,
la sombra que a veces se santigua para cubrir,
los pálpitos subterráneos que muerden las funerarias.

(No era sol el azúcar en el paladar,
ni líquido sagrado aquella lluvia,
sino la noche aterida y sin escaleras:
la medianoche obtusa debajo de las axilas,
el sueño cobarde de la soledad.)

La ruindad me deja un hueco en las sienes, —pero en todo caso—
he conocido los pensamientos aviesos de la rabia,
ese no dormir del otro
que impide el paso de la luz.

—Al menos debería haber decoro para hacer soportable el horror;
son tristes las conciencias transitorias,
y la ruina del incendio personal.
La realidad siempre es una moneda que alguien inventa
para maquillar su nostalgia,
—de ahí que ya no me fíe de las imágenes del horizonte.
¡Qué dicha!
—ahora conozco la pobreza en su propia sombra: contrapunto acaso, 
de la fosforescencia del pálpito.

Por suerte mi locura no me permite antagonizar con esa hipérbole.
Es probable que al amanecer salga invicto de esta vastedad, atrás
que quede ese surtidor de pañuelos,
                                          el hedor domesticado del delirio.






CONJURO




(Impreco estas horas ciegas del cieno en el aliento. invoco a los difuntos para morder las palabras, exorcizo los subjuntivos del zodíaco, me resisto al brocal de la noche y al desparpajo de las sombras en el poema. Voy de aquí para allá con un tiro en la sien derecha, entre creencias, espasmos e incredulidades: salta el filo innumerable del escalpelo sobre el ave que platica conmigo, —ríeme el incendio con su boca de infamia, háblame desde el domo de las catacumbas, desde el infinito de los sombreros o los paraguas, desde la buena fe del cadejo en el camino, desde la sombra mugrienta de las moscas sobre el sexo de las serpientes. Llueve de puntillas en el pensamiento sin horadar la piedra: indaga en el claroscuro de los dientes y en la postema ensangrentada del cierzo cojo de la tinta derramada en el dedo pulgar del sacrificio. Hiende todo camino de remembranzas, la lápida inexpugnable de la campana que excede al badajo.)

Muerdo el poema rasgado por la saliva de la ojiva del sepulcro.

Las piedrecillas saltan como lenguas rudimentarias, en cada postal
fragmento el bolsillo,  y todos los tiempos que yacen entumecidos
                                                             [en la pólvora,
(cada palabra conspira para reescribir el horizonte,
el tiempo verdadero
que quedó en las fotografías.)

Hoy te saco de las esquinas del malabarismo del poliéster.

Hoy no hay artificios en la diafanidad de la flor de izote,
antes enfangada en el mundo subterráneo de los sueños,
no hay horario para quitarle lo trágico a los teléfonos,
al chat avieso
de los que buscan la omnipresencia,
locos relojes de un imaginario sin monedas.

Un día seremos libres para degollar las plegarias del porvenir,
como otro diluvio en el portafolio del arco iris.







ÁRBOL IMAGINARIO




(Agazapado en los minutos de la piel, el ojo en las diademas del paisaje. Todo lo imaginario también lleva cataclismos, en el paraguas el sobretodo de las carnicerías, los libros impresos con sus estaciones, la lluvia que nos moja el traje,  los prostíbulos con destinos pestilentes: ¿qué proclama puedo escribir después de tantas furias? A diario, los patines de los cosméticos, la última historia escrita en las postrimerías de la carne, el cuento de hadas imponderable del prontuario y el violín arqueado de la noche con el asombro manoseado de los ijares. A partir de los quirófanos cambian las paredes del aliento, la aglomeración de mortajas en los párpados, las contorsiones del azogue en el vaso que devuelve la humedad a voluntad de la mesa.)

Siempre vuelvo al árbol de la hechicería de otoño,
resignado a la tarima,
y a la percusión desenfrenada de las convulsiones.
¿Cuántas maneras del horror soporta la cortesía,
el césped del decoro?

—Sé que moriré en el intento de salir del pantano.
Aguas adentro, los caballos de la desesperación,
la sospecha que se ahonda en mis brazos. La sospecha siempre.

El árbol imaginario es ese blues que divide las aguas
hasta el límite de mis huesos:
existo en los dominios de la sombra y su cobijo de suburbio,
existo en los milenios acaso del crepúsculo que arrasa los sueños,
existo en medio del aire sucio de las palabras,
con lágrimas y tropiezos, entre duras rejas de abandono,
existo junto a la muchacha rota de la risa, gris de luceros,
existo para hoy y mañana, rn la perennidad de los cementerios.
Muto a veces, frente al hechizo de las alas.
La tarde me recuerda que soy un árbol quemado a conveniencia,
un árbol derrumbado,
en medio del escalofrío del pájaro que vuela.







MENDICIDAD




(Muerdo la gota de mendicidad que rueda en las calles como un invierno que advierte los harapos, —ayer, hoy, el porvenir me parece señal oscura en los sueños. Siempre ha sido desierta esta tinaja de prontuarios, los puchitos de infierno que llevo en las huellas digitales: todo se borra o extingue, perdí la lucidez cuando subí al pragmatismo. Todo es jaula, la puerta innominada, he descendido a las aguas del hampa, sin más siglos que esta necesidad de olvidos, sin más alegrías que los cumpleaños clausurados, —el espejismo como una moneda de uso legal, orgasmos sumergidos en las fauces del verdugo. Aquí, simplemente es fácil morir cuando ya no existen los relevos, cuando la náusea es consumado plato sobre la mesa.)

En las paredes aledañas del brebaje,
muerden a carcajadas los ídolos,
¿para quién bostezo en la trastienda de la ceniza, frente a la imagen
del murciélago, feroz simulación de los cuentos de hadas
                                                                           [en el estómago?
¿Para qué paredes será esta mendicidad insoluble,
la moneda que compra conciencias,
pero no quita los tapiales rancios del aliento?
—A menudo, somos el chivo expiatorio de otros fantasmas
más aviesos, debajo de mis catástrofes,
también las raíces cercenadas, el humo
en la caverna de las vértebras hasta respirar túneles en los ijares.

Nunca fue fácil beber el café amargo en el traspatio
de la intemperie,
sin la indulgencia de los pocillos de peltre,
sin la brasa asida a la piel.
Voy como va el hollín en su cabalgadura de herrumbre:
en la teoría de los números dispersos,
soy otro noctámbulo en el pabellón de la muerte,
otra escena de la misma esgrima.






HASTÍOS




Hablo de las palabras o de la saliva que clama a la aurora;
ante las asimetrías, que nos asista la oscuridad
                                                              [en su río de ebriedades.
El avatar o el karma, desvela conciencias
o simplemente extravía las transpiraciones de la voz.
Arden las brasas en la antorcha de la saliva, ¿es visceral la cripta
de la sapiencia, el polen en la resaca del tizne?

—Yo continúo con los zapatos del oficio, pese a las aguas 
—destruidas o sepultadas, no lo sé—;
mi corazón tiene hambre desde los calcañales,
ninguna grieta detiene
al grafito: soy niño dibujando flautas en las paredes.
Dentro de los templos destruidos uno aprende a descifrar las efigies sepultadas 
y hasta la órbita de los olvidos.

Nada me sorprende tanto como quien duerme en las aceras,
entre la nebulosa, el yo profundo de la palabra,
el fuego no destruido
en la devastación.

(Todo despojo es inexorable,
infames los pedazos
de espejo del árbol mayor, el despojo se yergue sin pudor.)

Yo no creo en el vituperio que se guarece en la muchedumbre,
ni en la piedra que se extasía en los estantes,
ni en la obediencia que jura madrugadas,
sólo en el gozo de los clavos
que hacen del infinito humedad pulsante.
De suerte, voy como quien va de viaje expuesto
a los vahos del viento.

En la redondez del silencio, savia la relativa calma
de los silogismos.
Cuando entré a la ficción salió el barbasco irredento:
sé que navego sin mar,
pero esto no corroe el calendario de mis peces…







DESPUÉS




ce ne sont ni hallucinations
ni frayeurs causées par le vin
Washinton Benavides




Después del maquillaje, masticar esta vez el tabaco desafiante
de las defecciones, el tapiz del azar en la cortina de los párpados
y hasta la coraza negra del aliento;
y escapar del vómito cristalizado de los poliedros,
y ponerle guantes a la vía láctea de la destrucción a mano limpia
antes que el sexo se robe los pájaros mentales incubados in vitro.

—Alguien habló de disparos, pero es la pantomima
de un fuego desdeñado;
en los flecos del sótano hay miles de años de tarántulas
y murciélagos,
que no lograron salir a luz como las libélulas,
y ahora descienden como frutas putrefactas.

Cada día tiene su varita mágica
y alguna virgen convertida en bestia,
nadie puede permanecer mucho tiempo sobre la mesa,
junto al alambique, sin perder el equilibrio
de la promesa giratoria de los fósforos.

Después de la piedra momificada,
el paisaje lúgubre de los jamases.
—Supongo que nadie va al cielo por un poema
que sangra palabras huecas,
la materia ancestral suele ser una gruta solitaria 
guardada en cápsulas de herrumbre;
en el baile descubro el traje del faisán,
y los frágiles dientes que crecen en las fauces.

(Así que no hay que temer,
a los ojos cuando descienden del paraíso:
las ventanas también suelen ser efímeras como los relámpagos,
como el abanico que evapora la tormenta.)

—Por si acaso, vuelvo mis pasos al follaje,
no sea que la demolición
arrase con los días de cierzo.

Y claro, tampoco me fío del oasis de senos colgados de la escalera,
que está allí, pestañeando en el lanzallamas del escapulario.







INSOMNIO




Sucede que el humo germina en la uña de los muertos.
Allí, en el vagido
desaforado de la asfixia, entre exégesis y pulmones.

En la combustión estallan las agujas del reloj
y el féretro que contiene
los huesos, la alegría corrosiva de los trenes,
y la parsimonia del suicida con una brasa entre las manos.

Mientras aparco el aliento en la habitación oscura,
la gravidez embriaga
la memoria del ojo al revés de la ternura,
bestias sórdidas en el nicho,
indescifrados ritos del andrajo.

—Sobre el hacinamiento de epítetos en el espinazo,
afloran las dudas
como las aguas oscuras de los témpanos cristalizados.

Todo cabe en los nichos helados de las semanas,
cualquier desatino con excedentes de mugre,
los trapos del falso estupor y hasta el río obsceno del escombro:
los residuos del subconsciente dejan vendavales
en el almácigo de los balcones;
otra cosa es cuando el paisaje se harta del diluvio
y la caricatura altera los hangares,
el trajín hasta el golpe de la ceniza, el agobio del aletazo
o las pulsaciones debajo de la colcha de los sueños derruidos.

Aún estoy en movimiento,
figurillas desconocidas colgadas del cancel
de la saliva, raptado el horizonte del alba, entre durmientes
líquidos de náufrago,
visibles espejos degollados por la ironía de la danza.

Siempre supe que hay diferentes maneras de perderse en el mundo:
canto a mi materia en fuga,
impaciencia de espléndidas quemaduras…







TORMENTA




Desde las acequias del tejado, la furia del agua. Todos los días pegados 
a la boca cerrada del azúcar.

(En el hueco del tragaluz, ebriedad de pesadillas,
el vaso lleno del grito.)

Como un destino desvivido, esta campana de pan en mi aliento,
el oído al aire de las horas, ciclos vueltos senderos.

(Si la lluvia fuera mi luz, dejaría de andar a oscuras,
secreto pañuelo entre mis manos, piedra de siempre.)

Si en el vuelo, el rocío moja la claridad,
la boca habrá de morder la madera,
entre una rama y otra, doble ala en el agua persistente.
Todo el olor a tierra sin escindirse:
los sentidos mayores en el silencio
este aire que escarba unánime el polen.

(La ventana desde la mesa deja ver su niebla persuasiva.)





FÉRETROS




Siempre me ha cautivado la madera al poniente de mis zapatos.
En el callejón sin salida de la tumba,
las honras fúnebres del océano. Y la turbiedad de los espejos.
En la oscuridad de los sueños, el ojo muerto viviendo de relojes,
sin la prisa que lo delate el delirio,
sin el vaso de espasmo donde se diluye el alcohol.
Todo es perfecto cuando se trata de palpar la oscuridad:
la sed bebe las esquinas de la blasfemia, el libro del apocalipsis
en el penúltimo orgasmo del ciempiés de los espectros,
bocas rezando al miedo,
rasguñando el sexo que grita en las paredes.
Hilado el quejido en vómitos de obsesivas convulsiones,
el árbol suelto de las heces, y las  alcantarillas revividas.

