André Cruchaga
MAL DE OJO DEL DELIRIO
(MONÓLOGO)
Ved la seguridad del pene joven, correctamente torcido
y estudioso, al que ofrece alimento una esposa sin falda,
con importancia de retórico medievo o escarabajo, que se
contonea
-dignamente-, con su velocidad de ancas en pico.
Su cuello conserva unas lamentables huellas de chimenea
sin teja o ladrillo difunto
y al fondo todo un paisaje en la pantalla de cines
paralíticos.
José María de la Rosa
En
la suplantación del horizonte, quizá, las palabras silenciosas. El poema y esa
reconstrucción de muchas vivencias; las diferentes formas que el frío tiene,
ahí, sin rendirse uno buscando lo profundo. Al cabo, la vida tiene bíceps de
toro y no de pájaro, de pájaro sólo los cuchillos de la risa, los circos que
nunca escapan y que forman parte del fuego. Un horizonte oscuro tropieza en los
calcañales de mi aliento, en la multitud de mis pupilas. En la áspera saliva
del relampagueo, los nudos agitados del
ansia. Desde luego, quien tiene en sus manos el albor del alba no necesita de
suplantaciones, ni de maquinar para reducirse a sólo forma. Mi oficio es
callado de pecho, de manos, de zapatos. Sólo me
despierta el agua fresca del cántaro, o el cri cri del rito de mi
infancia. Reconozco que me aviva la laboriosidad de las sombras y me hace
enmudecer, el caballo oscuro de la cruz, las edades suplantadas, y las cornisas
sombreadas de saliva. En cuanto a mis recuerdos, son terribles; lo es el poema
y el mal de ojo del delirio y su sádico erotismo. He aprendido a no fiarme de
las pelambres, ni a quedarme sentado en el taburete del aire. Uno se hastía de
reverencias, de hacerlas, de recibirlas. Pero la mano del poema centellea y es
amable, columpia sus puntapiés de vocales. Nada es tan elegante como una mosca
sobre el poema, con la desesperación ennegrecida del sarcasmo. “Ninguna
epifanía deja de ser hermética en la desnudez de las suplantaciones./ El
horizonte es prolijo en humedades y estatuas, ebrias a tal punto/ que sus
entrañas chorrean sórdidas asimetrías./ Jamás he visto otra forma que no sea la
agonía, esa sombra próxima/ a las
alucinaciones, dúctiles en escombros y lívidos, fantasmales como la noche./ No
sólo se cambia de sed en las múltiples amnesias, sino de candelabros,/ de
escupitajos y miedos. Tiembla el moho en la moral del tiempo./ De nada ha
servido haber cambiado los mausoleos de los atrios: / sigue la misma estirpe de
sótanos en los ojos, sigue la muerte en su realidad tangible, / el clamor de la
escoria, el pájaro seco del grito sobre la herida.” De pronto, únicamente
tienen validez los sueños; el poema extendido en el pecho da la medida del
horizonte. A menudo, comienzo escribiendo en mis costados, arguyo incestos,
dolores de cabeza, retortijones, acefaleas, delirium tremens. Y claro, se
redime en él. Resucita uno. En la última palabra, el goteo del alambique de los
amantes, el espejo funeral del aliento y sus murmullo de flor de las once y su
vital monólogo de los sentidos. Al mismo tiempo, uno vive aterrado y expulsado.
Ahora, aquí, en la inmediatez de lo indócil. ¿De qué está hecha la
misericordia, los dientes, la boca abierta, la falta bestial de la indulgencia?
Cada palabra se encarga de expiar mi espíritu, duro, a menudo, el garrote de
los grises, el vestíbulo del aliento, los golpes que uno recibe. En su cavidad,
la suplantación nos lleva por mundos irreales de perversión. Sólo deseo que la
luz sea totalmente imparcial y que sea avezada frente a los merodeadores. Siempre
espero frente al umbral la linterna de las palabras. No me detengo en los
puntos personales, ni en la levita del zigzagueo, ni el galope putrefacto del
pescado, ni en los espacios esparcidos de las escaleras. Muerdo, claro, los
empedrados de la noche, y su vestido de duras servilletas. Ardo en el cántaro
monástico de la luz. Dentro de los ojos se condensa el universo con todos sus
estruendos y amasijos. Yo escribo, aquí, todas mis edades. Los días devastados,
la carme. Porque escribir es como volver siempre al primer amor: es la estética
primera de la pulsión, la conciencia que se forja por fin, renunciado a las
osamentas y a ese gris que crece de manera ondulada en los antros. Un poema,
supongo que siempre guarda gotas de esperma y cintillos de arco iris y conjuros
y sudorosas tempestades. Después de todo, me niego a los arquetipos y a hacer
ademanes trepidantes. Es posible que siempre escriba el mismo poema, aunque
cada vez lo surta de relecturas, por si acaso.
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