Roberto Manzano
ESPEJO ÚLTIMO
Al poeta
Roberto Manzano Díaz,
maestro y
hermano en la palabra.
Es
extraño dormir con los ojos abiertos y no saberse
parte
de este mundo ni albergar un pan en el abismo
de
la medianoche,
en
las calles con los zaguanes cerrados,
en
la entraña desnuda del cuerpo que se torna fantasma.
Uno
deambula a través de transparencias inusitadas:
relojes
inquietantes crispan las sienes por ese camino
donde
los gallos surgen a destiempo bebiéndose el rocío.
El
pecho ha cambiado sus sueños por recuerdos.
(Emergen los sollozos líquidos del
espejo.)
Otra
puerta sonríe desde el umbral sonoro de los pájaros;
otros
escaparates hay en los estantes del cielo con ventanas
de
gratuito viento (feroz melancolía de
trenes,
para cambiar el lenguaje
de los meses y la hoja caída junto a
la piedra)…
En
realidad todo es extraño cuando el cuerpo reposa.
Pero
también cuando se sienten encima tres mil años,
de
olvido y honda gangrena en la sangre.
El
aliento zumba
igual
que un pájaro negro en el lecho, igual que un estante
sin
párpados destinado al vaivén de los martillos.
Vivir
es siempre gastar los zapatos entre banderas
de
mohosa ralea:
nada
es diferente a la madera usada para féretros,
nada
es diferente a la mesa sin comida y muchos
comensales
hambrientos.
Nada,
por cierto, a los dobles imperdonables de la torpeza.
Después
de todo,
al
pie del lecho está la tierra esperando,
nada
más esperando por esta hambruna que nos viene galopante,
sin
brida, omnipotente,
con
orgullo de azadón y desolada sombra de huidas.
Durante
la noche veo pasar barcos y trenes y azacuanes.
(Las mismas opacidades rompientes de
la deshora.)
Al
despertar estoy en el mismo sitio con el hollín del tiempo
transcurrido
en mi rostro de abismo y ojeras,
como
un tabanco de silenciosos adoquines
por
donde ha pasado el humo despiadado de las sombras.
Vivir
es fundirse con estas Gracias:
formas
sin cifra en su eco,
pastos
de agotados rebaños,
cortinas
de gigante espuma,
furtivas
páginas que no escribe el horizonte
en
los muros que muerden las ventanas…
Vivir,
es también, contener a ratos los arrecifes del sollozo:
la
trenza del viento con su peligrosa garganta,
la
sal de la tempestad
cuando
aparece como mantel líquido en los labios.
Entre
callejones de sorda trementina transcurren los días:
no
hay flores ni violines ni un gastado blues de taberna
que
ronque junto a los lóbulos de este final incierto del hambre:
sólo
rostros con la desnudez de una oscura escritura.
Sólo
ojos es un sumergido cerrojo.
Yo
llamo a este mundo, el albañal de los cadáveres.
A
fin de cuentas,
hacia
eso nos lleva el verdugo con frac. El desamor en su féretro.
Es
triste, pero es cierto:
sólo
se escucha la voz del vejamen
con
su tiesto de vértigo,
con
su voz de vaporoso cigarrillo.
Es
triste, pero es cierto:
cada
vez el mundo es más trágico y confuso.
La
saliva de la noche oculta la luz,
la
vuelve ciénaga
y
feroz ración de palpitantes cacerolas…
En
los parques los pájaros aprietan las sienes con nostalgia.
También
ellos dejaron de adivinar el cierzo en los sueños.
Crece
la noche. Crece la gran noche del planeta.
Los
pies apenas pueden con un panal de ruiseñores,
las
piernas ya no dan para saltar la hoguera del eco:
al
parecer únicamente nos queda reír
y
cruzar los brazos
como
esa obsesa ola de los encajes nupciales…
Del libro “INTIMIDAD DEL
DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 130 pp
© André Cruchaga
Fotografía de Yaimí Ravelo, tomada
de Cuba Ala Décima.
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