(Desde los trocitos de bambú, el falo llorando como un laúd.)

(Pero aún debo saltar sobre la verja de la lluvia llorar si es posible reír si es posible  morder los imposibles si es posible sufrir en este pecado de las mensajerías instantáneas hacinarme a la enorme ventana de la conciencia morder los clavos del asedio dejar de ser el intruso entre los cadáveres repartidos en las retinas purificar claro mi agonía velar a ese otro yo desvivido entre fuga y permanencia entre zapatos avergonzados y los propios absurdos de la sombra del alfabeto ya no soporto la caries de mis propios poemas: yo que lo vivo palidezco ante el acecho —corren mis sienes como una brújula desorientada por toda la baja mar de los zócalos necesito uñas para asirme de mi propio cadáver)



IMAGEN




(En la punta de los dedos babea este blanco vehemente. Las confluencias de las calles en la esquina del diluvio. Cada residuo de los vínculos está marcado por el oficio del viento, asombro o eco del mito amplificado: fuera de mi alcance, el desierto con piel sepia, movedizo cielo del latido al que no escapan los agobios. Mordemos la fábula que acuna el sueño, el cáncer quemante del cielo sobre la chimenea implacable de la sombra que dibuja el otro lado de las tarjetas postales. En el escombro que deja la neblina, el promontorio transparente de la mañana con sus símbolos duales: el cuerpo vivo del espejo en las aguas apretadas del aliento.)

De cada lengua brotan lejanas tierras.
Moriré en tanto las espinas agonicen
y la soga de los amarillos sostenga
las semillas que esperan la pulsión tibia de la música.
¿Qué paladar necesita escaleras para subir al fósforo del racimo,
junto al vigor de las libélulas como un juego inevitable?
Imagen sola en el instante metálico del calendario,
—digamos húmeda palabra en el surco,
extraña, apenas, en el presentimiento.

La realidad nos vuelve ebrios y volubles,
—vos, callás frente a luz
que te desvela, aquí en el otro tiempo que te espera,
horas en fuga los espectros en la almohada,
alacenas donde respiran los astros…




MAREA DEL INSTANTE




Contra viento y marea las bodegas interiores del poema. Quizás sea imperativo el asombro en el deletreo de los muros, las bocinas infatigables del suspiro sobre el sombrero espumoso de los sueños.
Ante cada movimiento la didáctica de los neumáticos, los sonidos del grosor del aliento, esos giros del tacto en la ceniza del destierro. Reclinado el balcón del ansia sobre la tela que nos bebe, el río oscuro de los años, maestro implacable de los mansos sosiegos. Casi a la deshora del olvido toda suerte está echada: todo caballo es sombra, todo rostro en la extraña bóveda del oleaje. Los cuerpos en la noche alcanzan la plenitud mientras amanece. Debajo de la piel, el inmenso trabajo de los días, la sintaxis del polvo desgarrado, los filosos puertos y las enredaderas extendidas sobre la acequia. (Nunca sabremos qué silencios gobiernan la melancolía qué fuentes nutren la intemperie los días extáticos de las paredes los olvidos del mimbre de la lluvia allí en los inviernos del ojo obsceno del invierno —sé que en las manos duermen los portales de la danza la casa pétrea de los recuerdos las esquinas del pan en el sigilo del poema despojado de esos puchitos de tristeza el poema olvida que también es silencio en las mamposterías sobreviviente de la ropa que cuelga del dintel así sobrevivimos a la palabra materia de penumbras pero también de ascensos así ante el fogonazo del instante descargamos las vísceras en la tinta: abrimos la conciencia para darle filo a las azoteas desde la memoria caminamos sin nombres todos los días)





MADRUGADA DEL DESCENSO




Inmóvil con la piedra ardiente del minuto que baja apresurada,
—escribo sobre la hoja demorada de la neblina,
parto hacia allí donde
encajan las vértebras hincadas de las barandas,
el salmo del cuerpo en la diversidad del espejismo
—bosteza la alacena inclemente—
frente al ojo que crea la barbarie y las campanas,
hay un jardín en el fondo de las aguas y un costal con estaciones
del poro mordiendo oscuras alacenas.

Tras el recuerdo en flor de la boca,
los deudos y sus confesiones fatuas.

Ya casi llego, me digo. Ya casi la saliva de la desdicha.

¿Tiene el mundo acta de nacimiento para los amuletos,
aquí junto a esa extraña sensación de calles vertiginosas,
—como algunas hojas imposibles
de asir con firmeza de árbol ilimitado?

(Un golpe en las sienes sedimenta la arcilla, cojea la armadura.)

Mis alumnos no siempre captan el movimiento
de la metáfora justo cuando
se suscita el monólogo interior en la carroña progresiva del hacha.

—Bueno, en realidad, tampoco yo, puedo explicar ciertas cosas,
Sobre todo, las inasibles:
me pierdo entre muerte y súplicas, entre esos ciegos
misterios inconfesos del ombligo en la gota de agua,
los discursos que hablan sobre las virtudes,
la piedra desierta de la sombra, el ápice de la lengua en el sexo,
y, hasta las alabanzas que sajan las puertas de la sonrisa.

De madrugada el descenso a la tierra:
ahora desclavo el aliento de aquella otra voz que fue,
que ha sido el monumento a mi espejo…







FERMENTOS




Aguardo en la respiración sumergida del instante; arde la danza
en el musgo, todo lo cubre el vasto diente del cactus,
el vinagre juega al aliento de los cántaros,
( —vos, entre ese bosque
de huéspedes minúsculos, sed cautiva o rota en la cerviz,
gruta recurrente en el follaje  de este camino líquido de pies.)

Sobre la hojarasca, la sed y el río; entre el fuego,
el oficio roto del café
y el suelo con sus nudos de raíces.

Encima, la memoria con todas las palabras acumuladas:
(somos quizás testigos de la noche que vela sus caracoles       nocturnos)
el estatuto adherido a las porciones extrañas del hambre,
o los brazos dóciles ante el grafito del fruto del orfebre utópico
                                                                                     [o ilusorio.
En el postrero viaje de los pañuelos, el deletreo del destello
que copia el anfiteatro de los portales,
las devastadas márgenes del vuelo, las horas derribadas
en clave sucesiva.

En la pira del extravío, lo fugitivo de las certezas,
el hilillo del ansia como huella de piedra mientras existimos.
Algo quedará en las estrofas del horizonte,
quizás el horizonte mismo
con sus aguas revestidas, el barullo o la muerte de nuestras horas,
el lindero o el obelisco de la espuma…




DIGRESIÓN




Abolida la distancia entre el nombre y la cosa,
nombrar es crear; imaginar, nacer.
Octavio Paz




(—¿Qué diría ahora Juan Rulfo  en una tarde de agónica idolatría, en medio de la apendicitis de la tierra,  con los pies dentro del polvo del odio?  De pronto, somos, pasajeros fatigados en la herida de polvo del sigilo, junto al perro del silencio de los calabozos siempre muriendo en las redes de la muerte. Toda la edad se congela en las estatuas, allí los bolsillos abiertos de las sombras y las lentas sillas de los rieles como la parsimonia del galope en la montura de barro del calendario: el yo transcurre en el humo de los adioses, el aroma morado de las asperezas, la serpiente del semen en su acumulación de salvaje granero. ¿Qué dirían los trashumantes de las campanas del cierzo, en un día amargo de rupturas con la sal hablándonos alrededor de las costillas? Todo, al final, el aliento es una bengala fatua en medio de la grieta de los ataúdes.)

—Ya te has ido y es difícil cerrar la puerta.
Es difícil alumbrar en la grieta
insepulta del cuaderno que está allí, todos los días, con los zapatos
                                                             [de los recuerdos.

El olvido sólo quiere ser la geometría de los rieles.
Los brazos, quizás,
donde naufragó el aroma con el escalofrío
de los golpes sepultados.
Y, —aunque la digresión misma, parezca una paradoja—
vaciamos a menudo los fríos calcinados de la ceniza,
la sustancia oscura de los ceniceros,
las alambradas de sal en las arterias,
la sonrisa dura del imposible.

—Ya te has ido, y no dejas sino abismos de relámpagos:
                                                  la escupida
que muerde las aceras, el hervor en desorden de calcetines,
y hasta aquella muerte que saqueó las zanjas del pálpito,
la muerte del silencio
que se ensimismó como telaraña en la cintura del ardimiento.

Después de todo, no sé si aprendemos a morir cada día,
—nosotros, inocentes—
en las altas y bajas de la Bolsa Valores de Wall Street.






CALENDARIO DE SOLEDADES




El tiempo inmoviliza los mástiles del crepúsculo: el ave entreabre
la ciudad del aliento. Segador de huellas, todo mar el viento
y la nostalgia, todo recuerdo el ala en la madera.
Entra la canción de la constelación del horizonte
                                                                  en los siete vientos
del muelle anclado en la edición de los carteles del sueño.

¡Cuánto pesan las aguas sobre la herida que no siento ser río!
¡Cuánta tierra en el hostal de la saliva,
vientos del trópico y del sur,
los brazos austeros asidos a la penitencia de aguardar siempre!

Entra, —he dicho con un dejo de benevolencia—
a este andar a oscuras,
junto a las sinrazones,
—abandonado en la órbita de las mitologías;
entre el cascajo y el cofre de los presagios, ya el resuello es ráfaga
de brumas, corteza firme de lo que fueron sábanas bestiales,
—desde el otro lado del ojo, cabalgan las moscas en puntillas.

(Dentro de la garganta el calendario en pedazos.)
—¿Tienen sentido
los puertos al final de la sed, justo cuando se desata la hojarasca?
Entra, —he dicho—,  a través del entumecido espejo de mi fuga
y miseria, a velar mis huesos y a devolverme
el alba-fuente de la ventana.

(Uno está aquí siempre junto al tambor de sus propias soledades.)




TRAVESÍA DE LA LUZ




Es cierto que no cabe en las manos como las migajas
que sobran en la mesa.
Trenes de luz devoran el tiempo al igual que los sombreros rutilantes del porvenir;
gira sobre el confín el pozo de la conciencia.
Uno ve en el horizonte toda la fuerza de las miradas 
que atraviesan el caos,
los secos brazos del color,
las noticias que cambian rotundamente el paisaje.
En cada ventana se hace presente la anemia de los párpados.

En cada avalancha de luz, las oscuridades visibles del vacío.

En la ebullición de los despojos,
la acuosidad del cuerpo en las esquinas.

En la luz de la deriva, hasta el sexo se nubla en perspectiva:
todas las calles se asoman a lo extraño,
a los ángulos que forman las telarañas,
al disfraz que nos muestra la hipotenusa de los murciélagos
en su apoteósica polución de vuelo incierto.
El perro del escombro lame los zapatos.

A veces todas las sombras se nos iluminan de lejanías.

Ganamos o perdemos en las vestiduras del fuego.

Debajo del cuerpo la tierra hace visible sus interrogaciones,
los trenes digo confundidos del deshielo,
las formas diversas que atraviesan los sueños.
Durante pasan las aguas amarillas de la certeza,
la lluvia borra mi itinerario;
y vacía el pecho de su copioso aliento y de sus nudos ciegos.

Cuando de nuevo la luz atraviese todo el sendero de las sienes
                                                                             y la memoria,
le habremos quitado quizás todo el moho a las palabras.

(Entonces serán las dos manos juntas,
una sola fuerza para desvelar el misterio.)







BALCÓN SUPLICANTE




al llegar a la curva me vuelvo y miro por encima del hombro
de mi pasado lleno del ruido mágico en el momento preciso…
Aimé Césaire




En los huecos del escalofrío,  no hay suéteres de otoño.
Jamás los hubo.
Si hablamos de nupcias es necesario soltar el imaginario,
la clandestinidad es para forjar otras historias.
¿Qué dicen los semiólogos a propósito de las confabulaciones,
la mercancía articulada de la viscosidad,
los fueros políticos del poder, la manzana como paradigma,
el candil del abanico sobre la mesa yugular
de la mandíbula del cielo? 

