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CAVERNA
Avancé
solo hacia la lluvia escribiendo cartas de espesa neblina,
bajo
la noche nadie hablaba conmigo,
salvo
la misma noche
con
tazas de prolongados bostezos,
salvo
la misma lluvia
zarandeándome
los sueños entre glosas y epitafios y lamentos.
En
este afán de viajes inconclusos, he ido perdiendo los segundos
de
mis días y este silencio,
—de
siglos, de ferrocarriles,
se
ha hecho salvaje e inhumano,
eterna
lengua sin zapatos,
crónica
oscura.
Entonces,
la historia me hizo más confuso,
las
máscaras patrióticas,
el
sinfín de los relámpagos en las vocales de los periódicos.
Los
ataúdes de cansada vida parecen edificar catedrales
sin
renunciar a los albañales del día
y
a las ingles de los sombreros.
No
faltan calles que acompañen esta flor de hiel del abandono
y
la deshora de la lágrima que turba como el calendario.
No
faltan ventanas donde concluyan las miradas,
ni
ojales de dudosas sastrerías
para
perderse en el borde de las líneas de un país inconcluso.
Sobre
los espejos he llorado algunos siglos.
Todavía
Dios supura en la sal de las olas,
en
el tórrido folclor de los domingos al pie de los atrios,
en
el futuro de esta hambruna
—infatigable
maquinaria del caos.
Después
de noches incesantes y juicios finales,
la
noche sigue con sus cabellos oscuros,
con
su toalla mordiendo al prójimo,
con
su vieja moneda de póker.
La
deshora se aproxima en mis sienes.
Y,
pese a ello,
guardo
todavía cartas para enviárselas a esa ración del calendario,
a
ese tragaluz inventado en mi caverna,
a
esos barcos que se hunden
en
el horizonte dejando las aguas dispersas de las olas…
(Hacia qué huesos ensaya mi cabeza su
temperatura,
hacia qué machacadas hierbas,
el aliento empuja las bocas, y la
sombra
de los aserraderos disuelve el
espanto de la madera y el olor
a trozos de abejas y a horas de
sufridos golpes,
hacia qué trocitos de pájaros,
las tablas de multiplicar se vuelven
instrumentos
necesarios para sacar los
baúles de culpa debajo del silencio.)
En
mis propias cavilaciones
zumban
los analgésicos su hidrocefalia.
(Oscuros pechos y deformes gozos
embriagan el despojo
de la esperma entre las uñas.)
En
algún lugar remoto,
las
cartas seguramente tienen alguna perennidad
más
allá de los martillazos del consciente y no son muecas del delirio,
como
este escribir hambriento,
solo
y con una morgue a cuestas.
Ahora
los murciélagos del calendario se amontonan en mis sienes.
(Nunca hubo diferencia entre una pared
de burdeles
y la belleza del delirio del grafiti.)
Ahora
entre barricadas de basura,
la
esperanza inventa inviernos
para
lavar el diccionario y reemplazar los muros por ventanas.
Ahora
mis seres queridos devalúan la claridad de las lágrimas.
Es
decir, mi destierro en la misma tierra,
rodeado
de adoquines,
asfalto
y puertas cerradas.
Quizás
merezca mi carne todos los reproches,
quizás
deba buscar en los armarios el rostro de antes,
y
el oficio de hablar con las baldosas,
dispersarme
en las pupilas de tantos ojos,
lavar
secretamente la memoria
y
decir un adiós rotundo a este magma donde los colores
se
arremolinan para hacer de la boca un aliento de flemas
o
simplemente,
una
sombra donde cielo y tierra se juntan.
Barataria, .
Del libro “INTIMIDAD DEL
DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 130 pp
© André Cruchaga
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