miércoles, 27 de junio de 2007

Infancia

Fotografía: André Cruchaga





Infancia



Todo lo que aprendí de los seres alados, me lo enseñó mi abuelo materno. Lo que vino después: Islas misteriosas, pozas encantadas y animales de gigante ferocidad, fue producto de los libros. En sus relatos, ―pese a no haber estudiado en escuela alguna— una lagartija cobraba vida de héroe o villano, según la “locura”y fascinación del momento. A menudo me decía, con una voz de sueño cavernoso, que habían peces voladores: Dejaban las aguas para tornarse pájaros. En mis ojos, recuerdo, se dejaba traslucir el asombro y el embebimiento. Aún no sé si en esos instantes, subía escaleras, recobraba mis alas de ave silvestre o, sencillamente, me dejaba poseer por “la manos del muerto”, recordando a Alejandro Dumas. No sé cómo llegaron a su acervo algunas de las historias de Sherlock Homes, de Las Mil y una noches y los viajes de piratas. Lo cierto es que fue un campisto diestro; aficionado a domar caballos y un gran chief para los asados de reses y los lomos rellenos de cerdo. Todo lo aprendió de la vida cotidiana, procuró transmitírmelo. Por desventura, sólo me quedó en calidad de herencia, un palacio de aguas, peces, pájaros y luz. Y, por supuesto, una casa de asombros y tabancos herrumbrosos en la memoria.
Isla Santa María, 2004
Del libro: Pasión cifrada.




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