André Cruchaga
LAS PALABRAS NO DICEN TODO
(MONÓLO)
Busco desde mañana hasta el último día recordado
no puedo ver dónde te olí primero
supiera al menos en qué ángulo te deshojaste desvelada
aquel día fumabas para hacerte máscaras de humo
ahora ninguna te disfraza más que el aire
esa sombra a la izquierda del sol es la que te desnuda
ahora es la mitad negra de tu rostro la exacta
tu realidad es el misterio de la palabra que nada nombra
Gilberto Owen
Las
palabras solas no dicen todo, o no reflejan en su totalidad el caudal de
sentimientos y emociones que conlleva el poema. Estas tienen su momento
histórico, aunque nos dan las múltiples posibilidades de expresión. A veces son
negaciones; otras veces, superfluas como las máscaras. A menudo, heroicas y
respirables. A veces, solo titubeo pensando en toda la historia que me ha
tocado vivir. Hay días en que únicamente decimos éramos. Hay días perennes
reclinados en lo insoluble de los reemplazos. Por más, uno cada día debe
replantearse la horma de los zapatos, el zarpazo, o el simple, pero sublime
vuelo de los pájaros: así se nos insinúa la trama de la vida todos los días,
antes de caer al vacío es menester darle una espiadita a la espuma, a las aguas
podridas que tragan los abismos de la historia. Uno puede hablar
interminablemente del mapamundi, de los significados que tiene cada una de las
páginas escritas, de las ambigüedades que acontecen alrededor de las cosas y
las palabras, de los disperso e íntimo que acogen los paréntesis. “Durante
la noche toda la fantasía posible se ve como el pulso quemado/ de la sombra: nadie deja de ser objeto o
número utilitario en el otro ojo/ del juego de cántaros y sedimento de
guacales./ Todo es intenso como los abismos reunidos de la muerte./ Sin
embargo, converso con la humedad de mis tribulaciones; en cada hueco,/ los
actos clandestinos de las obsesiones, los adobes rígidos de los andenes,/ la
servidumbre de la maleza en los lenguajes.” En el rio de las aguas dispersas,
sospechamos de los espejos y de cuanta imagen abulta el ánimo. Nadie puede
dudar que existen horas horrorosas, ya el nacimiento es un solemne extravío: interceden
súplicas y divinidades al instante de los resquicios de los hiatos. Doy por
sentado mi sombro. No soy un renacuajo tirado al sonambulismo de la astrología,
solo alguien que le ha quitado a las agujas su clisé de agudo centinela. Mi
poema es el Evangelio de todos los días, el tiempo que me resucita de los
litorales del alfabeto. Según los tantos nombres que me rodean, procuro no
hacer ruido; no obstante, la peligrosidad es, a menudo, parte constitutiva del
poema. Después de mis ojos hay realidades aludidas, aspectos que la fantasía se
encarga de darle sentido, es decir, direccionalidad. Jamás llevo al cuaderno un
ápice de poema en los bolsillos. Siempre escribo desde mis oscuros
alumbramientos, tosco desorden y sombras, sonríen mientras se quema mi
cigarrillo en medio de los dedos. A lo largo del tiempo he aprendido a
descifrar mis confusiones, y he copulado junto a los sinónimos el significado
de los trenes, el aprendizaje del misterio que tiene la antigüedad, o la
retórica del Paraíso acogedor. A todo el poema yo le llamo vida a pesar de
todo. Celebro cada uno de los preparativos del día, con las manos juntas
arrullo esa larga trenza del poema hasta atrapar los retumbos de los peñascos,
esos que siempre suponen las exhortaciones superiores de los pájaros. Sé que en
la cadena de letras, gira el universo. Uno aprende a sobrepasar las diversas
fronteras hasta que la imaginación borra cualquier delimitación que hace el ser
humano. Yo vivo en medio del ruido de las calles y jamás de espaldas al azote
de los vientos. De seguro habrá muchos que copulan desde las altas esferas del
poder. Y los motive, únicamente, el
hedor de la ranciedad. Otros viven en respiraderos de azufre. En el día a día,
sólo tengo memoria de los trenes cuya demasía es la sencillez y la acción
constante, acoplada, de permeabilizar el horizonte.
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