(Sofoca, me han dicho, el paradigma del mito
de Edipo, incluyendo otros paradigmas.)

Lo ilusorio es una trampa que no tiene límites:
los ritos del muérdago
son para los coleccionistas de la angustia binaria de los espejos.

¿Es necesaria la oposición de boca y hambre,
anulando el bajorrelieve
del vuelo del cuerpo frente al fogonazo inminente de dos cuerpos
en la altitud del arcoíris sabiéndose metales?

—Todo movimiento, si lo es, tiene su tesis en los reflejos,
la abstracción es una perversidad en las sociedad de consumo,
según las leyes de la lógica, es la acción sobre el objeto,
contrastes hasta la últimas aguas del vuelo,
—ay, las sombras que devoran la luz,
la catarsis del día impar del pétalo giratorio en la lengua,
la máquina análoga de la esperma con su gemido de llave ciega,
ay, los neopositivistas en la jerga de nuestras categorías
del mapa infinito devorado por el viento,
ay, la ropa compartida mientras la garganta desviste la lluvia,
y el músculo del bombeo nada en su propia postrimería
                                                                             de herrumbre.

(Lo súbito se queda para los golpes de pecho.)

Pensamos en la contradicción, le dimos a la abstracción
su poderío; luego enardecimos el árbol de la muerte
y debió ser al revés:
pensar en las sábanas que abarquen dos cuerpos,
quitar esas extrañas escenas de teatro existencialista,
darle a la alegoría su identidad, no el simple carné de ciudadano.

—No sé si me sirve la práctica del conocimiento en poesía.
No lo sé.

Lo cierto es que en este trance de relaciones mercantiles,
el miedo respira juegos insospechados,
formas indivisas de las que habló Demócrito;
el verdadero contenido gnoseológico está en ese cuerpo
que me sangra, en vos, como cadencia de sangre y aliento,
única vía unitiva de la invención humana,
única semilla del instinto.

(El problema de las individualidades habría que preguntárselo
a la ontología o, en todo caso, a la aljaba del conjuro,
quizás a los caracoles
con su desamañado aroma  a cavilación y paradoja…)







FIRMAMENTO




Un caballo de cipreses muerde el infinito. En el firmamento calcinado de los espacios vírgenes, la memoria hace lo que los brazos no pueden.

Hay relinchos lejanos en la jaula de los sentidos.







ARS POÉTICA




Todas las semillas del día han hecho mi poesía.
Todo lo insondable me acompaña:
la piedra humana y los colosales rieles de los trenes
de mi infancia, la estación de luz quemada en mis zapatos.
Si algo le debo a las horas es la memoria de las cosas,
la bocina del alfabeto que me ha perseguido desde niño.

Abierto al tránsito de la noche,
he hecho de las palabras, calles, luces
para mi propio deletreo; y asumo mi boca para los estertores
de la hoja que me espera como un mapa de amplias vigilias.

Nunca termina mi faena.
Ya lo dijo Borges: “el arte es una eternidad.”
Primero vi; luego, observé el bestiario como quien lee
el Libro de los muertos, o El Cantar de los cantares,
cruzando la falta de misericordia de las doctrinas.

Nunca he creído en la indulgencia de la poesía,
por eso frente al espejo
le he hablado a las sombras y a la conciencia en su propia jerga.
El poema siempre es vitral colmado de incertidumbres;
quien no haya vivido sólo podrá elucubrar en pantalones cortos.

Un poema no se hace con inocencias azules,
sino con todos los peñascos
que circundan las ventanas, si al final se avizora el horizonte, 
entonces pálpito y germinación son genuinas.

El poeta en esencia es un alfarero, fabrica con palabras lo que otros
hacen con el barro: nace y muere,
incendia el vuelo con sus ojos.
El poeta hace desde el sollozo o la risa,
                                     su trinchera de territorio liberado.








CADÁVER




Soy “el cadáver que habla por la boca de la herida”, el cadáver oculto en la palabra fugitiva, la medida ciega del Dios que amanece en mi boca, esta historia abriéndose en la marcha del vértigo y la noche.

—“¿Qué es sino el tiempo abierto, entregado a lo efímero, a lo incierto, con que ahora la modernidad de Segismundo reclama el reino? ¿Qué mejor rastro de una modernidad aleatoria, pero viva y libre? El “cadáver que habla por la boca de la herida” —como esa otra “funesta boca” en que se engendraba la noche, y que se abría en la cueva—, no sólo le muestra al rey derrotado la alegoría de la ruina, la destrucción y la decadencia. También le señala, con una ambivalente sonrisa, la resurrección del otro fantasma que ahora gobierna.” Se quema la noche que perdura en mi aliento, el alarido del tambor y las trompetas, el deseo de multiplicarme en bestia funesta en medio de todo este follaje.

—¿De qué frutos ciegos me viene esta extraña pesadilla?
¿Acaso, también, los fuegos inasibles se tornan oscuros ríos
en el balcón negro del mundo?

Dejo mis viejos pantalones para la subasta postrera de la ficción,
a fin de cuentas, en el entresuelo,
los sótanos son otra fantasía de esquirlas.

En mis vísceras ya se coagulan los sueños,
cerca está la palabra yerta;
otros muertos, la hoja aterida desuella mi aliento;
otros vacíos, los que nunca
dije son ciertos, a la hora de temblar en los significados.

Voy ciego como van todos los muertos tanteando sus candelabros:
—deletreo mi propia noche invisible—
el delirio de ya no ser  carne doliente, sino el polvo de andar
                                                                                [entre la vida.
Todo el dolor y las campanas, las aguas, aquí,
en esta aldaba del féretro,
el pulso que se perdió, quemados caballos del resquicio…






LECTURA DEL VACÍO




Dentro de los embudos aceitados del fuego, el fluir de los candiles hundidos en el antepecho del cordero.

Puedo pensar en solitario con Marilyn Monroe y aquel viejo poema de Ernesto Cardenal.

Claro que de todas las historias en los agujeros de la piel, están:Ingrid Bergman, Megan Fox y Emma Watson


Lo demás es dulce ebriedad de recuerdos.






DELIRIO




Sólo en el corazón de la sombra, la rosa negra del murmullo de un blues cantado por John Lee Hooker: boom boom boom. Ahí el dolor del aire en una lágrima, o la muerte enamorada entre cadenas. En los huecos de la sangre los alfiles del abandono y la orina de los latigazos y las esquirlas y los cementerios con su armario de esqueletos. Quebrados todos los rincones del pecho, la nebulosa del dolor como las telarañas huecas de la medianoche.






RASTRO DE LA ARCILLA




En cada pañuelo de amarga sal, los cuerpos temblorosos y definitivos como las aguas antiguas del cuerpo. Cruje la ceniza de los pedernales y el frenesí del musgo en la danza de los cuervos. Junto a la opresión de la penumbra, las placentas demolidas de los ángeles, la miseria de plomo en los cuerpos perseguidos. En medio del asco y la hipocresía del aguardiente, los santos rosarios vencidos en las calles. Aúlla sucio el trasero de los perros. Parecen sombras hundidas todas las fotografías.





ESPINAS




Yo ando entre ellas, como saladas hogueras del destino:
debajo de las piedras los sombreros miméticos del día,
el trabajo perverso de la noche eterna.

¿Qué color tiene la incertidumbre repartida en los horarios,
la delgada estrella de la pena,
este camino de furias y lecciones salobres?
—Ante mis ojos los pilares rotos de la confianza
y la alacena del cierzo con crepúsculos de saliva.

A cada paso me encuentro con almácigos de ira
e insolencias esparcidas:
el extravío es mayor cuando alumbran los zarpazos.

Unas y otras invaden y se sumergen en la memoria, duermen
obedientes para su funesta cacería,
arden en el tiempo hasta alcanzar los zapatos,
—son, sin duda, los ciegos harapos que dormitan
en la mendicidad,
junto a la herrumbre gastada de su propio sudario.

Por suerte sus alucinaciones no perduran: se quiebran al primer
intento, mueren como se apaga el fuego de las tormentas,
se hunden, finalmente, en la telaraña de la herrumbre.





SOBRESALTOS




En la claridad del silencio, la rama interpreta sus mutismos.
Cada vez, frente al viento, la ceniza se esparce de puntillas.
Alrededor de la tumba, los epitafios del poema, el poema blanco
atreviéndose a morder las cortinas del infinito.

Afuera, los libros mancillados de los poros, la frustrada espuma
de la saliva, esa eternidad efímera enclaustrada en los orgasmos.

—No creo que sea liviandad de los párpados,
este vaivén de telarañas,
sino el sobresalto, análogo a la sombra.

Desde lo hondo de las visiones,
la alegoría insondable del pensamiento
y su forma desnuda de senos, todo el azúcar inmóvil
de los estíos de cuaresma.
—Dejé de creer en las aves mensajeras de la extravagancia; ahora,
sólo acomodo mi tiempo a este reino de huesos contritos,
sin más pronunciamientos que el desbarajuste de las retinas.

(Pese a todo, lo visible siempre necesita de un candil aguzado,
una mecha del tamaño de las estrellas para ver los anillos enroscados de las palabras,
o el círculo vicioso de la lectura del semen.)





TRÁFAGO




Ya en las mochetas de la claridad, cansa el tráfago,
la neblina colgada de los balcones,
las tantas certezas de los taburetes y ese desorden
de cuervos en la tarde,
—caminamos fregando el urinario del hambre, la alambrada
de los mataderos que nos asisten desnudos desde el cielo:
una sombra y otra en el fermento de la temperatura,
el mar quebrado en el contraluz del grafito,
(sueño con los caballos negros
del crepúsculo y sus calles de húmedos ramajes.)

—¿Alguien lo puede evitar después de morder epílogos?

De inmediato vienen a mi mente todos los periódicos,
el blanco y negro de la ciudad,
los pequeños vendedores con estanterías móviles, 
el estrépito de la mala digestión en medio de invisibles azoteas
de cadáveres.

(Pienso que pude haberme obligado a vivir en otro muelle.
Pienso, solamente.)

Los embudos del odio  con su falaz disimulo marcan el reloj
con cierta indiferencia,
—(desde luego, hay itinerarios que cansan, como las piedras
en las calles, como los caracoles en el petate del náufrago,
como los muebles girando en el azogue del sueño, perennes defunciones 
en lo inmóvil del acantilado.)

Cansa el lavabo con su chorrito de agua envinagrada.
Cansan las aceras
y otros paisajes del aliento, la misma roncha del perro que lame
el silencio, el largo tránsito de los escapularios
sin apelar a la balanza del sosiego.

¿Llegaré hasta el último peldaño sin que la angustia me devore?
¿Se resignan las bicicletas al designio insondable,
al trotacalles del sueño?

(Por cierto que ahora labro estopas de coco;
olvidé la hidalguía.)

En la noche atizo el fuego con el pulgar del silencio;
respiro normal entre la diversión y el hambre,
pues yo no hago hacienda
de lo inverosímil,
ni me conformo añadiendo pantuflas a los domingos.

Desde cualquier manifiesto atardecen perennemente las ventanas:
islas, ventanas, ojos, el paraguas moroso de las losas,
el surco memorial del picapedrero con sus bóvedas de desvarío.

Sálveme la sangre la materia del yute,
el insecto que roe mi cabeza con sus goterones de ruido,
extrañas pestañas en el cuerpo.

Difusas imágenes del cirio en la lágrima enroscada de los rieles.

Sálvenme, a fin de cuentas, los vidrios surcados por la neblina:
—es temprano para morir aún destripada la polilla en mis sienes,
pese al cuervo colgando del candelabro  de la sinagoga del poema.

(Quizás deba buscar una lavandería
para mis brazos y renunciar a los resortes de una hostia,
a la maleta y al látigo de la lluvia, 
a los pasajes oscuros del aturdimiento del ciempiés.)

Bajo el cielo falso del horizonte, las ingles de espuma
del eucaliptus y las antiguas bridas de los neumáticos
con faisanes y escopetas.






CASA POSTRERA




La historia se reescribe en el hospedaje de los ojos,
en cada prólogo que antecede a la noche y a los ataúdes.
Iré, allí donde la voz se refunde en la tierra del surco
diestro de la corbata del ojo descuajado de su cosmos,
de los brazos del cementerio de la ternura:
(si subo o bajo, no lo sé, después de echarle cilantro a las horas.)

