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CON LOS PIES EN LA TIERRA
Es
proverbialmente difícil este caminar de todos los días:
—días
de buscar el sentido de la herida y la balanza,
los
hangares de la alegría;
preguntarle
a la libertad su indiferencia sepulcral,
saber
las consignas del futuro y su oscura asfixia,
contemplar
los ríos de los ojos desde el corazón aterido,
desterrar
la lengua de la ceniza
sobre
los trenes que rompen las retinas de la desesperación
para
convertirse en desnudos grises.
Sobre
el suelo el juego de las sábanas y la oscuridad de los disparos:
—el
viento alado de los pájaros,
las
ventanas que se tragan las palabras de los transeúntes,
la
miseria de los perros
mordiéndome
la sarna de los zapatos,
escarbando
en el estiércol frenéticamente.
Atónito
me deja este tiempo de rieles extraviados:
—uno
se subleva
desde
el abismo hasta tocar el pecho de las mochetas
para
tomar la mano del horizonte.
Claro
que no es fácil rebelarse contra la brama del despojo.
—No
lo es, claro,
pero
ya otros, del cuerpo yerto sacaron esperanzas,
y
se vistieron con días de frenética esperanza e inocencia.
Sobre
el suelo, la tierra, la vida, en su cósmica cruz,
el
hierro de las sombras en la noche con su pánico,
el
lado oscuro del cuerpo
tirado
en zanjas de arqueadas interrogaciones.
A
veces me pregunto mientras duermo en los estragos:
¿Qué
hacen con el dolor del país de mortajas e insomnios?
Entre
el polvo,
—¿Qué
hace el cuerpo dividido en sombras,
sin
caricias ni abrazos.
¿Es
posible tantas pupilas hundidas
en
las sombras de un huracán sin frenos?
¿Cuánto
duran los muertos en el recuerdo
y
los vivos en su cuerpo?
¿Cuánto?
Mientras
espero en medio del fierro del grito,
el
reloj juega a los años y rompe los cabellos y la garganta.
El
suspiro ni el gemido abren puertas,
mas
bien las prolongan,
las
hienden sobre fantasmas de asfalto,
abren
la ausencia y no los ojos de este reverso de cachivaches:
—la
luz gira en su propia sombra de gelatina.
Me
interno en los parques
para
contar la parsimonia de cada hoja en el suelo:
—hay
miles que tiemblan en el tormento de la cercanía,
en
la ráfaga apenas de las raíces.
Camino
sobre los párpados con la fatiga de la Nada:
—hay
escaleras leyendo las estrellas
o
pasadizos alargando la hora de la partida,
la
fuga del tiempo, apretada en la boca.
Desde
el cuello se cierran los dinteles,
la
mesa donde se enciende la lluvia:
allí
no hay nada que ilumine las paredes,
ni
manos como ríos juntados en la mendicidad:
—barcos
de frío se meten en la casa,
a
la almohada y la conciencia.
Suspiros
abren las sombras y gimen las puertas
—las
ausencias castran los ojos:
el
cuerpo dentro de las aguas cadaverizado en sus deudas,
acortando
las distancias de calles y ciudades.
Ahora
la noche muerde los libros de las estanterías,
muerde
las criptas de la angustia hasta el fondo.
El
tiempo desciende hasta el césped.
Y
la ternura, ¡aún la busco!...
He
ido buscando esos espacios de tácita salvación:
El
mundo desespera con su réquiem de fuga.
Lo
que somos no está bajo la tierra,
sino
en el suelo simplemente,
junto
a ese silencio que siempre nos navega,
junto
a casas sin almohada y pequeños misales.
Tal
vez ahí la sed nos asista para volver al agua
y
lave los brazos.
Y
los ojos lancen alelíes a través de las ventanas.
Sobre
el suelo la geografía de las venas,
muslos
y pies tiritando:
—la
noche acecha las sienes,
gime
el rocío sobre el cuenco de las manos.
El
tiempo siempre comienza en los zapatos:
uno
nace de la herida de cada palabra,
de
otros ojos sedientos,
del
eco de las campanas, de la historia del cuerpo.
Nunca
sin amarse fueron posibles las gaviotas.
Nunca
sin la memoria cotidiana edificamos collares y alzamos vuelo.
Sobre
el suelo están las calles
y
los titubeos impredecibles de los animales:
—cada
quien las camina buscando su proeza
o
la pierde en sus pupilas.
Después
de todo uno camina con esa herida de infinito en los ijares.
Con
ese terror de soledad mientras patea pesadillas.
Del libro “INTIMIDAD DEL
DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 120 pp
© André Cruchaga
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