André Cruchaga, visto por Lucian Opriceanu (Rumania)
TANTAS VECES UN DÍA
(MONÓLOGO)
Sostengo dulcemente tu peso como brisa sobre una flor
bajará un ángel por tu forma la mañana suena las
golondrinas en los árboles
como cuando se caía la sortija de tu voz en el patio
a la orilla de tu piel hay un canto crecido
doy vueltas a mi pregunta la geografía es sentimental
inmersa en el estanque se abre tu sonrisa repetida
la Torre Eiffel a tu lado flor geométrica para los poetas
puros
Carlos Oquendo de Amat
Tantas
veces un día. Tantas semanas, meses, años, el poema siempre con sus lenguajes
múltiples. Ningún Dios desnuda el revoloteo de los estornudos, cada quien
esculpe la palabra a partir de la armadura que tiene. Hay quien lee al otro,
pero no necesariamente el otro lo lee a uno. Esto, claro, tiene que ver con la
filiación y derivación de nuestras propias conquistas. A muchos nos gusta el
golpecito de manos en el hombro, el rito, la zalamería, y los anuncios
bullentes de la publicidad. A otros, y me incluyo, nos gusta pasar
desapercibidos, celebrar sin retumbos y gesticular acorde al aire que
respiramos. El poema es destrucción y a la vez resurrección; el poema es sombra
y a la vez luz, es la idea del cuerpo poseso, encarnado en el poema, el enigma
y la mazmorra, la experiencia más intuitiva de lo invisible. Entre la palabra y
el poema, trepida el ojo y el cuerpo y todos los diuréticos y afrodisíacos. Siempre
estoy próximo y distante de los demás lenguajes generacionales: el mundo,
nuestro mundo, es tiempo y suspiro; el mundo es el aquí y el ahora, lo que
tenemos, el infinito es sólo el sexo deseado, nada más. El poema es la fuga y
la negación, es el milagro que desciende a la tierra: “—Nunca hubo sosiego para
aquellas terribles hambres: el mismo grito/ arrancado a la boca, los paraísos expulsados
de la memoria,/ la embriaguez inmediata de las onomatopeyas./ Siempre en el
aquí, hay días avezados y hasta lamentos cuando llega/ la penuria, y devastados
entredecires en medio de las palabras./ No hay misterio alguno en este cuaderno
balbuciente de oscura sal;/ El infinito es sólo una tumba transitoria con
amargos aperos./ Y aunque el asedio parezca una eternidad, lo cierto es que nos
disolvemos/ en olvidos, y en menudencias
que luego aprietan el hastío.” En cada sobresalto, hay ojos tuertos: uno no
puede menudear los posibles y los imaginarios: no se es poeta por hacer vida
pública, ni por denostar, ni arredrar contra el que se edifica con postulados
diferentes. Quizá en cada esplendor haya oscuridades que uno no ha advertido, ningún
pensamiento está construido a partir de milagros, pero es evidente que existen
subterfugios y máscaras, manos peludas colgando de los párpados, adormideras
doctrinarias del tiempo. En esas tantas veces de los días he aprendido a apretar
los dedos de la muerte y ante los vientos hostiles, poco fraternos, me repliego
a mis sueños, aun sean acantilados, o retumbos de golpes silenciosos.
Construirse como es menester no es fácil. Prefiero mis palabras enjutas. Sabido
es que toda palabra es atributo, búsqueda y, en esta caso individual, porque es
la psique la que se debate con todas esas fuerzas de la historia y la
moralidad. Me estremezco al pensar, desembarazado en todas estas innumerables
situación que rodean la escritura del poema. Dicho esto, el intento del poema
es casi orgásmico, poderosa acción de trazar linderos, de concurrir a las
profundidades del agua. Señoras y señores uno se conmueve por todo este
movimiento sísmico, por el pájaro que nos habla en la mañana desde la flor, por
la sed digamos hecha sueño, por la metáfora de romper la jaula y hacer caso
omiso de todos aquellos que lo adversan a uno. Yo sólo ovaciono a las palabras,
no las rarezas del chancro y la gonorrea o la sífilis. Hay una vieja fatalidad
en el poema: uno tropieza con los amarillos resuellos de la hojarasca, con el
relampagueo de las telarañas, a veces con el ronroneo de los académicos y
eruditos, con los que yendo al trote, tropiezan con el poema. Yo sólo veo a la
distancia los arpones y a ciertos espadachines de cócteles y a ciertos magos
del estrépito. Todo me lo gasto en la intemperie de mis hundimientos, en esa
tormenta total del cuerpo y no, en la gota de agua que resbala en el dedo
meñique.
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