Imagen cogida de la red
ASOMBROS SUFICIENTES
En
torno al viaje de todos los días, las tumbas frías de las reverberaciones.
Por
ahí, además de disfraces, se mastican cementerios y colillas,
(entre tanta mueca uno tiene obligadamente
que remendar los sueños,
hacer breves pausas en el almanaque,
maldecir el golpe de los aullidos que nunca
encajan en los oídos.)
Las
palabras a parte de confundirnos, nos muestran ese otro lado de bultos:
el de
las disidencias, o el rescoldo de dobleces a la hora de aguantar
la
indigestión: nunca acaba uno de asombrarse con tanto ornamento. Nunca.
No sólo
la tristeza es fuego de extravíos, lo es también la alegría,
el río
indecible del fragor, los goterones del país y su rancio evangelio
en los
ojos, los empeños de conciencia y desahogos mediáticos de candelabros.
El
sensacionalismo ha calado en la piel, también en las viejas prácticas de meter
las manos donde no se debe. (Saben mejor
las quemaduras de la aridez.)
El país
es un vacío inconcebible, macabro tartamudeo, trastienda del tiempo.
El país
es una herida inmensa hacia dentro del aliento.
El país
es un inmenso guacal de malvivientes, de cadáveres, cementerios
y
sobrenombres, en cuanto a animal quiero explicarme todas las bestialidades.
Uno se
amotina según sea lo notoriedad de lo que pasa.
El país
tiene esa extraña fascinación por las tribulaciones, por el hedor
y las
morfologías equivocadas, y por el duelo.
(A fin de cuentas, sólo comparezco ante la
historia y le devuelvo sus fármacos;
otros se harán los sordos, ahora y en la
hora. Amén.)
Barataria,
16.X.2016
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