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VUELO PERMANENTE
No hay
nadie en la calle, en los ruidos húmedos, en el
vuelo de
las hojas y mis pasos quieren reiniciar
las maderas
de la adolescencia.
Francisco
Urondo
Hay
a diario una ráfaga de ojos y pestañas volando sobre las sienes.
En
las formas del cansancio, sin embargo,
volar
es cambiar
de
mirada el universo, el abismo,
y
esa eternidad que no existe,
de
alguna forma extraviada en el traspié de ficticios tragaluces.
Si
uno no vuela significa contar la palabra sin nombrarla,
es
dislocar la casa, abandonar el lápiz de la luz,
el
cuaderno cuadriculado del alfabeto,
el
armario donde la piel guarda los poemas o parte de ese mundo
—forma
múltiple de jeroglíficos,
lenguaje
abisal sobre papel.
En
las calles,
los
ruidos húmedos del invierno,
lamen
la conciencia.
Pese
a ello, leemos en el aire ciertas horas infinitas.
Los
objetos
como
pájaros,
levitan
sin resistirse en la memoria.
Abren
su apretada materia hasta ser la respiración del viento,
la
madera que nos vuelve al origen:
tierra
y luz con sus brazos de buenos interlocutores.
Si
bien cada día nos fundimos en monólogos
y
las estrellas juegan a ser párpados,
hasta
aumentar la monotonía de las luciérnagas,
hay
necesidad de aprender a vivir cada uno,
descifrando
las propias
claves
que la garganta atesora en las esquirlas de los epígrafes,
en
los trenes de la noche,
en
las esquinas pululantes de las sombras.
En
las calles hay de todo. (Historias
de oscuros pozos y golpes.)
—Hay
olvidos para caminar sobre la rosa fugitiva.
Las
imágenes circulan como charcos.
Los
espejos son más elocuentes
cuando
copian tantas horas convertidas
en
arrugas y las pupilas sirven de brújula sobre el lomo de relojes.
En
el vuelo hay una superficie de lámparas:
—puerta
donde el lenguaje inaugura los sonidos,
la
ilusión de uno mismo,
el
ser o no ser, desde las sienes encendidas para fundar la luz
sobre
el dintel de la esperanza,
forma
sin duda,
del
follaje sobre la almohada,
del
mirar sin obedecer, huella para el mañana,
forma
en el pecho de la trementina hasta florecer de cuna a cama.
El
deterioro de los zapatos no es tumba,
sino
ejercicio de muchos encuentros,
de
espacios caminados todavía existentes como ecos.
Cada
día los pasos reinician un titánico juego de pelota
en
esta tierra mísera
donde
los analistas elaboran oscuras estadísticas
y
bailan diabólicamente sobre los sesos.
Son
patéticos sus argumentos
y
sus dientes de fatídica neblina y rostro de abismo.
Aquí
todavía Dios brama en los ijares y hace llover dinosaurios:
Heráclito
se gozaría con celular en este siglo veintiuno.
Hablamos
del
cambio y ese cambio es ciego por dentro,
feroz
astilla de la risa.
En
cuanto al vuelo,
el
galope sigue centelleante, sin parar.
De
sol a sol, entre la farsa,
vuelo
con absoluta lucidez sobre el aire,
porque
a fin de cuentas,
qué
es uno si sólo se queda a contemplar
la
sabiduría de los epitafios
y
los informes líquidos de las lágrimas?...
La
respuesta hay que buscarla en las piedras o en el atajo
callado
de los huesos
o
en el sepia interminable de los papiros,
o
en la entraña dislocada del hombre.
O
en esa sombra febril que duerme junto a uno.
(El vuelo siempre tiene la grandeza
de la lejanía inexpresable;
es día y noche como dos brazos que
nunca claudican.)
Barataria, 07.VI.2008.
Del libro “INTIMIDAD DEL
DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 130 pp
© André Cruchaga
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