—Es inútil este juego,
—pienso, mientras veo la lógica del racimo en el charco,
el suplicio debajo del perro amaestrado—,
(o la puesta del sol con su equipaje indescifrable,
el quitamanchas en la punta del alfiler,
los zapatos refrescando su propio puerto insomne.)

Iré y partiré en pedacitos el séptimo día de la utopía:
mientras me decido por la bruma,
el fermento ensangrentado de los trenes:
(los ojos a punto de deshacer los puntos cardinales,
las hélices de las ojeras
las piernas dilapidadas de la zozobra,
la hamaca de la solapa sobre la cerveza negra del invierno.)

—Cada tramo del hipo se suicida en el horizonte,
cada confín del polen,
sordomudo sobre la escarcha de la madera,
patina en los neumáticos de mi casa postrera,
en el territorio que un día pensé cosmopolita.

De los bolsillos se escapan los suspiros como aves migratorias. 
Siempre desde la ventana,
la hoja que pía en el umbral del otoño, las palabras
vencidas por el hambre,
los eructos cansados de los epitafios,
tarde subyugada al tintero. Niebla
arrancada a la respiración de esa otredad de las escalinatas
de la ruleta de las semanas, ingles desbocadas en el tropezón
en ayunas del aliento.

(Uno siempre va, finalmente, como mar obediente a la noche.
¿Reside aquí la plenitud, el mar inconsciente en los costados?)

—En el sonambulismo de la pecera de los balcones,
el atril donde los vahos
son protagonistas y el deseo calla sus paraguas de puerto,
el velero que no demora su desbandada,
la mirada inescrutable de mi mismo en la escena intemporalizada.

(Luego de andar, —¿pienso todavía en mis miedos?—,
los recuerdos vienen
en mástiles sin pararrayos, el candil irracional del presentimiento,
las altitudes impalpables del ardor,
lo errátil que fue el ojo en el estanque.)

Ya superadas las paranoias y echado hacia adentro el aliento,
la lluvia del olvido se encarga de deshojar el cielo raso
de la locura:
no hay mejor forma de morir que vestirse con los propios harapos.
Atrás quedan las sábanas y los pañuelos.
Tengo ansias.
Me devuelvo a la luz postrera:
hay campanas cercanas a mi propia torpeza humana.
—Mírame. Están leves mis ojos y el alma apacible…



INSTANTES




Fugaz la mano del azar que resbala entre mis manos,
las rodillas como realidad de la losa y sus tentáculos,
los álbumes amarillos en la geografía del sueño:
a pesar de todo, siempre resultan extrañas las mortajas,
y la caja negra de las alacenas, o el túnel donde se pierde el alba.

Sólo es un instante el pino en su ebriedad de hoguera,
luego deja ser
lámpara el viento y ventana el tren y el equipaje.

 (¿Duramos poco para tanto
horizonte entre un planisferio de corales?)

—Yo no sé si existen ungüentos insepultos.
La espiga en el mapa del ojo,
o solamente pasa el agua ya inerte de mis poros.
Grita el ciervo primitivo del alma. Grita el espíritu en su combate.
Y si existo, ¿adónde van los minutos que no vuelven,
el ala del estival?
Si vivo, leve el pájaro con su equipaje ciego. 
Amargo el océano del espejo.

Hierve el ombligo en el tabanco del cuerpo, (los vahos carbonizados del calendario,
las verjas como musgo de candelabros);
en la boca, el pesebre o la luz, el hormiguero ahogado en el pozo
que deja el corcho en la vendimia,
espuma del parpadeo en esta suerte diminuta:
cuando quiero entender la pluma gótica del vecindario,
me remito a los ojales inciertos de la ceniza,
¿sonríen las crines en los números impares del algoritmo?
¿Son fieles los cementerios al cansancio,
al diente vendado del luto, a la fiebre
de las esferas pintada en aquella concavidad oscura de la víspera?

(Con plumas sostenemos el telón de la comedia,
pero en al mirar se esconden
el empalago desvelado o el cielo falso del eructo del tiempo.)

—¿Fiarme, yo? No, ya no me fío.

(Muchas manos para mis manos
de talabartero. Mucha oscuridad para mis ojos.
Muchos escribas y poco papel.
De cara al tiempo, la avidez requiere de cirugía ortopédica.)

Me resisto a los exhibicionismos del karma y a las tantas bocas postizas 
de la bruma con zapatos de rocío
o pantalla gigante de estufa.

Nunca he visto recato en las funerarias ni en las muñecas envueltas
en sudarios, (las etiquetas en la niebla suelen ser inaccesibles);
a veces duelen los paraguas  en la contracorriente de ojos y manos,
y hasta en la severa impermeabilidad de los muros,
en los hospedajes
donde cojean los taburetes su designio de ataúd desvencijado.

Ahora que muere tanta historia,
¿Quién está a la diestra del arcoíris?

—Celebro, a fin de cuentas, que todo sea efímero.

Y para ello, los antisépticos bucales,
o simplemente la limpieza de las uñas.
Me enternece este degüello de melancolía,

(la pasión es como el hampa),

En los andenes disperso el mal de ojo de las mercaderías del enojo:
descreo de todo el buen humor de los notarios,
me alejo de las sombras
del gato montés con destino afilado de carnicería.

(Pero me enternece
vivir sin antídotos dentro de las paradojas del tiempo.)





CUMPLIDA LEJANÍA




A fuerza de disfraz, el fuego repetido.
Deshago todo tránsito cercano
al mismo tiempo que subo a la escalera de lo rotundo:  
restauro así, las averías del aliento,
y todas las ojeras de la ruleta rusa.
(Para hacer nido ignoro la oscuridad del tiempo,
 bástame sólo el camino y aquel frío doliente en los hombros: 
el tiempo presente que todo ilumina.)

En la rama del invierno, parece mar la verdad del horizonte;
construyo mi propia historia lejos de la hipérbole,  a más distancia
la verdad nos parece más próxima, borramos la mentira
(hay un silencio que deslumbra en el humillo de la página:
un silencio que enciende mis sentidos.) 

—Trascendido el abismo, no hay tropezones ni rabias  desbocadas.

 Uno deja de ser señuelo en los troncos del estanque:
cualquier cercanía sólo es claridad efímera,
para eso los espejos y el espejismo,
los pensamientos sumergidos en la sombra,
la mano invisible que desangra,
la intimidad sin cobija de las pupilas,
y el empujón mortecino del aire en el ojo cansado de la ceniza.
¿Algo es mejor a la luz del pensamiento
cuando el peligro se descifra?
¿Vive el ala en la herida del recuerdo?
¿Sangra de claridad el espejo cuando descubrimos
el filo de la saeta?

(La espina se clava en la llaga.
Lastima quien aguza sobre el pecho
su rescoldo de grito, el eco perverso del delirio.)

Por suerte me alejo de los esqueletos del páramo y de la evocación
de señuelo, único riel del desengaño;
el litoral abre su propio fuego, lejos —diría— de la escarcha,
del prematuro estiaje,
o de la telaraña del equívoco en su murmullo.
Dicho y acontecido el estremecimiento,
me alcanza el hálito para seguir
en este misterio del poema, —que el poema es la palabra-espejo
de cuanto pervive y se esfuma
(así camino de cerca con mis soledades),
y lejos de la saliva agónica de las sombras.

—Cuando uno separa las aguas turbias del pensamiento
y los absurdos, deviene otra vez la inocencia con su total palabra:
(el alba sangra su voz blanca en mi boca,
el tiempo pulsa sin fantasmas.)
Destituida la oscuridad, vuelvo a ser la claridad en mis ojos:
así de simple, sin las dudas de la noche; así de suave,
                                                                       sin rugosidades.

(Nunca el mal tiempo puede ser un absoluto.)

Ahora que he desmontado la escalera del suelo a la lumbre,
queda por escribirse el epílogo,
o acaso dibujado el testamento de aquello
de que habla la memoria frente al espejo, —latido, ojo y palabra—
la máscara desierta en su pira,
tan claro el sentido que se ha tornado en cumplida lejanía…




NOCHE ADENTRO




Dejamos intactos los páramos del día para adentrarnos a la noche.
Ante el aliento desollado, sólo el traspiés de los huesos,
el río enjugado de los pañuelos,
y ese otro más allá, —impaciente, presentido—
en la atarraya de la pupila:
ante el olvido que se abre a la otra página del ansia, el tiempo
y sus lámparas ¿pueden las palabras esconder la noche, el despojo?
Ya vaciados los recuerdos y rotos los ecos y cerrado el oído,
me vuelvo noche adentro a lo mío.

—¿Soy otro, siendo el mismo?
La lluvia en la sombra, cerca de  la cacofonía del lecho oscuro, 
cerca al viejo laberinto de los dedos invisibles del absurdo.
(En una noche nombro toda la vigilia de mi tinta.
Torpes abanicos vibrando
en cada astilla del clisé de los recuerdos.)

Remolino de sueños, el agujero negro de los tulipanes, los cuerpos
en la noción del escombro, el film hierático del calendario.

(En la flexión del tiempo, los hipocampos, escondidos en el agua que reverdece, 
el otro tiempo que se atisba en el vilano.)

—Despejada la conciencia, crece hacia dentro,
el trance próspero de la alacena, el bosque sin paredes del anhelo,
el oleaje de la lejanía.





OSCURO LÍMITE




¿Hasta dónde llega la luz del mar para juntarse con las pupilas?
(En lo oscuro, la recordación anticipada, quizás el techo
de la brisa, la verdad que traspasa las paredes del transeúnte.)
Muerde la baba cuando derrumba sus miedos, los tantos espectros
de la calle y el sentido sacrílego del respiro,
junto al ave erguida que lo habita.
—Me seduce la larva de las alcantarillas y la mancha incesante
del crepúsculo con sus tentáculos de ciega masturbación.

(En el sofoco de nadie,
el infierno de los perros con su bozal abyecto.
Deshago la nube para descaminar cualquier turbulencia:
la puerta que rezaga
el remanso, mis pesadillas cada vez más cerca del tiempo.)

—Si algo pervive, que no sea lo siniestro,
sino sólo el fondo de los absoluto, o el viento movido por los ojos.
¿Es la razón la que abre la espesura de este imperativo
de las sienes,
o es la memoria que de repente suelta sus recurrencias?
Vamos, le digo al mar o a la flor, polvo seré y eso,
también es tortura.
Vamos, le digo a los zapatos entre el sofoco, lo oscuro es la rosa
trocada en claridad,
—si existo, también conozco lo ilegible, el extremo
nombre de las profundidades (la muerte ciega de los peces)
salta el goteo e irriga las paredes…





RESPUESTA A LA TARDE




—Ya no te espero respiración a contraluz del espejo,
chorro de silencio desangrado, tapiz viviente de la herrumbre.

(La tarde se hizo zumo.)

Anduve sin reposo como en los tiempos del hambre, de incógnita,
a veces, en el pulso de la ventana,
—se hacen ficción y pánico los días del yagual de la paciencia:
se deshace la figura de barro del aliento,
la floración del juicio en lo concreto.

(Jamás hubo respuestas a la mesa servida, ni boca para el pan,
ni hombros para sostener el dintel,
ni espejo para ver desde allí el himno de los poros desnudos
del vaso presente del tacto, ramificado en la sangre.)

Desde el dominio del pensamiento te respondo:
todo acaba cuando huyen
los sueños; todo es despojo en la primicia de la hoja seca,
—arde la rama del susurro, el ojo ve ahora lo irrisorio.
Al día anterior sólo le quedan las osamentas de los amarillos.
Si hay una locura para avanzar, quiero vivir sin suicidarme,
sin ser sólo la sombra tras la ventana.

(Nazco en el cáliz de los odres nuevos. Nazco Lázaro en el sueño.)

Ve, donde velen con ojos ciegos tu tiniebla.
Ve, al filo del bisturí o el hacha.
Mi tumba está cerrada, dentro de ella el poema.
Dentro de ella la luz.

(Tal vez el viento esparza el cuervo de las colillas,
el invierno monótono de tus propias torturas,)

—Ve, y multiplícate en tu cieno de semen…






ASEDIOS




Asedian tantos caminos a la hora en que los puntos cardinales
deslían el viento.
Sobre la roca los puertos sin veleros,
las escenas superficiales
de todos los días y hasta el génesis buceador de agujas.

