André Cruchaga
EDADES DEL POEMA (MONÓLOGO)
Al lado de la roca fría hay un pelo de pestaña.
Un pedazo de carne desgarrada señalando el mal tiempo.
Hay seis pechos extraviados dentro un agua cuadrada.
Un burro podrido zumbante de pequeñas minuteras
representando el
[principio de la primavera.
Hay un ombligo puesto en un sitio con su pequeñísima
dentadura
[blanca de espina de pez.
Un cangrejo seco sobre un corcho indicando la crecida del
mar.
Hay un desnudo color de luna y lleva su nariz.
Salvador Dalí
Hablamos
de un destino, de esa rauda claridad de las aguas del poema. Hablamos de la
pulsación que suscitan las palabras, hablamos de soportar el confín de un
poema, el desamparo profundo de las ojeras, a veces hasta las frías insolencias
del parpadeo. Hablamos del éxtasis del tejar y de nuestros miedos, a menudo
nunca desahuciados. Hablamos de esas edades del poema. Nos consagramos al
imaginario individual de los caminos, a la lágrima apretada en los dedos. Allí
lamemos el petate del país y le echamos talco, por si acaso, en los encajes y
las axilas. Un poema supongo que es eso. Al menos mis sueños pasan por ese
mapa. Le escribo a mi país por todo lo que me niega, por las puertas cerradas,
por su gozo de mamífero. Así acaricio su yugular, y su corazón prolijo de
vacíos. “No es la sacralidad del rostro de las palabras la que me conmueve, / ni
los faroles remendados de las estrellas después de medianoche,/ ni los
martillos de saliva que surgen de la actividad de la boca,/ si sé que tras las
sombras, nos queda una sensación de pegajosa ceniza./ El fuego es el interior
de las palabras./ El fuego allí no se extingue, queda el sonido del rescoldo, o el camino/ que nos aguarda con todos los atributos de una
heredad.” Amo a este país indiscernible y a sus poderes magnos, porque sé que
un día fenecerán como los gondoleos circenses. Escribo a ese animalito del
despojo y al atajo y a mis harapos, al páramo y a los pies en el barro. Hay
honduras maquilladas, lo sé. Pero aquí, solo existe espacio para el movimiento,
para darle vida al poema desde esas profundidades poco visibles por el
empobrecimiento y la mezquindad. Ahora puedo platicar conmigo desde el hombre
que soy, desde el poeta que soy, más allá de las fronteras del tiempo. Mi único
poder es este limitado universo de las palabras. No necesito de otros mundos
comprometidos o sesgados. Uno se enraíza con ella hasta andar descalzo. Yo no
quiero ser estatua de barro, sino un sueño adentro de mis zapatos. Ahora puedo
erguirme. Puedo, entonces, saltar las alambradas, rodar de piedra en piedra,
derribar mis cansancios, juntar el fuego hasta la muerte. Hay un silencio
sepulcral en mi aliento, incurable, petrificado. La realidad siempre me parece
que tienen la dureza de las lápidas. Al ojo llegan las fogatas de neblina y el
polvillo confuso de los horcones de este espanto de la contemporaneidad. Dejé a
un lado cualquier insania por lo entrañable de la palabra, por el ademán amable
del poema. Dejo que se extingan los cadáveres, porque en el fondo, hay todavía
en algún sitio, una astilla de luz, una mirada afable, una risa piadosa. Todas mis tristezas acaban en ese sentido de libertad
que se consagra en el poema. No busco insignias. Detesto todo lo abyecto. Pulsa
mi embriaguez al punto de las alucinaciones que no de complacencias. Vivo mi
designio personal en lo desconocido. Me nutro de la memoria y de toda la sal del
despojo y de todas las bocas que me abandonaron u olvidaron mi nombre. Lo demás
ignoro si tiene alguna importancia. Sin nada más, me aferro a las distancias y
me olvido del teatro, como es menester que sea. Me olvido de las paredes, pero
no de los ecos desenrollados de la cópula, no de la con unión espiritual con el
poema. Esta sombra que cargo es ebria y abisal.
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