Imagen cogida de la red
TIERRA VISIBLE
Acaso
un día descansen todos mis ardores en la rama de luz violenta
de los
estíos, en la gota de pestañas escupidas por la boca de la desnudez.
En la
postrera sombra de mis ausencias, hay gritos que se rompen
en la
dureza de las paredes: es como si de pronto hubiesen sido edificadas
para
mitigar, como las oraciones, las tristes quemaduras de lo vivido.
Nunca
se sabe con cuántos vacíos se dibuja el aire.
Nunca
se sabe hasta dónde aprieta la hojarasca, hasta dónde soportan
las
sienes la jaula del pantano que bulle como la muerte.
Hay un
punto de cipreses en que las alas quieren aferrarse a la arcilla.
Nada es
extraño a los ojos cuando ya el musgo es propio de los imposibles.
Nada
más duro que caminan sobre la espina horizontal de los litorales.
Nada
más cierto que el pájaro de granito abrasado por la boca
múltiple
de los titubeos. Sueño interminables máscaras antes de bajar a la luz,
antes
de escribir el sigilo perenne de ciertas tempestades.
(En los brazos del afán también la cópula de
humo),
la pobreza de todos
los
días asentida, sin más extravíos que la mirada.
Es
terrible cuando todo lo violento se apodera de nosotros como una sombra.
¿Cómo
aprender de tanteos en un país que a diario se desmorona?
Después
de todo, hay cierto lenguaje para el engaño, cierta hermosura errátil
en cada
hoja que cae y se aquieta en su ciega palpitación.
Sólo
tienen peso los días que no se adivinan, el viejo barro con sus peladuras.
(Lo demás es duro como los asedios
cotidianos.)
Barataria,
26.X.2016
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