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MATERIA
En
la filosofía del tiempo, a menudo, las flores
se
inventan. Al igual, el alba del cuerpo.
La
lengua del asfalto se pierde en los tugurios del día.
Entre
las rendijas, el tropel de las ansiedades.
El
sueño apretado en los tragaluces de la hojarasca.
Después
de tantos años ha cambiado el mimetismo;
y
aunque parezca ilusión,
ahí
está la lluvia sobre vitrales;
los
sueños tienen esa apariencia
—al
menos— de un nuevo
escenario
donde se dejan ver balcones y no sótanos.
(En realidad, los trapos viejos nos
dicen mucho,
como el descenso fatídico del
sollozo.)
La
voz tendida sobre largas horas de espadas,
las
venas con su selva de raíces oscuras,
—murmullos
en
el recuerdo de alacenas y roperos,
de
caballos
sin
galope trotando en el silencio,
mundo
de opacos arlequines.
Baldosas
por jardines, noches sin semanas.
(Fósiles desplomados por el fuego;
en la arruga temblorosa de la
tristeza.)
Álbumes
sin ojos en el espejo del incienso,
sal
en la ráfaga del fuego
—insólitas
semillas de un aquí sin brazos.
La
lluvia apenas lava los cansancios,
y
el jardín botánico de las transpiraciones.
(Debajo del aliento la acritud de la
pesadumbre.)
El
hervor de los poros gotea su propia herrumbre,
subsuelos
de zapatos,
piedras
donde el mundo vive.
Amanece
en el picotazo de noches heredadas,
aguas
quemadas por las escamas de los peces,
relojes
con alevosos itinerarios,
pastores
aparecidos tras la ráfaga:
—de
vez en cuando, amuletos,
atribuladas
cobijas bautismales del abecedario.
Nadie
creyó que con la lágrima haría espejos.
Oscuros
informes de salmuera,
cercos
de lápices con garabatos obsesivos,
ecos
subsidiarios de la saliva.
Así
ha pasado más de cien años el escombro de la historia:
los
tímidos ajetreos de las puertas,
el
rostro de los grillos con ruido nauseabundo,
con
esa sequedad
moribunda
dentro del paisaje dolorido de la garganta.
¿Existe
aquí la infancia sin artificios de saliva?
¿Las
paredes sin el corroído repello de los adobes?
¿Los
hombros para cargar
la
espesura de Dios con tombillas
pintadas
de sortijas?
La
luz ha sido residuo de lluvia,
durante
soberanías cuestionables…
Por
eso siempre necesité una linterna de pájaros,
cuadernos
sin graffiti,
albercas
donde no responda la neblina.
—Claro
que este es otro idioma con menos bostezos
que
los periódicos, residuos lógicos del ahogo.
Casi
salimos del pedregoso azote de las escopetas:
la
lejanía a menudo nos muestra su cráter huraño,
pero
luego, la tenemos despierta en las pupilas.
Ese
horno del sigilo,
extraña
sustancia derretida en la sangre,
—cielo
del disfraz,
desvestido
luego, por las ganzúas del instinto.
Emergemos
embalsamados de los alelíes de la noche.
Y
a veces entre esas extrañas camisas del zarpazo.
En
las habitaciones de la lucidez,
las
almohadas recuperan
la
transparencia o sólo ese juego de los símbolos,
o
sólo las palabras con ascensores de ceniza
o
sólo de nuevo el sueño sin llegar a la transparencia,
o
sólo esa doctrina armada de ansiedades.
Barataria, 30.V.2009
Del libro “HORA DE TRENES”, 2009
(Inédito) 179 pp
© André Cruchaga
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