(En el puerto estático de los meridianos,
as campanas sordas:
cada ardor es la sed errátil del tacto,
la otra cara estremecida del aliento.)

—¿Puede un incienso de eternidad reposar en el viento?
¿Puede el ala, alzar vuelo sobre la llama de la urgencia del agua,
en medio de la impaciencia junto a la tierra hendida del páramo?
¿Puede cada día el olvido, el ansia claustral de los paraguas evocar
la vigilia de la página envejecida,
los nombres cambiantes del desdén a la orilla del clisé
                                                                     de las astillas?

(Uno de pronto se ve cercenado por los mismos sueños.)
(Uno de pronto es  remolino de escombros,
arrugadas formas del papiro.)
(Uno de pronto ya no resiste a la sal del calendario,
ni a la sonrisa a pie juntillas del despeñadero,
—entre aire y tierra, legiones agrias
de gemidos, carne oscura la granada de la conciencia.)

Ante la amplitud del granito, el musgo como hostia del rocío,
¿vienen desde las heridas, las siete sombras de las parábolas?
—En las sienes, la luz, el espejo guardián de las fachadas,
la vuelta al relieve de la sombra,
(las ascuas de la noche en la hamaca de los andenes)
el cansado témpano de la cobija.
Después de todo, ¿es dócil la luz en la abundancia del hambre,
en la geometría del racimo inoxidable,
en el bolsillo malogrado del delirio?

—Cada quien se interna con su propia sed en la habitación
                                                                             [de los relojes.
Yo, —por si acaso— sigo el camino perenne del viento,
aquí en secreto, desvelando los folios del paisaje.
Atendiendo el decurso de las taxonomías.





VEHEMENCIA




Bracea el pez ciego sobre el agua oscura del estanque.
Galopan los relojes
en medio de la herrumbre de las imágenes, dentro de las espigas
acumuladas del pensamiento.

(Esta suerte de triplicados agudos en el granero,
universo de sombrillas.)

No obstante la oscuridad colgada de los zapatos,
el deletreo aéreo de las vocales del rocío,
—siempre la contrariedad
crepita en los portales, tiene su propio anfiteatro.

En los círculos de la noche, las orillas hundidas de las sombras:
esa voz del pequeño mundo de la orfandad,
el agónico collar de la espuma
en su desconocido destello de párpados.

(Junto al paredón del misterio, la carne en vilo,
la fugacidad se enrosca
en la maleza, despierta el baúl de lo inhóspito.)

Afuera, ¿hay alguien que repiense las ventanas,
los pedazos de anillos
de la saliva, la novedad de las palabras en vez del hacha?
¿Vuelve la arcilla a la oscuridad de su queja?
—¿Hay días de salvación
y sordos magnetismos, —asombros de una piscucha ebria—?
—En algún sitio están todas las respuestas a la noche,
la hamaca imposible
de una armónica, las jornadas de desvelo en su vorágine.

Mientras estalla la saliva en su estallido pegajoso,
se hace visible el rito
a los balcones, el hueso mordido de la semana,
y la intrepidez que nunca apaga su candil,
el ácido río del sudor en el ijar.

Ya deshecho el nudo, queda oscilante el vaivén:
brilla el vilano del vinagre,
ebrias las castañuelas de los símbolos desafiantes.

¿Sangra el desuso en su catacumba?
—Sí, es un libro de ignota fatiga
como el semen incinerado en la lápida de la medianoche…






FOSA




Me quedo aquí, a veces, con los zapatos hundidos
                                                                en los periódicos.

(Silba el gusano triplicado de las palabras agudas,
de las palabras sin sentido.)

Llevo detrás las manos utópicas de la cruz transfigurada en estribo,
las paredes desafiantes de los símbolos,
el muladar hirviente de la sangre
desordenada colgando de las pinzas de la vigilia.

(Brinca el aire descompuesto en medio del abismo.
Respiran los muros
desde adentro: espectros, miedos, auras.)

—Un niño reza en los sombreros del viento.
La tempestad muerde los ojos.
¿Habrá luz en este viaje inefable en el momento
cuando crece la niebla?
¿Hay un horario para graduar la temperatura de esta nave inmóvil,
sin que el ritmo acabe siendo vulnerable,
sin que deban purgarse otras oscuridades,
en la válvula incontenible del paladar?

—Ya he dejado constancia en la trama de tantos nombres,
en el follaje quebrado del solsticio:
(conjura el estrépito desaliñado).
(Allí las sombras como un cataclismo de paraguas.
allí la ceniza juzgada
de la luz, —a cada cual la difícil tarea de su derrotero,
el fuego madurado
a volverse ceniza, alucinante alacena.)

A veces, sacudimos el pecho como fruto de las estaciones menguantes del calendario:
hundidos en la oscuridad de la dureza, no queda sino esta
porfía de cruzar los brazos en el sopor de las ansiedades.

(Toda ilusión, al final, acaba siendo un infortunio.
La brasa oscurece lentamente en la melancolía;
viajan los días como arcaicas oscuridades.)

—De pronto nos damos cuenta que la fosa es esa otra forma inolvidable 
del espejo hecho tierra.
El hollín de tantos destellos,

¿soñamos?...




TRAMA




Realidad, —¿Cuántas bocas encantadas en tu nombre?
¡Cuánta saliva en tu cuerpo?
Todas las palabras se han vuelto irrespirables; en el ojo,
los mundos sumergidos en la porcelana del desvelo,
¿Es paradisiaco el pecho sumido en la memoria de la herrumbre?

—Sólo en teoría extinguimos la peste de la conciencia
(sorpresa, después de todo):
a espaldas las burbujas fúnebres del misterio,
y del otro lado de la omnipresencia el mutis del teatro gótico
con su aliento de cansada hambre.

(El clamor irradia los costados del arco iris),
ya después del combate, el bolsillo tributario de las luciérnagas,
(millones de monedas contra el reloj, fuerzas al galope
                                                                        de la sombra).

—La realidad, ¿es sólo una aventura del cromatismo, 
acaso la oscuridad enardecida, o la polea que nos provoca los sueños,
o el estatuto del caos que se rearma en el horizonte?
—Alguien lo sabe
cuando el hambre cimbra su querencia (el ojo dispuesto a indagar)
y toca a la puerta sus fervorosas contradicciones.
En todo caso, (nadie, nadie) escapa de su agonía.
Nadie ha dejado de sentir por un instante su filo,
(las aguas que colman las almohadas,
el ojo que supura en la galaxia)

—Por si acaso, me aferro al nudo ciego del agua, fluye la trama
y todos los huesos incansables del vórtice.
(La mesa espera la rotación de la comida.
¿Es la concavidad nuestro dogma?)
Desde los goznes, el girasol negro de la ternura,
la partitura del aliento.

¿Nos busca el escombro arropado de neblina? 
O sólo nos conforta la fogata de la almohada y su metálico enjambre,
con un zumbido de húmedas muertes. (Entre tantos depredadores,
no escapamos ni siquiera a la usura.)





REFLEJO DE LA EROSIÓN




Detrás del aliento, también el musgo en migajas,
el cristal fugaz del espíritu, el vado hacia el olvido tan necesario
en el trance del invierno. Tan necesario.

Hurgo qué hay en las habitaciones vacías,
en esta euforia sin sentido, sin nomenclatura:
cada respiro se torna albedrío;
cada trance en el costado, ardido goce de pañuelos,
emanación de pálpitos,
misterio de la conciencia.
Detrás del desvelo hay titubeos y oscuros tragantes donde el viento
sopla durante las noches, 
colillas de aviesas sombras, péndulos de murciélagos con trapecios
de almas cruzando el firmamento,
historias que se pierden como en un manicomio.

Cuando llega el cansancio, las aguas se aquietan en olvidos,
y dejan de fluir, las ventanas duplicadas del élitro,
el vaso de la ansiedad con sus tentativas de vértigo,
el aroma denso y giratorio de los muslos,
el cardumen con su levedad transparente.

(Me olvido, pues, de todo o, todo sale a flote: las esquinas
del aire en las puntas del rocío, 
el pulso grave del trino, la maroma de la melancolía
con sus giratorios anhelos,
el consuelo de alcanzar la Gracia perfecta sin andar descalzo
alrededor de las brasas, sobre el rostro virgen de algún pétalo
esperando en la antesala del fuego.
Después de todo, he aprendido a vivir así: mudo ante el mortis
del jadeo, expectante ante los ruidos que devienen de la noche,
cauteloso antes de entrar al mapamundi de la mesa servida,
antes que la carne pierda su sabor a levadura,
antes que los brazos, solos, se pierdan en el vacío del mantel
de los poros enhiestos de la cópula.
Luego, frente a mí, los ojos firmes de la tortura:
la realidad jugando a hundirse en mis sienes.)






VENTANA




Aquí, a través de la rendija, la extensión de los cipreses
y las vestiduras desmayadas como un pájaro que cae
en el aserrín del estanque.
¿Dónde hunde el horizonte el amanecer de los sentidos?

(Atrás de la memoria velo el dispensador de las abejas,
la ruptura de la niebla en el pan sobrecogido del nosotros.)

—A menudo dejo que la lejanía se lleve sus propios huesos.
Es mejor, —digo, borrar todo y aprender de nuevo
a invocar el coágulo
de los sueños y el aleteo atroz de las telarañas.
Desde los rostros habitados pensé en las respuestas a lo desconocido;
no las encontré por más que quise petrificar las promesas.
Sólo quedó el poema bajo mis axilas.
Desde este pecho rotundo es difícil el olvido y Ulyses:
cada lenguaje tiene diverso oleaje,
la noche entra y junto a ella el zarpazo…





VELA




El ojo ciego y esta enfermedad de mirar en lo oscuro y salobre.
(Entreabro la puerta por si acaso.)
Los párpados caídos simulan su propia sed de antaño.






ARMÓNICA




Lead Belly, ese sol de oscuridades a orillas de la luz. Tuvo la vida necesaria para su voz negra; en las calles de Luisiana se perdía su voz de hoguera coagulada entre barrotes. En su guitarra cantaba estrepitosamente la muerte y aquellos lugares que sólo son posibles en canciones y en esa herida profunda de ser esclavo. 






VENTANA DE LA SOMBRA




Duelen las ventanas a la hora de pronunciar tu nombre: nos hiere el abismo de la sombra que llevamos en el pecho, la flor negra que arrecia sin libertarnos de cuerpo y mente. Jamás conocimos otro mundo que no fuera el de medianoche, el de esa eternidad prostituida de las palabras. Siempre lo irremediable ha sido un juego en nuestro mundo. Si recordamos, nos enredamos en la ceniza de la piel y de los sueños.






CÍRCULO




La misma rueda de caballitos sustentando los sueños.
La semilla sorda del ahogo.
Las líneas redondas de la inclemencia.
Sonreímos a las ojeras mortecinas; jugamos la misma infancia
de las bóvedas; forjamos el grito en la perilla de los andamios.
En la sombra de los ojos, la hora cero de las jarcias.
Permanezco en la redondez olvidada del agua,
—en el tacto que han dejado
las pelotas en los terrones de los pies.
Este ir y venir en el columpio de la redondez,
en las monedas desgastadas
del sol, en el bostezo mudo de los ascensores.

(Sucede que al caminar por todos estos imposibles, pienso
en las aceras de países extranjeros.
Pienso en vos con la nostalgia de mis pupilas.
En la pira subterránea que desvela los rescoldos.
Pienso en la misma lámpara de la trementina,
en la orfandad que dejan los barcos en los muelles,
en lo inevitable que es el olvido,
cuando el calendario respira los mismos días de la semana.
Sucede que la respiración es una tormenta sobre las sábanas.)

Demencial resulta el entresueño en las aceras.
Las aceras de ayer y  de hoy sin olvido.
La vida dependiendo del cordón umbilical de la buena suerte.
Vamos. Venimos. Los mismos espejismos.
Los mismos duelos y miedos.
Vamos. Venimos. El amor en su propia ergástula.
La vigilia al acecho del aliento.
Esta redondez del clavo sobre la armadura,
las nueces corrosivas del ansia,
el ala que no cesa en su obseso presagio de trasmallo.
Siempre estamos volviendo a la misma latitud del océano.
Siempre el charco convulso de los zapatos y los tejados.
Siempre azarosos con esta hambre de olvido.

Siempre abriéndonos
al mismo círculo de la locura: bocas, batallas inverosímiles.
Nada escapa de nosotros. Todo acaba en perpetuo duelo.






