viernes, 22 de abril de 2011

RUIDO SIN PAREDES


En las paredes, la noche lee sus propios ruidos, insomne
y definitiva, inesperada, como el oscuro horizonte de los zapatos.
Descubro en el pulso los diversos nombres del aire: la llama
amanecida de los sonidos, la imagen conjurada en el grafiti,...
Fotografía de André Cruchaga




RUIDO SIN PAREDES




I pull my shirt on, walk out the door
Drag my feet along the floor
Then I see you, you're walking 'cross the campus…
VAMPIRE WEEKEND




En las paredes, la noche lee sus propios ruidos, insomne
y definitiva, inesperada, como el oscuro horizonte de los zapatos.
Descubro en el pulso los diversos nombres del aire: la llama
amanecida de los sonidos, la imagen conjurada en el grafiti,
cara a cara, las lianas de los colibríes,
siempre peregrino el tiempo en las sábanas, el ciego tambor
de los escapularios en la yesca descrita por las teas.

Vivir siempre es una cacerola de afonías que la boca muerde
impunemente, entre la teja y el piso, entre las embozadas calles
del agotamiento: nunca las aristas de la piel están a salvo,
las pestañas beben la gota de sílabas que moldean las mochetas,
el adobe como un pergamino de ceniza donde empolla
la confusión de telarañas,
donde el pecho cruza los tiroteos, mientras el acertijo haya su propio
asidero, los días azogados del ajonjolí, la noche borrosa en los peces,
el diván vencido del aire en la hoguera.

Quizá nada nos salve del anzuelo de la propia muerte: la muerte
a pausas; la oscuridad cárdena en el bolsillo, el horno con la escoria
del cielo, los nombres llevados hasta el límite del alambique,
—vos, yo, carcomidos por la sal endurecida del talpetate,
siempre los murmullos de la hoja cuando cae, con esa lenta
parsimonia del deletreo y no como el punzón que entra, intrépido,
veloz, en la carne hasta sangrarla.
En todo este tiempo hemos mordido alacenas oscura, sillas
de doliente madera, aguas que desbordan los remansos, silabarios
de crepúsculo, hilos cosidos en los ojos, luego tirados al jinete
de la crucifixión. Es fiero el sigilo en la hoguera del espejo.

Ese espejo sin desviarse del peñasco, el cuchillo entre engrudo,
la pulsación hundida en el hueso de la afasia, crónicas fracturas
del ansia, donde se cobra hasta la último céntimo.
Sin duda, no todo es ruido, ni todo es silencio: me extravío
en la orfandad del lenguaje, en el intervalo de la mueca, en la textura
de las cicatrices, quizá en los puntos suspensivos de la ausencia.
Uno se acostumbra —después de todo—, a pensar en la solidez
del desapego, nadie es dueño de todos los silencios, ni escucha
todos los ruidos: por eso, todo lo humano es innecesario;
escrito está en las páginas del desencanto,
en el mutismo debajo de la sábana o en el estrépito de la intemperie.

“Nadie deja de ser su propia herida”. Nadie constituye la total
escritura. Todos cultivamos ciertos patetismos que a la postre,
conducen el rostro a vacíos insospechados.
En un día cualquiera somos el resorte de la inexistencia, la lección
reflejada en el espejo, no, la caricatura de lo que quisiéramos ser:
luego nos perdemos en el gran muro de la saliva, colgamos del tapial
de los ruidos. Nuestra imagen en el fondo de lo imposible.
Vivir es abolir la órbita terrestre de lo superfluo: suprimir las cacofonías,
las redundancias, y salvar lo esencial del asombro. Entonces,
sólo entonces habremos aprendido de las parábolas…

Barataria, abril de 2011

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