domingo, 4 de diciembre de 2016

CÓPULA DE LA ESCRITURA (MONÓLOGOI)

André Cruchaga






CÓPULA DE LA ESCRITURA
(MONÓLOGOI)



ATORMENTADO por las luces desconfío desde entonces de su buena
intención y rehuía su encuentro cuando desbocado buscaba los acuarios escondidos en los pliegues de la madrugada. No pude dar alcance a mi buena
intención y rodeado mi cuerpo de aristas que engranaban en las esquinas
fui recorriendo la ciudad con una marcha a la deriva mientras se desperezaban los árboles despertados por un grito que brotaba en espiral del cielo y
venía a clavarse en el sexo de la Tierra dejándola embarazada de ecos.
José María Hinojosa




Uno transita en medio de esos dos mundos, la vida y la muerte. Vivimos tiempos de complejidades y azarosos vaticinios. La realidad histórica es caótica y, al menos personalmente no la veo halagüeña: desde mis primeros versos está ahí, con sus dientes ávidos; nunca en el dominio de lo humano, quedan fuera estas vicisitudes. El poema es esa relación íntima que tengo con mi entorno. Éste, entonces, y es mi caso, constituye una preocupación acerca de todas esas realidades recurrentes en nuestro mundo. Es responsabilidad de la poesía y del pensamiento mismo, no distanciarse de la realidad y la intimidad. Son dos situaciones vinculadas entre sí. Ya en el poema en cuestión: “Juego de concavidades”, advierto: “¿A quién le obedezco para distanciarme de la frustración de los embudos?/ En cierto modo, todos los huecos resultan imposibles. / Arranco mis ojos atados a la noche. Derribo los litorales de mi aliento. / Camino por el mundo y mis zapatos se pierden;/ tengo vocación por los guacales en desuso, en sus abolladuras crece el musgo./ En las escenas sepulcrales del conjuro, la agonía oscilatoria de las cucharas,/ o la pobreza salpicada siempre de manos sucias y limosnas./ El filo de los ataúdes hiere como la niebla, muerde los horcones del fuego.” No es la idea del abandono, sino el abandono encarnado. No es el remordimiento, la impotencia, sino la desesperación que avanza a pasos vertiginosos y apenas nos damos cuenta, o son perceptibles todas las trampas que usa el poder para horadar esa intimidad del sujeto. Entonces, sí tiene sentido la poesía, el poema, tanto como esa llama que nos revela la luz, que interpreta las sombras. Ante las múltiples imágenes, la metáfora y la voz, las voces dentro del poema, las puertas visibles o extinguidas. A través del insomnio se manifiestan los paisajes los mundos devastados, las manos y las aguas quemadas, los cambios de piel de los abrevaderos, la tortuosidad de las procesiones, y los tendones rotos de las grutas. Un poema siempre está hecho de encarnizados relámpagos, dentro él, abrazamos la realidad real y la ficticia, es como si allí se disiparan las penas, los cuerpos y los nombres que lo han habitado a uno. Así es como tienen sentido las palabras, nuestro lenguaje trasfigurado. Se me ocurre decir que el poema es el pulmón del lenguaje, el trayecto sobre el cual caminamos sin mayores riesgos, salvo, de seguro el asombro: aquí se acoplan poeta y lector, y  se adentran en el lecho de las palabras hasta ser una sola respiración. En el altar del alfabeto, la necesaria cópula de la escritura, los tambores olorosos a gesticulaciones, o los cascos del tiempo frente a nuestros ojos. Uno después olisquea la piel de la página, y calla. Calla el silencio y los aserrines de las calles y los encendidos olores de la costumbre y las imágenes desnudas del reproche. Siempre sigue siendo extraño nuestro mundo aunque lo vivamos todos los días. Siempre galopan de noche las campanas, y las infancias perdidas en el terror cotidiano. Uno no sólo le tiene miedo a las calles, sino a los disimulos y a los sueños, a los mares que atraviesan las rodillas y atropellan el aliento; entonces, me busco en el poema. Pienso en los tantos prólogos que se le escriben a la historia, en los activos y pasivos de los años. El único júbilo posible es el poema y su lecho pagano. Claro que habrá alguien que siempre desee justificar su escritura, es decir, su lazo conyugal con el poema. No hay que olvidar que también del poema es necesario huir. Esta es la manera más rotunda de borrar la propia escritura. Jamás se debe perpetuar la cópula del poema, es necesario dejarlo que fluya. Al final únicamente hay que desoír la propia sangre y dejar que fluya el petate del mar con su fanfarronería de espuma. 

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