MANIFIESTO




Ya he olvidado los siete cielos del olvido:
—La canción de los piratas,
la línea rural de los hervores de la albahaca, el espejo de mi propio
manicomio, las aspas verticales de los chufles,
la tristeza cadavérica
de las cincuyas, y esa voz, lenta o ensimismada de las hormigas
disueltas en las calles de mi sangre, en los témpanos de mis uñas.
Ya he olvidado el ardor de los relojes en los siglos de mi memoria
paleolítica: —Y sin embargo, hay destellos de las ascuas
y pergaminos imponentes que no sirven para cobija,
sino para alfombrar nuestros pies desnudos,
la resina corpulenta de las cruces en apiñados pulmones.
Un día y otro día nos devienen horizontes de minotauros,
cíclopes acechos, crujidos de un cauce abisal,
miedos al eco y los muros,
miedos al bullir del beso, milenarias águilas juegan al azor.

—¿Habrá luz en apoplejía de tanta teoría?
En los ojos que te miran
reprimido, cabe el mundo, la trama de las migajas, los nombres
contados de calles inagotables,
el mágnum comprometido de las alas,
los solsticios en la tortilla de los perros,
la sombrilla de los hongos
en el cuerpo de mi propia nostalgia, el huracán a flor de piel
con sus propios estrépitos, el destino cuyos labios sangran:
fluye el manifiesto del tiempo en el corazón rebelde de los relojes.






CANÍCULA




En la canícula del insomnio, ya no caben las yemas de mis dedos.
El augurio ventisquero de la pólvora, la cesta de serpientes
en la mesa, la página yugular de las palpitaciones,
la palidez de las estatuas frente al filo orgásmico
                                                            de las luciérnagas.
—¿Saldremos ilesos de este parpadeo agónico, candil,
acaso de tanta
herencia, llovido firmamento de los recuerdos, repentino cuervo
sobre la piedra en muletas?
De cierto que lo sé. En días felices hemos probado el calostro
con todos los aditivos de una cena suculenta;
hemos comido bocanadas de sonidos, nombres, pájaros, follajes.

(Vos y yo, no pertenecemos a esta obscenidad de la historia
por más que nos aferremos a la dialéctica del post mortem,
a los veredictos constitucionales,
a las ausencias de la suerte, al éxtasis secular
de los mosquiteros, al libro blanco colgado de las axilas…)

No pertenecemos al fin de semana del antro, ni al súbito cambio
de status del galope, ni a la página social de los periódicos,
sino a la baldosa con zapatos rotos. Es extraño al cambio de piel
de las palabras. Es increíble el fango como génesis.
Vos, brasa en mi hogaza diaria,
—el día o la noche nos rasura, le pone sombrillas rotas
al destino del tamaño cenagoso de un cirio
en la franja larga de los candelabros.
Asisto, como es costumbre, a la repartición de los mítines.
Este clima de túneles hace evidente mis ojos.
De pronto, muerdo las escamas de las campanas eclipsadas
de lo irremediable: a menudo es bonito recordarte
en esta oscuridad.
Por eso garabateo el balbuceo en la lluvia en medio de la sequía.






DÍAS INEVITABLES




Hemos llegado al fuego quemando de toda la madera.
Corazones en lo oscuro de la ráfaga,
—fuegos del rencor en la conciencia.
En la hamaca del grito caen las hojas y el balbuceo ebrio
                                                                             [del asombro.
El aire apesta en su desvelada vorágine. El estallido del azufre
en las sábanas: ecos, anuncios, desvelos de deshora…
Lo más cierto en esta vorágine del hombre es el abismo oscuro
de las uñas, las tenazas ácidas del miedo.
El estrecho mudo que hacen
los clavos en la nube del entresueño.

(Pasamos días de inciertos analgésicos en las ingles;
el Paraíso está más próximo a los retretes públicos;
los muladares sangran jadeantes.)

Los cementerios no tienen días de asueto, ni vacaciones.
La espina siempre permanece en vigilia,
aún a las horas del almuerzo.
De ahí la ardua labor de caminar con sigilo
y con los puños cerrados.
En este batallar de grito y lápida,
bullen los ojos su intensa soledad de piel,
de poros, de manos, abrazos.
Es un fuego sordo que cae en la boca, una argamasa de símbolos,
un mañana sin paladar,
La tempestad fatua e incontenible:
la Esperanza condenada por el crimen.
De pronto me hundo en la costra de la destrucción:
uno se habitúa a la almádana y al desamor y al vejamen,
a la piedra y no al vilano,
a la penuria que nos da el páramo.
Hay días de desastre y carcajada. Días exactos de sedición.
Esta batalla diaria carece de toda fantasía:
toda teoría que la explique
tiene la pulsación de la espuma,
las sombras espesas del aire,
el sopor obediente del grafiti o la avidez del atraco.







GRIETAS




¿Y no es acaso una grieta, muerte agorera?
—Agujero donde aúlla el terror.
Y no es la lejanía esa grieta inevitable, la misma invocación
de la sangre en su golpe de puerta dolida?
He andado tanto que sólo tengo ya traje de funeraria, y la entraña
con su golpe de furias, y los nombres como platos vacíos.

(Todo es andar.)

Habría que ver después la niebla en las sábanas.
Desde la ventana, la tormenta a ciegas o el zumbido de la ceniza.
—Voy como esos espejos inmolados en las cárceles:
el pedazo de sal se funde con los barrotes.

(Los sueños en su relampagueo también son golpes de cuchillos, 
repetición de otros espejos, sombrías cárceles de escarcha.)

ayer caminé como un huésped por las calles de la hojarasca.






FOTOGRAFÍA




Sobre la eternidad lloran las aceras: agua del tiempo con pájaros;
allí en la luz, la llama de los pétalos y ese fluir del plato incesante.

(Toda intimidad cobra vida en la memoria.
Ésta que comparte el azúcar del aire.)

Junto al gajo del aliento, esta forma de ser todos los días:
realidad o ficción
de las palabras en medio del murmullo.
Siempre existe una suerte de magnetismo a mitad del respiro:
cada vez reasumimos la semilla que nos despierta el pulso del ala,
(el ojo en un instante transparenta lo eterno)
—la ternura, de pronto
es un oasis que nos habla desde ciertas profundidades.






MATERIA DEL DESVARÍO




¡Una llamada interminable! Es la respuesta de las campanas del vacío,
a las campanas del vacío, al vacío bajo campanas...
El hoyo-escotadura en pleno corazón de la vida.
¡Oh la espina clavada en la historia del mundo![
Jean Pierre Duprey




Cada vez tenemos bozales en la boca y agónicas verdades
en los ojos:

(cada vez que te desnudas, veo el hollín de los cuartones,
el majoncho mordido por las ratas,
la fantasía debajo de los neumáticos,
la zozobra en cadenas de radio,
y en anuncios en primera plana de los periódicos.
Es el tiempo sin duda, con los puntos cardinales al revés.
Desnudarte, después de todo, entre polilla y comejenes es un acto
de mis libertades paranoicas; saciarme en vos es endulzar
la salmuera de los días proféticos,
limpiar el karma con métodos naturales,
salvar algunas palabras del dolor,
—desnudarte es entrar al escondrijo de las enchiladas,
del recaudo, de los tamales pisques.
Desnudarte, después de todo, es vaciar los poros en el espejo mordido 
por las llagas del páramo. Aún más, —pienso—, desnudarte
es olvidarme del escombro, de los cuchillos,
de los fuegos artificiales
del “Torito pinto”, es olvidarme de la basura en las calles,
de los papeles sucios colgados de las verjas,
de los matorrales donde los pájaros anidan sin ningún futuro.
Desnudarte, después de todo quizás sea,
                                                    la forma de vestir mi rebeldía.)







TABURETE




En el taburete de la tarde, la brisa con sus redondos olvidos.
¿Cuántas veces la fugacidad me dará contra el pecho?

(Juego a ser amable en lo inmóvil,
pero soy incapaz de sostener la alegría en la madera.)

Quiero ver el olvido retratado en un micro-relato
y desvestir las esquinas
de los encajes con todo y su despiadada penumbra.
En alguna guitarra de mimbre, suena el encaje de las alabanzas.







PARAGUAS




Debajo del paraguas abrigo tantos nombres: las calles y la lluvia
son una invención rara para emprender grandes fugas.

(Ahora lo sé cuando la batalla es faena no concluida.)

—Por cierto, soy hijo de la resistencia:
cavo en el abecedario con todo el surco del arco iris.







LOZA




Para calmar la sed, aquel cántaro tangible entre mis manos, el refriego total de la tierra. Ante cada mañana nos rendimos como simples mortales: tocamos puertas y ventanas y trenes. Desconfiamos de la lluvia arrebatada y sus calles de barro. Sin decir palabra, vivimos el eterno sueño de la expectación, la hoja negra del pan y su aroma de humedad antigua. Cada vez, sólo visibles en el ijillo de las funerarias.





ESPECTÁCULO




Junto a la raíz rota, sólo pensaba en la desnudez del alhelí y, en el circo azul de Chagall. (Uno siempre enloquece alrededor de los abismos.)






CÁNTARO ABISAL




Conozco los vacíos que dejan las iglesias en los ojos,
las palabras agonizantes y endurecidas en el agua,
los designios cada vez mayores del cántaro roto,
sumergido en el fluir de la memoria.
En el interior del pozo, el fuego dilatado;
el sonido que desangra las bisagras del insomnio.
A veces en el quicio de la puerta se coagula la angustia:
la garganta absorbe el grito de los trenes,
las manos hundidas en el sueño,
el espejo que siempre es un salto mortal sobre la hoguera.

(En el espantapájaros de la muerte, la vida nos engaña,
o es otra manera de latir con algún desenfado:
¿Hacia qué hondura nos hundimos,
gris arcilla en el ojal del traje último?
Hemos sido los tristes de siempre,
jamás escapamos ni huimos con nuestros ojos agredidos,
de este mundo sumergido los calcañales.
El barro cada vez se perpetúa en la conciencia,
sombra crecida en el alma, nacida del reloj debajo de la roca.)

En presencia del aire carcomido,
los tiestos quemados y desteñidos del adoquín sobre los huesos,
artificios del poder en candelabros: somos extrañas gotas
del alambique, aguas reventadas en el pétalo de la saliva,
al servicio de la ceniza o la alegoría.
—Intentamos evitar las monedas gastadas del pañuelo,
la sombra del cántaro roto,
y la humareda anónima de ciertas liturgias.
en el tragaluz de alacenas gastadas,
humea el subsuelo sin restañar
el taller de la risa, el consorcio de la lluvia,
las palabras ardiendo en la gente, el azúcar de la sábana.

Todo cae sobre la línea del horizonte:
ahí la piedra despierta del duelo,
simple añico el tiesto del futuro,
la cabeza hipotecada al subsuelo
como el pensamiento en el anaquel de algún epitafio.
Al peso de los párpados, en la boca del búho,
el eco húmedo de la campana subterránea,
el semen pulsante de la ebriedad,
la audiencia del albedrío en el despojo:

(Nos achicharrados en la ceremonia secular del olvido,
empozados en la última alforja del día,
sin impedir la trastienda oscura que hace de la voz,
suicidios a destiempo,
—que nos ocupa con hipoteca,
hasta ser en paralelo, la sombra del señuelo,
ese vívido fondo de las sombras,
el abismo en cifras del harapo.
La intemperie tiene extrañas latitudes:
existimos en el sonido de la breña.
En la ceniza del pecho las erratas de la brasa,
la herida en su diluvio de estertor,
el zumo de la piedra cansada de ojos,
—tus ojos y los míos—,
envejecidos de dureza y pesadumbre,
definitivos en el dardo de la oscuridad. Cierto.)


Cada vez duelen los pretéritos de la brújula:
en el cántaro sumergido de nuestra humanidad,
sólo está el hueco de los tabancos,
la sombra y las mismas preguntas del péndulo,
la limonada sin azúcar de las ventanas:
allí el cuerpo largo de los tropezones.
Para salvarnos no es suficiente dejar de morir,
en medio de la maraña de la hojarasca,
vomitar las moscas del subconsciente,
sino, hacer creíble la luz,
sacudir las llaves del delirio y correr como un niño,
sobre los rieles esenciales de las aguas
que fulguran en el pulso:
saltar de la duda al fuego de la verdad.





