Imagen: Pinterest
PUERTAS
Ahí
están en su liberación continua de trajines.
Duermen.
Despiertan. Oscurecen.
La
locura o la pasión las seduce,
gozan
el arte de ver fluir los zapatos.
A
menudo son huesos o ramas de esperanza
cuando
se abren a los párpados,
a
las miradas o al universo de las batallas.
En
su traje hay sal o azúcar y terrones de viento y verdad.
Las
he visto respirando sombras mudas,
zumo
y, acaso, espejos
donde
la luz cumple su misteriosa faena de vigía.
Ahí
en las mochetas,
la
lluvia prende sus brebajes
hasta
hacer que el viento seque su aliento.
Existen
puertas que dan a calabozos
y
en sus ranuras hay escondidas esquirlas.
También
en los tanques
cuando
los soldados salen a derramar la sangre
del
prójimo y el sol se agolpa
encima
de los techos y difusos relojes.
Está
la puerta al cielo,
la
única puerta por donde se entra moribundo;
y
también a la del infierno,
según
nos dice la ciega respiración del estertor.
Todas
reciben los ojos fatigados desde fuera,
la
mirada ardiente y el ojo del aire,
la
herida del allanamiento,
y
el humo herido de las calles.
Siempre
están expuestas al grito y a la náusea,
a
los reflectores de las ardillas irascibles,
a
las armas barrocas de las colegialas,
a
la fermentación de la luna
y
sus gritos,
a
la duda de las gafas que pululan en las calles
de
manera acechante.
La
noche las posee en sus brazos y las despierta el día
con
sus libras de seducciones azules,
con
la respiración del mar tendida en el pecho…
Cerradas,
el oído es el único centinela que las acaricia
con
sigilosa vestimenta.
Algo
de ellas describe la respiración del mundo.
Algo
de ellas, las diferentes las caras del mundo
—lugar
desde donde crujen las escenas:
los
juegos de la vida como el ojo abierto en el entresueño.
Callan
entre las manos
—celdas
a borbotones aferrándose al vacío.
Sobre
el quicio, la porfía del polvo,
los
objetos de la bruma,
el
eructo de las piedras,
la
sangre en lívidos vasos boca arriba de las sombras,
ojos
de pronto sin sonrisa.
A
la distancia la noche las enfría.
Una
y otra vez el rostro las desvela.
Una
y otra vez guardan las brasas del día
y
los rostros huidizos
de
su propio umbral.
Al
tocarlas se estremece su corteza, su madera vestida
de
barniz o sus vigorosos secretos,
transeúntes
extraviados del tiempo.
En
cada puerta los ojos atraviesan el día.
La
fiebre del alba que baja de la noche.
Es
otro cuerpo cubriendo los huecos de la casa,
otra
sombra perenne del tiempo.
Otro
espíritu que vigila el sueño.
Nadie
las releva de su abismo noctámbulo.
Nadie
hace posta con sus dientes
mientras
la hecatombe las acecha
con
su vértigo de frenéticos deseos,
con
sus enfurecidos pies de ladridos.
Los
perros de vez en cuando son centinelas;
pero
se aterran cuando escuchan
ecos
de ávidos juguetes,
cuando
las sombras deambulan con máscaras.
A
través de ellas el País se vuelve silencioso.
El
asombro se afana en deseos.
De
par en par salen todas las telarañas
y
las horas profundas del secreto.
Nadie
podrá quitarlas por más que las derriben.
Fueron
hechas para guardar las pestañas
y
esa realidad frenética que el escalofrío padece
como
una realidad de fantasmas.
Fueron
hechas para detener la fuga o el galope,
para
que la próxima muerte
no
transite sobre sus muslos de dádiva.
Del
libro “INTIMIDAD DEL DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 130 pp
©
André Cruchaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario