miércoles, 24 de enero de 2018

CON LOS PIES EN LA TIERRA

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CON LOS PIES EN LA TIERRA




Es proverbialmente difícil este caminar de todos los días:
—días de buscar el sentido de la herida y la balanza,
los hangares de la alegría;
preguntarle a la libertad su indiferencia sepulcral,
saber las consignas del futuro y su oscura asfixia,
contemplar los ríos de los ojos desde el corazón aterido,
desterrar la lengua de la ceniza
sobre los trenes que rompen las retinas de la desesperación
para convertirse en desnudos grises.

Sobre el suelo el juego de las sábanas y la oscuridad de los disparos:
—el viento alado de los pájaros,
las ventanas que se tragan las palabras de los transeúntes,
la miseria de los perros
mordiéndome la sarna de los zapatos,
escarbando en el estiércol frenéticamente.
Atónito me deja este tiempo de rieles extraviados:
—uno se subleva
desde el abismo hasta tocar el pecho de las mochetas
para tomar la mano del horizonte.

Claro que no es fácil rebelarse contra la brama del despojo.
—No lo es, claro,
pero ya otros, del cuerpo yerto sacaron esperanzas,
y se vistieron con días de frenética esperanza e inocencia.

Sobre el suelo, la tierra, la vida, en su cósmica cruz,
el hierro de las sombras en la noche con su pánico,
el lado oscuro del cuerpo
tirado en zanjas de arqueadas interrogaciones.

A veces me pregunto mientras  duermo en los estragos:
¿Qué hacen con el dolor del país de mortajas e insomnios?
Entre el polvo,
—¿Qué hace el cuerpo dividido en sombras,
sin caricias ni abrazos.

¿Es posible tantas pupilas hundidas
en las sombras de un huracán sin frenos?
¿Cuánto duran los muertos en el recuerdo
y los vivos en su cuerpo?
¿Cuánto?

Mientras espero en medio del fierro del grito,
el reloj juega a los años y rompe los cabellos y la garganta.

El suspiro ni el gemido abren puertas,
mas bien las prolongan,
las hienden sobre fantasmas de asfalto,
abren la ausencia y no los ojos de este reverso de cachivaches:
—la luz gira en su propia sombra de gelatina.

Me interno en los parques
para contar la parsimonia de cada hoja en el suelo:
—hay miles que tiemblan en el tormento de la cercanía,
en la ráfaga apenas de las raíces.
Camino sobre los párpados con la fatiga de la Nada:
—hay escaleras leyendo las estrellas
o pasadizos  alargando la hora de la partida,
la fuga del tiempo, apretada en la boca.

Desde el cuello se cierran los dinteles,
la mesa donde se enciende la lluvia:
allí no hay nada que ilumine las paredes,
ni manos como ríos juntados en la mendicidad:
—barcos de frío se meten en  la casa,
a la almohada y la conciencia.
Suspiros abren las sombras y gimen las puertas
—las ausencias castran los ojos:
el cuerpo dentro de las aguas cadaverizado en sus deudas,
acortando las distancias de calles y ciudades.

Ahora la noche muerde los libros de las estanterías,
muerde las criptas de la angustia hasta el fondo.

El tiempo desciende hasta el césped.
Y la ternura,  ¡aún la busco!...

He ido buscando esos espacios de tácita salvación:
El mundo desespera con su réquiem de fuga.

Lo que somos no está bajo la tierra,
sino en el suelo simplemente,
junto a ese silencio que siempre nos navega,
junto a casas sin almohada y pequeños misales.

Tal vez ahí la sed nos asista para volver al agua
y lave los brazos.

Y los ojos lancen alelíes a través de las ventanas.

Sobre el suelo la geografía de las venas,
muslos y pies tiritando:
—la noche acecha las sienes,
gime el rocío sobre el cuenco de las manos.

El tiempo siempre comienza en los zapatos:
uno nace de la herida de cada palabra,
de otros ojos sedientos,
del eco de las campanas, de la historia del cuerpo.

Nunca sin amarse fueron posibles las gaviotas.
Nunca sin la memoria cotidiana edificamos collares y alzamos vuelo.

Sobre el suelo están las calles
y los titubeos impredecibles de los animales:
—cada quien las camina buscando su proeza
o la pierde en sus pupilas.

Después de todo uno camina con esa herida de infinito en los ijares.
Con ese terror de soledad mientras patea pesadillas.

Del libro “INTIMIDAD DEL DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 120 pp
© André Cruchaga

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