PUERTA




En el tiempo que se nos va, puerta abierta del horizonte.
La tarde vacía los ojos de las campanas sepultadas;
el destino riega semillas irrevocables:
debajo de la ropa la fragilidad del cuerpo.
—Cada quien con su almohada atraviesa las diversas formas
                                                                                       [de la luz.
(Veré en otro instante cómo pinta el entresueño.)






VACÍO HABITADO




En el despeñadero de la niebla, la madrugada gris de la sombra. En el ansia del que sueña, la plural rosa de lo inefable, las aguas caídas de la juventud en flor. (Recuerdo la luz de tu risa y la tarde que despierta en el aliento y lo áspero que suele descender como una lágrima.) A veces es sólo sequedad el agua que habitamos. En los vacíos que llenamos sobre el cuerpo, el ojo atraviesa su mística.

En las distintas formas del vacío resucita el agua en el cántaro: el oleaje, adentro, es un estanque de tropeles. Absorto, en lo anidado, se conjugan los fuegos para habitar la siembra del tiempo que cruza entre sombras.

Allá, el reojo que lee entre líneas, el juego de la isla.






NINGUNA ETERNIDAD




Aquí ni siquiera el frío se junta con la nostalgia, ni hay asilo
para el alma: todo lo devora o disfraza la mensajería efímera
de las luciérnagas, la postal de ceniza,
o la simple vigilia que asciende como una condena;
—diremos que las estaciones son campanas efímeras,
hilos de irrevocables ecos y laberintos.

En realidad, nada sostiene cada uno de los juegos de la inocencia.
En los costados hay piedras de tiempos sangrantes.

A más días, sólo atraviesa el olvido como ave de mal agüero,
como todo lo que sabe a remordimiento, la escarcha en la boca,
o aquel desierto a dentelladas entre los dientes.
¿Quién nos juntó para hacernos vulnerables
cada día frente al espejo?
¿Quién nos arrojó a esta crueldad maldita del páramo?
Quienquiera es devorado por la fuerza de la sal.

El miedo nos obliga a vivir entre la polilla del tabanco.
Cada uno atraviesa  estaciones de trenes arrastrando veranos
y puñales.

Debajo del paraguas, la trampa de los relámpagos.
Las mismas tijeras habitadas de las sastrerías,
la tinta en el patíbulo.
Barataria, 2012



OSCURO RÍO




Niego cualquier claridad que haya existido en mi rostro.
Abro la compuerta para que también salgan las piedras:
de tantas aguas degolladas que se libren los dientes y las sábanas,
el poema después de todo, recoge los espejos quebrados:
ante cada sobresalto los presagios de la tempestad.
Barataria, 2012






LINTERNA




Era cópula el hueco inefable de los disparos, el alabastro
de la hostia en los cálices, la centella desenroscada en el agujero.
Vos crecías en el rastrojo de las devastaciones.
Ciegos, teníamos que hallar la certidumbre: 
ese siempre patio donde reposaban nuestras manos.






MUELLE DE ALUCINACIONES




Son todos los días como la turbia ropa de la deriva y su polvo
de desierto y féretros y sus furias de esfinge.
En cualquier parte despertamos insaciables de pájaros
                                                                            y mamíferos.
Dentro del lecho envenenado de poluciones, las felpas desnudas del deseo 
y sus trocitos de hélices desplomadas.






CUERPO DEL ESPEJO




En el espejo, la figura indecente de mi desnudez; o ese otro vacío que picotea en las postales. (A veces uno sólo es comediante del propio acontecer.)






LUGAR COMÚN




Siempre estoy en ese lugar de la deshora como un paraguas de peces desdeñable: callo mientras leo el axioma de los pies.






VACÍO




En el vacío cerrado de los ojos, la noche revela la máscara de las palabras. No sé si gritar sobre la rosa del abandono, o disfrutar a pausas el infierno.




CADA DÍA NUESTRA FOSA




Cada día cavamos nuestra fosa junto a la inhospitalidad
                                                                         de los relojes.
(La ceniza es como la inocencia perdida en los caminos enormes
que hace la luz entumecida de las fuerzas abatidas por el tiempo.)

La infancia irresuelta apresura mis pasos junto a los extraños nudos
 inmovilizados por el frío.
¡Nunca escarmiento de los golpes!
Es inútil que lo diga, pero la indiferencia me indigna,
(vos) lo sabés cuando enmudecés de golpe sobre los adoquines.
Por supuesto,
sé que la conciencia no es fosa neutra,
sino una tierra en permanente litigio.
¿Existen en realidad los seres que llamamos santos?
¿En qué muda ciudad viven y conspiran?
 ¿Tienen en su osamenta la voluntad de un cadáver?
Cada día suicido las telarañas de las paredes,
vomito el pájaro de mis obsesiones,
le susurro a las alucinaciones desconocidas.

Cavo incesantemente mi huida:
la luz es poca en esta lluvia de tierra.
Es tan abundante la nada que hasta en la ropa transpiro su hedor.





MIEDO Y EXTRAVÍOS




Desde el destierro, las hélices amargas de estos caminos divididos:
a más distancia se aproximan los límites del horizonte,
crece el animal que soy en un territorio sin vestiduras.

En medio del extravío,
las esquinas subterráneas de las sombras,
la miel del luto de la esperanza, los gusanos amarillos en el árbol seco
de estas cicatrices que esperan como una jaula.

Solo el miedo y el extravío me sobreviven a esta gota de vida
que desciende hasta los clavos.
Frente a la puerta es áspera la amenaza.
Allí, vertido en la ceniza todo el follaje, gotea la rama sus dolores.






PASMO




En el hilo de la sílaba, el pasmo de la noche sobre tu cuerpo, el mundo revelado en el ojo: despuntan las distancias o el tiempo y ahí, nuestras bocas separadas, desiertas de resucitar cada día en la almohada. Galopan los caballos de la tormenta, sangra el ala imaginaria.





RECÓNDITA DESNUDEZ




Éramos furia frente al espejo desvelado, recóndita desnudez en las certezas, moho salpicado de vacíos. Lejos están los atributos de la lluvia y sus párpados y ojos de misterio. Ahora sólo la historia del sollozo y sus minutos de sudor sobre el ansia. Tras los candelabros, el cisne muerto de los recuerdos.





HACIA EL NICHO




Hacia la madera habitada de los nichos, el conjuro del presente como un señuelo de cerrojos empobrecidos. Ocupado el hueco descorren los olvidos todo eso que fuimos en el desvelo.






EL SENTIDO DE LO QUE NOMBRO




Aun amanezco despierto en los vitrales del cierzo. (El mismo pasado amaneciendo sobre la piedra.) Soy, extrañamente el sentido de lo que nombro, la pared no borrada del último desván, esa irrealidad de ojeras quemadas. En la cuenta regresiva del dolor, la aceptación de la noche y una larga mirada. Nada me queda por adivinar o descoser en las habitaciones donde todo es solo memoria.





ALEGRÍA ÚLTIMA




Vivir a cuentagotas el tiempo con todo el tropiezo de las ojeras: esto nos queda de la voz agotada en el cántaro de la noche. La plenitud nos fue dada en pequeñas dosis, al punto de olvidarla.






DOLOR




Me fue dado cada día con desmesura, así aprendí a oscurecer entre tus manos: ahora me pierdo en el desperdicio de peces y trenes, entre la necesidad de no recuperar nada. La tristeza grazna a la deriva; muge la inmundicia de mis extravíos sobre la lápida de mi joroba.

Del fuego, qué digo del fuego: quemó pájaro y follaje y huesos.





OJERAS ENMOHECIDAS




Bajo las ojeras enmohecidas de las puertas los aserraderos del terror como la exhortación del fuego de los andenes. (Nuestro mundo es el lugar donde se ahogan los pájaros, donde siempre aletean ebrios los espejos.) Hacia los días el horizonte encallado en la herrumbre.





AGUA OSCURA




En el cántaro de ceniza el ojo incinerado del calendario.
Como un lavamanos de trocitos de lluvia,
el picotazo de las heridas, los grises mordidos del frío.
Frente al rocío, los perros redondos de los balcones
y su sueño de vigía tras los trenes.

(El disfraz del cuerpo sufre de cobijas tal la garganta
del crepúsculo y su campana de ocote.)





BRUMA




Una onomatopeya se suma al cuerpo. Oráculos de la muerte.
Cada día profano mis dientes,
—mastico calles como zapatos derramados.

En las interjecciones lo inesperado de las campanas,

el bostezo en el aliento encorvado de alguna maquinación:
hay urgencias propias de los sepultureros, urgencias que anticipan
los cadáveres, extrañas lápidas en los cementerios.

En la témpera gris del horizonte,
el humillo del cuerpo como un panfleto.





CIEGA FOSA




Después de bajar al ombligo, encuentro la falacia y el desvelo:
¿Siempre es así el hueco reseco de la tierra?
Ya quebrada la vestidura,
camino en el ixcanal de la sepultura; procuro —claro— redimir
ciertas palabras (la miseria del tiempo es también una especie
de fantasía kafkiana), si no, que lo diga el hígado del sueño,
la bartolina apretada de lo inaudito, el grito proscrito de los deudos,
y hasta los trenes descarrilados de las sombras.

(En el fondo, la respiración es otro cadáver entre periódicos.)

—La transparencia sobre la mesa, se ha tornado arcilla paralítica;
entre semillas y hojarasca, (el hijo pródigo de la conciencia),
y esta suma de espumas acostumbrada al vómito…





MEMORIA DE ANDENES




Se levanta sin decoro esta suerte de andamios
el descolor y las superficialidades,
los zapatos que examinan la cólera de los días postrados,
los huecos de la frivolidad sometidos a mis ojos,
sin poder hacer nada;
a menudo, para cambiar el rastrojo
que deja la orina en tránsito de sexo destrozado.

¿En qué orificio nos deshacemos del maquillaje de la filiación
del corsario sin talismanes,
de los pergaminos escritos en el glaciar de la lengua
de los memorándumes en el trafagar de la indeterminación?
—Todavía el tiempo es una cámara desnuda.

Con todo, mi memoria se forja
en el traqueteo de los zapatos.
Hay todo un sinfín de palabras que nos vacían o nos llenan,
al punto que uno pierde la orientación de los ríos
y se aferra a la crueldad del paisaje,
a las circunstancias superfluas de las frases hechas
sin importar que el porvenir acumulado
esté en la sed de la vasija del tórax.

Sé que perdimos la sensibilidad ante el decoro.
En vez de expectantes relojes eructamos letreros de ceniza,
mensajes con osamentas congeladas,
decadentes arco iris de pájaros.
Todos los días el mismo cementerio de palabras,
la misma soledad intravenosa que cuelga en el cierzo del alba:
gris la postal espectral en la memoria,
o el miedo rotundo al rebote del ala,
al genocidio del aliento,
a los largos días de bufandas oscuras,
 como la conciencia cuando muere aplastada por un buldócer.

Sólo hay tumbas movedizas
en el ejercicio del tránsito de la nube que piensa que es planicie,
absoluto delirio de grandeza en el video-casete
donde se muestra la cola de la escarcha del faisán.
Si bien el manjar parece de aurora,
yo digo que tiene detalles imprecisos
y no responde al tiro al blanco,
de la avidez ni a la propia incitación
del ojo pardo del grito de feria.

Con toda esta lucha de antípodas,
el drama parece ser el mismo: vivir sólo en el imaginario cansa;
ante la fécula desollada,
sobran los testimonios del mimetismo, sobre lo aprendido.
Si buscamos perennizar el fósforo en el aliento,
primero habremos de morir en el exceso del desierto.

En el velero imaginario, la sombra evaporada del espejo.





NUNCA MUERE EL FRÍO




(Después de todo, nos convertiremos en fotografías de inciertos otoños: nos exponemos al frio como a la luz, desordenamos nuestros ojos en la niebla, masticamos fechas y tabaco mientras el amanecer limpia el cenicero de la noche.)

Al cabo, nunca muere el frío ni la muerte que callamos.





RECINTO DE LA MEMORIA




(Siempre los recuerdos en su propio laberinto, las cartas escritas sobre la niebla, los agujeros del aliento sobre las hojas; después de todo, me gusta perder mi rostro entre tantos rostros, jugar a los adioses llenado mi bolsillo de recuerdos.)

