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SEDICIÓN DE LA TERNURA
Se
agrieta el tiempo cuando mueren las palabras.
Se
agota. La locura centellea entre anzuelos.
(En la navaja de los huesos muren las cópulas;
los tatuajes rumian en las
calles como una brasa.)
Aquí
el diente en la disciplina del gorjeo.
Aquí
el viaje
milenario
de los tejados,
las
camisas de fuerza en las cornisas,
los
cipreses retorcidos
de
la trementina en el lince del aire:
aquí
las vestiduras gastadas de los bufones,
los
grandes
sorbos
del exterminio licuándose en el follaje
—pájaros
de
aserrín en pequeñas franelas oculares,
en
hojas de afeitar.
Cuando
amanece la miseria
entra
por las ventanas:
la
arritmia de los meses,
la
disfunción de los sentidos
sobre
el calcio quebradizo de los huesos
—no
hay dispensadores
para
los jazmines,
ni
botellas para tirarlas al mar de los tatuajes.
A
la luz de los pavorreales
no
se necesitan espejos.
Las
abejas del sollozo construyen su olvido
en
la avidez de su laberinto. En el polen de los ardimientos.
Los
días son menos ciertos
cuando
no se confunden
con
los sueños,
cuando
la boca traga los abrazos,
cuando
las bragas no construyen
fueros
democráticos y silencian
todo
celo, es decir,
transmigran
a la niebla de las puertas.
El
misterio
tiene
fecha de caducidad en las armaduras.
Como
los herrajes o las depredaciones tras la puerta.
El
jabón lavanda
desciende
gratuitamente sobre la piel:
en
un instante profana
los
arcanos obsesos del fuego.
Y
ahí,
en
sediciosa espuma,
invoca
al riesgoso mástil de la desnudez.
¿Qué
fuerza de aprendiz imanta mi pálpito?
¿Qué
invierno ejercita las armas ominosas del tiempo,
los
zumos nutridos
de
la rotundidad,
la
caverna edénica del titubeo?
—Siempre
es así el regazo de la ciénaga,
la
mendicidad
en
desbandada,
las
raíces prostituidas de la ternura.
Siempre
la ráfaga avasallante,
carga
de la sed en los pulmones.
Los
cascos de la memoria
horadan
el quebranto.
A
veces
sólo
queda la herida
como
una asfixia de animosas funerarias.
¡Cuánto
pavor al vuelo, y al trono azul del fuego!
(A quién le devuelvo este mundo de
alfileres ciegos,
estos brazos que emigran dolientes
con el país oscuro, domesticado en
las sábanas de la muerte.)
Todos
mis rostros
se
pierden en presencia de la luz:
rostros
del sobresalto,
yesca
de basalto en mi pecho,
hoja
plena
del
desvelo,
vilo
sin mar
mojado
por la tempestad del vuelo.
En
todo este caminar a golpe de versos y estrofas,
la
sangre
busca
su propia hora nona,
la
barca animada del invierno,
o
simplemente la instantánea
del
trueno donde el espíritu
bracea
sobre la losa
que
la luz cava en respuesta a la tumba.
El
viento se acuesta
como
un cadáver sobre mis poros:
transfigura
la pimienta y la mostaza
y
cobija lo cegado.
El
horizonte, de golpe,
es
un dardo en el crepúsculo.
Despojo
para
la redención de mis sienes,
alfiler
en mi videncia.
Este
mirar mío de ciego sibarita,
palpita
en los tropezones
de
los grises,
descarnando
el huracán de paredones
que
hay en las gotas gruesas
de
su propio estallido.
—Alguien
como yo,
respira
la caducidad del tiempo,
la
oquedad que embota,
los
grandes mares de la conciencia.
Alguien
como yo,
busca
en la ceniza los papiros
de
su propia quemadura
e
indigencia,
—ese
cuerpo encrespado del destino,
hilera
donde la noche se bebe en pedazos,
donde
el caos pasa a ser
almohada,
donde
la espesura hiere el pensamiento
hasta
convertirse en un viernes de clavos:
tortura
fiel del espejismo.
Barataria, 19.VII.2009.
Del libro “HORA DE TRENES”, 2009
(Inédito) 179 pp
© André Cruchaga
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