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HIMNO A LA LLUVIA
En
los tiempos de lluvia el cielo llega hasta la infancia.
Los
hilos del agua rasgan los poros;
la
noche se hace diadema,
los
pájaros se albergan en la memoria,
el
misterio de los sapos
trasluce
espejos de increíbles alucinaciones.
La
lluvia danza
hasta
hacer de los zapatos un magma de falsos susurros.
En
ella hay aromas que guarda la memoria:
parajes,
insectos, sueños con esa savia de la vida,
sueños
de inédito viento,
enredaderas
que el sueño respira en su luz insomne.
Lechos
de agujas líquidas segadoras de ardores.
¿Qué
es la infancia sin la lluvia y los barquitos de papel
sedientos
de mar, de ríos?
¿Qué
es la infancia sin jugar a la noche aterida,
o
a las ventanas donde los ángeles asoman sus alas azules?
—Alucino
frente a esas alambradas líquidas.
Un
niño como yo ríe junto a los harapos que lo abrigan.
Un
niño como todos los niños
no
cesa de escuchar las flautas del agua,
ni
se amilana frente a las lámparas
desprendidas
del cielo,
ni
envuelve su rostro con alfombras
de
póstumos ojos y trémulo desdén.
El
frío rechina en los dientes con su caminar desairado.
Fluye
memorable como el pájaro en la rama.
Todo
es inocente
en
este caminar vacilante de instintivos anillos de agua.
Los
árboles ebrios esperan
como
libros guardados en una estantería;
los
espejos en cada gota retratan transeúntes de irreales fuegos.
A
través del silencio la luz se hace más verosímil.
A
través de la luz,
los
ojos beben y respiran las raíces de la condición humana.
De
ella levantamos sábanas gloriosas:
gratificante
es su líquido encendido,
madre
del sueño en la complicidad del tiempo.
El
ruido de los trenes se vuelve alada flauta,
aleteante
pez
con
el que las tormentas lamen las aceras y desatan intrépidas voces.
Jamás
he podido sustraerme a esos rieles audibles.
La
aspiro en el desvelo y el ansia:
respiro
cincelado de mi infancia.
(Sobre la tierra la miseria apretando
los cadáveres
Con su amargo ahogo de puñales.)
Tengo
su luz opaca en mi almohada como borbollón de aureolas.
Y
así seguiré con ese niño a solas en la fragancia del azúcar,
en
la temperanza de la canela,
en
la celeste burbuja de la inocencia;
pues
la lluvia es mi encuentro,
el
perfume concebido de la ropa,
la
costilla inconclusa en mi oleaje,
la
luciérnaga perdida en su florescencia:
anhelo
infinito
de
mojar todas las ausencias.
Hoy
me hago niño para transpirar toda la timidez obsesa,
todo
el día condenado a la agonía,
carne
doliente, infinita hoguera,
ceniza
donde habitan cábalas de abismo,
cuerda
floja del aletazo y la ráfaga.
La
lengua devasta en su ficción ponzoñosa;
mientras
la armonía,
quiere
abrir su pecho de condensados colibríes.
De
súbito los ramajes se cuelgan de las ventanas,
sacuden
su arcano,
y
transpiran esa tinta del invierno acumulada en la memoria.
Recuerdo
cada golpe del aliento de la neblina
sobre
las mejillas:
caballos
en cada gota giratoria,
surcos
de sal, voraces, gotean patéticas gargantas.
Pero
aún así, los sueños secretos, del niño,
del
adulto o del poeta,
siguen
en “trance hacia el rocío”.
Siguen
los cielos trabajando en el ojo de las palabras.
Del libro “INTIMIDAD DEL
DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 130 pp
© André Cruchaga
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