A ratos naufragamos en el fuego de los paraguas, entre los huesos sin esperanza de la memoria.






MIRADA AL MUNDO




Allí, en el fuego de la piedra, la hoja de papel desnuda en la perplejidad: adentro, ya existimos junto a los meses, el alma gemela que irrumpe junto a nosotros, llovizna, santuario del sueño en la memoria, ojos del jardín que nos sostienen;  río adentro, la luz de las aguas, el árbol del follaje en el pecho, la sombra innumerable del fragor.

Todos sabemos algo de las puertas que salpican los ojos.
En el harapo se desangra mi herencia.





DESCREIMIENTO




En cuanto a los sonidos de la medianoche, éstos suben vivos a los poros, deliran los pensamientos, hijo del olvido el cuerpo entero. Descreo de mis propios pensamientos…





TEMPESTAD INSEPULTA




En la rama desnuda del azúcar, el fruto recogido de la brasa; prendido el ojo en las luciérnagas, el orgasmo con su redoble de campanas: cruje ensimismada la palpitación de la sangre, la chimenea abierta de la cerradura.





AHOGOS




¿Qué nos queda, después de todos los caballos que cruzaron el polen del pecho? ¿Es la aridez la otra boca que nos contiene o,  es indicio de que la herrumbre cobró vida? Estamos hartos de exhalar huesos, pero nos siguen ahogando las vísceras.

Hacia los ataúdes de espuma, sobre el pájaro incesante del ventisquero, flota el litoral de las funerarias.




CÍRCULO CERRADO




En medio de la ceniza, los ojos del moho y aquella hoja de vida muriéndose en mis costados.






CASCOS




A través del sendero se cuelan los cascos del ansia y la borrasca en la piel que produce el frío.

Ya sin inocencia, la ropa apolillada de la deshora con su sed de soledad impotente.

Antes la rosa hospitalaria de las puertas abiertas.





POSIBILIDADES




Quizás muerda tus pezones o el labio íntimo del vuelo: hay posibilidades de que germines en la almohada, en mi respiración doliente cuando atardece.

Sólo quiero confinarme en tu manicomio.






RESONANCIAS




Éramos el eco del tiempo que nos empujaba hacia la embriaguez: la humedad del albañal mordía la lengua hasta el punto de hacer irresistible el delirio atrapado en tu vértigo.

Siempre nos sedujo esa loca expulsión del paraíso.






BRASA DEL ESPEJISMO




Como una brasa de espejismos el país que soñamos en la infancia.
La golondrina de sed en los hilos de la niebla,
aletea como las ojeras de la noche que uno recuerda después.

(En el pez de la tarde, las lejanas almohadas de las nubes,
pese a ello, aquí los aserraderos negros de las supersticiones
y las aguas del luto.)

El caos crece con intensidad al igual que la nostalgia.





ORILLA DE LOS OJOS




A la orilla donde se cava el abismo, uno advierte de golpe las posibilidades del insomnio. Nuestro mundo tiene su lado de granito y escarcha de fieros infiernos. Lo cierto es que ya nos ha tatuado, o deshabitado la garganta.

Sólo nos queda el sendero discursivo del sueño; y si acaso, un trópico con las venas rotas.






INVOCACIÓN A LA SALIVA




Espera que la plancha haya quemado la camisa de rocío
para hacer florecer en ella el reflejo del cristal escondido…
Benjamín Péret




En la boca, la saliva brama sus litorales.
¿De qué estás hecha para morder los crepúsculos,
el pulso claro de las palabras,
los peces del fuego? 
Gira alrededor la ráfaga de los minutos,
deambula la ebriedad de los sótanos,
los superhombres de la ficción,
los silogismos de la penuria,
esta suerte del vaho en la esperma que emerge con la doble cara
del día: el ardor clava sus estanterías en la carne,
saliva explosiva de las sombras de la garganta,
de la grieta del esófago,
de nuestra íntima respiración de fósforos,
agua marginal donde se respiran las ropas desteñidas,
como bosques mitológicos.

Contra el día, el oficio de humedecer las vísceras de la llama,
la ebriedad del entresueño,
también las criptas oscuras de la ceniza,
el desvelo transpirado,
listo para morder el dorso de la sal,
las esquinas de los huesos,
el sabor aferrado a ventarrón, las dentelladas del asco.

(Venid, aquí, llaga desterrada de la lengua,
estación purulenta de la boca;
venid, terco furor del cuerpo,
a repasar los típicos sonidos del fingimiento,
de este mundo animista en cierto modo,
desazones de sueños agridulces,
albañales sorbidos por los trastos extraños de los días.
Entra a los mudos utensilios del frío,
a la catedral pétrea de la oscuridad,
a la música irrespirable de los nudos que la voz
hace cuando flamean oídos y aromas,
Máscaras más nítidas que las vitrinas reales del día a día.
Así como en la boca,
arrasa contra todos los tizones de las tumbas.)

Ven afilado collar de los sabores,
herida del cuerpo o diluvio,
hosco pezón de la cuerda del equilibrio,
hiriente en cada flor
de las palabras, contra-azúcar,
digamos, en la vida secular del beso.

Nos enfrentamos al relucir diario de la desnudez,
a menudo, a la ironía de las esferas,
solos, caras y monstruos;
palabras gravitando en el fondo de la boca,
ebrios taburetes, agarrados absurdamente
de las extrañas escaleras de la deshora,
de la sombra mordida
por el perro callejero que deambula en lo oscuro para jugar
con las tumbas despiertas de los matorrales.

He visto cuando el eco se empantana en el aleteo de las calles,
cuando la querella revive lo áspero,
ansias de adversa sal en la comisura del traje que viste la neblina,
las agujas del acoso cuando la respiración se vuelve tortura,
el llamado a preservar la fragancia de las ventanas.

Por supuesto,
le doy la bienvenida a todo lo que revela la saliva:
el vértigo que nos describen los anzuelos,
el placer de dispersarse
en el aire e intimar con la claridad naciente,
hasta volver al trance de las alacenas,
a la cocina del ombligo respirado.
O a los incesantes dolores de parto de las sombras.





LEVE TIEMPO




Porque no había más, en el lugar del pecho,
que una extendida sombra.
Francisco Brines




Quizá en la noche, en silencio, la respiración nos de su clave.
Subimos al peldaño leve del aire, 
allí el vilano colgado de las calles,
los puntos cardinales de la lengua,
a la espera de ventanas.
Sordas estribaciones anidan en mis sienes;
hay estaciones de frágiles paredes alrededor de la piel,
plumas trenzadas en el calendario;
livianas embarcaciones en los ojos,
mortíferas erosiones absorbiendo las panaderías,
nidos a punto de ser insoportables
durante las semanas, en el tizne de las sastrerías.

Me quedo aquí, junto a la hoja desvanecida,
esperando auxilio:
todo el sabor envejecido hace estragos en mi lengua,
pudre la alforja del arcoíris,
fatiga como los repollos impuros de las sombras,
como el casco de madrugada de las campanas.

Caen a las alcantarillas las monedas del futuro,
la digestión de los eucaliptos,
las alacenas donde se guarda la bitácora de viaje;
de pronto, las verrugas en el carretón cejijunto de las cavilaciones,
la meditación lúgubre de los ensimismamientos,
el sabor anisado de los relámpagos,
el desplome del crepúsculo
a cuentagotas de las bancas de la intemperie,
la opacidad física
de las pupilas frente a la araña oscura del tejado.

(Por cierto, es difícil rehabilitar este misérrimo Paraíso.
El difícil colar el día con tantas noches,
desvirtuar el alud del sexo en el aliento,
dejar de morder el sigilo de la cuajatinta,
entristecer ante tanta polvareda de extravíos:
imposible, hoy, mañana,
con la atalaya hueca del toro en harapo de la congoja,
del desierto perpetuo que nos anida en su joroba,
de este salvaje lecho de astillas,
sin tener un lavatorio para nuestras manos.
Existen entre los huesos, dientes como fierros candentes,
 sumergidas redes de abanicos, redes con siniestros agujeros.)

Hoy, me propongo esconderme dentro del humo de mis propias
colillas, dentro de tus genitales
y arder en sus aguas, atravesar
los innumerables vilanos de la estantería del paladar
hasta alcanzar la superficie sin los delirios de mi Patria.

En esta levedad calcinada de la orina,
sólo hay escoria, extrañas
formas de sueños, recuerdos malolientes,
certidumbre de olvidos.

Luego uno ya no sabe si regresar bajo la lluvia
a Ítaca con las alas desgastadas del césped,
buscando la vocación de la utopía;
buscando, digamos, otro destino diferente,
sin que los zapatos se vuelvan fósiles de otro purgatorio,
de otro circo,
tan punzantes como los alfileres de hoy en día.
El ojo, sin duda, es la medida del horizonte:
única vía para hablar del cierzo.
Pertenecemos a estas aguas salobres del sollozo,
a este redoble de tambores de la ceniza,
a esta perennidad de huesos.

El día nos muerde con el hollín de sus sábanas.
Lo demás es la destrucción de los deseos, el tapete en el fuego.





VESTIGIO




En medio del hollín de los ojeras todavía los vestigios de las armónicas perdidas en el óxido. Aquella visibilidad tenía la transparencia de los silencios: en mis ojos, vagamente las estatuas y la explosión ciega del vuelo. En algún lugar remoto, tardío, los cuerpos desaparecidos en medio de la usura.





NUESTRO MUNDO




A la oscuridad de tus rituales, aciagos los retretes en la encallada cuchara de la ceniza.
Nuestro mundo arrasado  lleva ríos de gusanos en las entrañas.
Ahí madura la noche redoblada de lo negro,
y la concavidad insurrecta del despojo.

De suerte, aún la muerte nos parece el alba jadeante.





ÍNDICE




Verjas     │9
Césped en el ansia      │10
Cada día la muerte     │12
Rincón     │13
Materia     │14
Umbrales      │15
Barbecho     │17
Poética para las manos     │18
Labranza      │20
Retrato adjunto    │22
Vaso      │23
Neblina      │24
Cascada      │26
Transparencia     │27
Almidón    │28
Carta      │30
Paisaje inequívoco     │32
Pulsiones     │33
Víctima     │35
Supervivencia     │37
Certezas     │39
Conjuro      │41
Árbol imaginario     │43
Mendicidad     │45
Hastíos     47
Después      49
Insomnio     51
Tormenta       53
Féretros      54
Imagen       55
Marea del instante      56
Madrugada del descenso      57
Fermentos       59
Digresión       60
Calendario de soledades    62
Travesía de la luz       63
Balcón suplicante     65
Firmamento     │68
Ars poética      |69
Cadáver      71
Lectura del vacío     │73
Delirio      74   
Rastro de la arcilla       75
Espinas       76
Sobresaltos      77
Tráfago     78
Casa postrera      81
Instantes      83
Cumplida lejanía    86
Noche adentro     88
Oscuro límite      89
Respuesta de la tarde      90
Asedios     92
Vehemencia     94
Fosa     96
Trama      98
Reflejo de erosión     100
Ventana      102
Vela     103
Armónica      104
Ventana de la sombra     105
Círculo     106
Manifiesto     108
Canícula     109
Días inevitables     111
Grietas     113
Fotografía     114
Materia del desvarío     115
Taburete      117
Paraguas     118
Loza     119
Espectáculo      120
Cántaro abisal     121
Puerta     124
Vacío habitado      125
Ninguna eternidad       126
Oscuro río       127
Linterna      │128
Muelle de alucinaciones       │129
Cuerpo del espejo       130
Lugar común       131
Vacío      132
Cada día nuestra fosa      133
Miedo y extravíos     134
Pasmo        │135
Recóndita desnudez      │136
Hacia el nicho      │137
El sentido de lo que nombro     │138
Alegría última       │139
Dolor        │140
Ojeras enmohecidas      │141
Agua oscura      │142
Bruma      │143
Ciega fosa     │144
Memoria andenes      │145
Nunca muere el frío       │147
Recinto de la memoria     │148
Mirada al mundo       │149
Descreimiento      │150
Tempestad insepulta      │151
Ahogos       │152
Círculo cerrado       │153
Cascos       │154
Posibilidades       │155
Resonancias      │156
Brasa del espejismo      │157
Orilla de los ojos       │158
Invocación  a la saliva      │159
Leve tiempo     │162   
Vestigio     │165
Nuestro mundo    │166   


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