Imagen cogida de la red
ESTERTOR DE LA CAVERNA
(MONÓLOGO)
Entre la costumbre del suelo y el destino de tu mirada
un dudoso pájaro de fiebre tramita dos o tres colores
ante el peligro de que de pronto despliegue el pensamiento
las anémonas suficientes para paralizar las fábricas
Es la ciudad donde la lluvia instala su conflicto
sentimental
agregando un poco de azar a sus espuelas
A pesar de la guardia montada en los ojos de los
astrónomos
la ternura menor de los taxis consume y disgrega toda
tentativa celeste
Luis A. Piñer
Ignoro
si todo mundo sabe qué se siente ser uno mismo, encontrarse con ese silencio,
hondo, profundo, del mundo adentro mientras se tiende la ropa del aliento.
¿Quién se redescubre desde las muchas vidas habitadas? ¿Se llega a saber quién
es uno? ¿Quién depila el susurro de las zonas erógenas? Siempre hay un más allá
de la ciudad y el recodo de las esquinas. Existen quemas y gritos y escombros e
interminables cementerios: importa la indulgencia del asombro, esa forma íntima
del poeta para comprenderse desde la escritura; constituye la más convincente
relación de lo que nos acontece, descubrirse uno entre la falsedad y la
contradicción. Es evidente que ante tantos instantes asolados, también nos afirmamos y evolucionamos más allá
de las operaciones lógicas del universo. Cualesquiera que sean las acrobacias
del pensamiento, existen “Neblinas grises resplandecen en la hoguera./ Techos
de extrañas palabras muerden la lengua. Cántaros urden el agua./ Andan mis
oídos desnudos de mares, asoladas claridades muerden mis ojos,/ y ahúman el
entrecejo del arco iris./ Todo queda registrado en el escenario perenne de los
huesos./ En la lengua de moho de los sueños, ningún cuerpo trepidante, / solo
el movimiento oscilante de lo estático, las hojas quemadas del bullicio,/ y la
agonía acurrucada del pestañeo y los asilos para lápidas amontonadas./ —Contiguo
al sur de los goterones disueltos en aliento y semanas,/ están los tambores
sonámbulos de la plenitud, la casa de mis primeros sueños,/ el aguijoneo
espectral impulsado por el viento.” No dejan de ser naturales todos estos sobresaltos,
los juegos desenterrados de la boca, las tumbas que habitan el pecho, los
fármacos que encapuchan ojos y memoria, aquella anatomía que nos desvela
mientras salivan los colmillos. Después de todo, los arrebatos son parte de las
ampollas que se nos hacen en el alma. Irremediablemente uno puede reafirmarse
en los abismos; el espíritu también tiene esos desniveles de mortalidad, esos
extremos imaginarios de las grietas. Se desespera contra la incertidumbre, se
aducen filos y palabras que no digieren las carcajadas. En el petate de mis
largos atropellos, los extraños días, como la sed del páramo que nos ansía o
nos dilata en su áspera esperanza. Al otro lado de la saliva espolvoreada, nos
representan los anfiteatros y sus trampas de falso cielo. El poeta nunca
duerme, desde su condición, está interminablemente en lo otro, en el tiempo y
las aguas que lo golpean, sumergido en la historia cumpliendo un destino: cada
quien persigue, a su manera, lo desconocido, así es como cobra vida la
existencia. Todos van de prisa, menos el poeta. Día tras día hay necesidad de
soportar los contrapesos de la memoria y el olvido. De seguro la paciencia se
nutre de tantos y diversos extravíos. Una lágrima, dolorosamente, constituye un
instante; el juego de las catástrofes y la histeria hacen la noche. Son parte
de mí, los murmullos de algunos ijares, la rosa del jadeo en mis manos, la
declaración de un día nacional, o los días de visita íntima a los presidios. Siempre
es terrible y aburrida la posibilidad de la verdad, la distancia entre el deseo
y el desenfreno. Me duelen sus ancas en mis ojos viejos. Me duele la dulzura en
medio de tantos golpes de pecho; a veces debo encorvar la figura del poema, las
llaves, aligerar el cuerpo ante el estertor de la caverna, ante las
divagaciones del frío. Es imposible no fumar sobre el canapé largo de las
divagaciones, pensar en la anatomía del celo hasta morir de impotencia. Todo
parece lógico, después de todo. La desolación tiene su precio. Es triste.
Callo. Es vital el corpiño calentito de las palabras y su hormigueo en los
encajes. Con frecuencia, la relación con las palabras es sexual y apocalíptica;
otras veces, despiadada como la audacia del crimen ante un indefenso. Recuerdo
a mis verdugos, sería una ingratitud afiebrada que los olvide. Ahora tirito,
inmóvil, frente al umbral…
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